Cuando la educación pública no llegaba a las comunidades hispanounidenses, éstas recurrían a las iniciativas particulares y a la experiencia en este terreno de las órdenes religiosas católicas para suplir tal carencia. Y cuando llegó, lo que hicieron fue complementarla con recursos propios. Hoy en día, cuando las sociedades se ven perplejas y confundidas por los resultados que a veces arrojan los sistemas educativos, no está de más echar la vista atrás y ver cómo se abordaba la educación en otros tiempos, y qué resultados se obtenían.
Desde luego, las comunidades hispanounidenses –como la sociedad norteamericana en general– no tenían la complejidad social a la que estamos hoy habituados, por lo que era más fácil aplicar un modelo que satisficiera a todo el mundo. Los hispanounidenses seguían el modelo educativo clásico o humanista, y daban una gran importancia a su propia tradición, trasmitida de generación en generación por las órdenes religiosas católicas. A las aportaciones de órdenes como la de los dominicos y la de los jesuitas (ambas, recuérdese, de origen hispano) añadían las procedentes de las diversas corrientes de la filosofía pedagógica laica enraizadas en el Siglo de las Luces, y que para principios del siglo XIX habían calado profundamente en toda la sociedad occidental.
En la prensa hispanounidense del siglo XIX hay anuncios de maestros que se ofrecen para dar clases sobre las materias más diversas, si bien se centraban en los conocimientos clásicos de las humanidades, las artes y las ciencias (el trivium y el quadrivium clásicos). Los regímenes de disciplina y comportamiento distaban mucho de la permisividad actual.
A veces era esta oferta privada la única oportunidad educativa disponible, y los educandos sacaban buen provecho de ella, a juzgar por los datos y el nivel educativo de los hispanounidenses en esas fechas.
En 1855, el californio Francisco P. Ramírez, que a la sazón tenía 17 años, ya dirigía un periódico en Los Ángeles, y hablaba y escribía español, inglés y francés. En 1870, en Tucson, la población más importante del Territorio de Arizona, tenía una sola escuela, dirigida por Mariano Acedo, que era a la vez cantor de la catedral y maestro de primeras letras, y a la que acudían la mayoría de los niños de la ciudad. En Nuevo México, el famoso Antonio J. Martínez, de Taos, ya tenía una escuela de niños y niñas en 1826, y cuando pudo conseguir una imprenta, en 1835, se dedicó a imprimir libros de texto de Gramática, Matemáticas y Derecho. No hubo personalidad relevante de ese Territorio que no pasara por la escuela de Antonio J. Martínez y que no usara sus libros en sus años de formación.
Tan orgullosa estaba la comunidad hispanounidense de sus avances educativos, que cuando una misionera etnocéntrica , Nellie Sinder, escribió un artículo contra la educación que se impartía a los niños en Nuevo México, el pueblo de Las Vegas, con Ezequiel C. de Baca a la cabeza, formó en 1901 una Junta de Indignación Nacional para protestar contra la insensibilidad e ignorancia de la susodicha.
Como botón de muestra de la carga docente de una escuela hispanounidense pondremos el currículo de la Academia de Santa Catalina, de Benicia (California), regentada por las madres dominicas, bajo el amparo y patrocinio del arzobispo de San Francisco, el también dominico hispánico, Josep Sadoc Alemany:
Desde luego, las comunidades hispanounidenses –como la sociedad norteamericana en general– no tenían la complejidad social a la que estamos hoy habituados, por lo que era más fácil aplicar un modelo que satisficiera a todo el mundo. Los hispanounidenses seguían el modelo educativo clásico o humanista, y daban una gran importancia a su propia tradición, trasmitida de generación en generación por las órdenes religiosas católicas. A las aportaciones de órdenes como la de los dominicos y la de los jesuitas (ambas, recuérdese, de origen hispano) añadían las procedentes de las diversas corrientes de la filosofía pedagógica laica enraizadas en el Siglo de las Luces, y que para principios del siglo XIX habían calado profundamente en toda la sociedad occidental.
En la prensa hispanounidense del siglo XIX hay anuncios de maestros que se ofrecen para dar clases sobre las materias más diversas, si bien se centraban en los conocimientos clásicos de las humanidades, las artes y las ciencias (el trivium y el quadrivium clásicos). Los regímenes de disciplina y comportamiento distaban mucho de la permisividad actual.
A veces era esta oferta privada la única oportunidad educativa disponible, y los educandos sacaban buen provecho de ella, a juzgar por los datos y el nivel educativo de los hispanounidenses en esas fechas.
En 1855, el californio Francisco P. Ramírez, que a la sazón tenía 17 años, ya dirigía un periódico en Los Ángeles, y hablaba y escribía español, inglés y francés. En 1870, en Tucson, la población más importante del Territorio de Arizona, tenía una sola escuela, dirigida por Mariano Acedo, que era a la vez cantor de la catedral y maestro de primeras letras, y a la que acudían la mayoría de los niños de la ciudad. En Nuevo México, el famoso Antonio J. Martínez, de Taos, ya tenía una escuela de niños y niñas en 1826, y cuando pudo conseguir una imprenta, en 1835, se dedicó a imprimir libros de texto de Gramática, Matemáticas y Derecho. No hubo personalidad relevante de ese Territorio que no pasara por la escuela de Antonio J. Martínez y que no usara sus libros en sus años de formación.
Tan orgullosa estaba la comunidad hispanounidense de sus avances educativos, que cuando una misionera etnocéntrica , Nellie Sinder, escribió un artículo contra la educación que se impartía a los niños en Nuevo México, el pueblo de Las Vegas, con Ezequiel C. de Baca a la cabeza, formó en 1901 una Junta de Indignación Nacional para protestar contra la insensibilidad e ignorancia de la susodicha.
Como botón de muestra de la carga docente de una escuela hispanounidense pondremos el currículo de la Academia de Santa Catalina, de Benicia (California), regentada por las madres dominicas, bajo el amparo y patrocinio del arzobispo de San Francisco, el también dominico hispánico, Josep Sadoc Alemany:
Esta academia, fundada en 1850, proporciona a todas las familias la educación de niñas más sólida y fácil, y se puede decir que descuella entre todos los institutos más prominentes del Estado. La enseñanza abraza las lenguas Inglesa, Francesa, Española y Latina, Retórica, Elocución, Composición, Historia Antigua y Moderna, Biografía, Mitología, Química, Geografía, Astronomía, Música Instrumental y vocal, incluyendo piano, órgano y guitarra. Escribir, dibujar, pintar al agua y al óleo y todo trabajo de aguja. (Semanario Crepúsculo, San Francisco, 28-III-1874).
Como se puede ver, a estas niñas se les daba una formación, bastante completa, que para sí la quisiéramos hoy en nuestras escuelas, tanto públicas como privadas.
A continuación brindo a los lectores un editorial de Crepúsculo, firmado por J. Ocaranza el 28-III-1874, con unas pinceladas sobre los fundamentos filosóficos y morales de la educación. También nos sirve para comprobar que ya en el siglo XIX entre los hispanounidenses se pensaba en una educación integral, donde mente y cuerpo salieran reforzados, como predicaban los filósofos griegos y latinos.
LA EDUCACIÓN
En nuestro número del sábado último dijimos que el mal que aflige a la sociedad consiste principalmente en la educación que, salvo raras y plausibles excepciones, se da a los niños. En apoyo de nuestro aserto, vamos hoy a explanar algunas ideas acerca de cómo los padres de familia deben ejercer con fruto uno de los principales deberes, a fin de evitar en lo posible que sus hijos sean viciosos y desnaturalizados.
La educación como la enseñanza puede ser de dos maneras: natural y sistemática o razonada. La educación natural depende de las circunstancias en que se desenvuelve el individuo; las impresiones del niño, las escenas que pasan a su vista, los ejemplos de la familia y de las personas con quienes están en contacto, los cuadros que la naturaleza ofrece a su contemplación, todo le inspira sentimientos, determina su voluntad, forma su carácter y le hace adquirir hábitos buenos o malos, según sean las circunstancias. La educación sistemática propiamente dicha, consiste en la acción libre y reflexiva del padre, madre, maestro o tutor encaminada a formar el corazón del niño, a cultivar la inteligencia y robustecer el cuerpo. En la educación del hombre sucede lo propio que en el desarrollo y crecimiento de las plantas; lo que son para el ser racional las circunstancias que le rodean, es para la planta el terreno, el aire, el sol, la lluvia; la educación razonada y directa de los padres o el maestro, es para la criatura racional lo que la acción del jardinero, conforme a las reglas del arte fundadas en la observancia y la experiencia, es para el vegetal.
La educación en uno y otro sentido puede y debe atenderse con especial cuidado y diligencia en el hogar doméstico y en las escuelas. Allí pasa el niño la mayor parte del tiempo por espacio de algunos años, precisamente en la edad más tierna, cuando las impresiones se graban de un modo indeleble en su imaginación; por consiguiente, es necesario contrarrestar el influjo de la circunstancias exteriores que le son perjudiciales, habituándole a la práctica de la virtud, al propio tiempo que se le instruye con cosas útiles.
La educación moral, así como la religiosa, se funda en la ley natural y en la revelada, de suerte que ambas tienen el mismo principio e igual tendencia, y la primera está comprendida en cierto modo, en la segunda. Se distinguen, no obstante, en que en la religiosa domina la idea de Dios y en la moral la idea del deber; la cual está mucho menos al alcance de los niños que la de Dios, a causa que las nociones del bien y el mal, de lo justo y lo injusto, son demasiado abstractas para ellos. Por eso conviene referir los preceptos morales a los religiosos, en cuanto sea fácil, mucho más siendo las creencias religiosas la mejor garantía de las costumbres; pero sin olvidar el objeto, es decir; habituando a cumplir los deberes por obedecer a la voz de la conciencia, pues el sentimiento religioso y el moral auque fundados en el mismo principio, provienen de dos disposiciones diferentes. Las mismas prácticas expresadas antes, los ejemplos y las explicaciones particulares son los medios de educación moral.
Cuando el niño ha contraído algún vicio o mal hábito, se apela a medios especiales con mucha prudencia. Si no hay más que sospechas , se le observa y vigila con diligencia, guardando reserva para no exponerse a darle idea de lo que acaso ignora, o a una negativa obstinada a que no hay medio de contradecir. Cuando las señales son ciertas, es preciso hablarle en particular, censurar la conducta que observa y hacerle ver las consecuencias; pero con afabilidad, con sentimiento, que es el medio de hacerle confesar la verdad, envuelta en lágrimas de dolor y de arrepentimiento.
La salud, la robustez, la agilidad y la destreza y los hábitos de orden, fin principal de la educación física, pueden también favorecerse de una manera directa en las casas de familia y escuelas. Los consejos higiénicos más comunes, explicados con claridad o sencillez, confirmados con ejemplos palpables, el cuidado del aseo y limpieza, la buena distribución de los ejercicios y la dirección de los juegos en las salas, patios o jardines, son medios de educación física practicables en todas partes. De este modo se conserva la salud, se robustecen y adquieren agilidad de los órganos del cuerpo, y se habitúan los niños a la regularidad y al orden, hábitos que suelen constituir el bienestar y prosperidad de las familias.
A estos cuidados deben dedicarse los padres, pero más especialmente las madres durante la tierna edad de los niños, con lo que cumplirán la más importante de sus obligaciones ante Dios y el mundo, cual es la educación de sus hijos, base de una sociedad moralizada.