Gracias en buena medida a la literatura y el cine, la situación ha cambiado un tanto en las última décadas. Películas como las recientemente dedicadas a Claus von Stauffenberg y Sophie Scholl han hecho que algunos de estos luchadores por la libertad nos resulten más familiares, y pueden inadvertidamente haber difundido la falsa idea de que la resistencia contra el nazismo estaba extendida. No fue así. Por desgracia, los mencionados fueron casos aislados.
Hitler llegó al poder porque ganó unas elecciones democráticas, y su régimen contó con el apoyo, expreso o tácito, de la mayoría de la población. Aquellos que se opusieron a él, arriesgando su vida, no sólo debían ocultarse de la temida Gestapo, sino, mucho más frecuentemente, de sus propios conocidos. Y es que uno de los más terribles logros de los nazis fue convertir a cada alemán en un potencial espía y delator de vecinos, compañeros de trabajo e incluso familiares y amigos. Nadie podía confiar en nadie. En este ambiente de continuo temor y sospecha tenían que moverse cuantos osaban expresar su oposición a la tiranía, como bien retrata Hans Fallada en su novela Solo en Berlín.
Entre 1933 y 1945, el propio aparato estatal se encargaba de impedir que las actividades contra el régimen llegaran a la opinión pública, y, en caso de que llegaran, de que lo hicieran convenientemente distorsionadas, presentándolas como actos antipatrióticos y de colaboración con el enemigo. Ni siquiera tras la guerra se reconoció el sacrificio de los que lucharon contra Hitler: gran parte de la población les seguía considerando unos traidores. Por eso las investigaciones de historiadores, periodistas y escritores que han revelado las actividades de muchos de estos héroes han supuesto una gran sorpresa para los propios alemanes.
Una excepción fue el grupo conocido como la Rosa Blanca. Si se considera su trayectoria, resulta sorprendente su popularidad. Su periodo de actividad fue muy breve, sus miembros eran casi exclusivamente jóvenes universitarios de clase media y no alcanzó, ni mucho menos, los objetivos que perseguía. Los miembros de La Rosa Blanca no planearon atentados contra Hitler, ni lograron organizar sabotajes contra la industria bélica. Sólo eran cinco estudiantes y un profesor que, de forma anónima, repartían octavillas contra el régimen para despertar las conciencias de sus compatriotas.
Empezaron a actuar en Múnich y en el verano de 1942. Hans Scholl, un joven estudiante de Medicina, y su amigo Alexander Schmorell, al que había conocido en la compañía universitaria en la que ambos servían, decidieron que había llegado el momento de denunciar los crímenes del régimen. Hans, procedente de una familia sencilla, culta y religiosa, ya había tenido anteriormente problemas con los nazis. Con quince años se había inscrito en las Juventudes Hitlerianas, atraído por los ideales de juventud, patriotismo y amor a la naturaleza que aparentemente defendía la organización; no tardó en darse cuenta de que ésta no era más que un instrumento para someter y despersonalizar a los jóvenes alemanes, para convertirlos en una pieza más de la maquinaria nazi. Hans se enfrentó a sus superiores difundiendo ideas subversivas y tradiciones de antiguas asociaciones juveniles entonces prohibidas (la Hitlerjugend era la única agrupación permitida); fue encarcelado por ello durante un breve periodo de tiempo, hasta que estimaron que ya estaba escarmentado.
Nada más lejos de la realidad. Hans siguió profundizando en esas ideas; se interesaba por la filosofía, la religión, las obras de pensadores católicos como Theodor Haecker. Cuanto aprendía le reafirmaba en los principios en que siempre había creído, y que los nuevos amos de Alemania pisoteaban: libertad, respeto por el individuo, mejora de la sociedad gracias a las aportaciones y capacidades únicas de cada uno de sus miembros, amor por la literatura y las tradiciones alemanas, pero también por las de pueblos considerados inferiores por los nazis, derecho a buscar la propia felicidad... En una de las octavillas de la Rosa Blanca escribió:
Todo individuo tiene derecho a vivir en un Estado idóneo y justo que garantice la libertad del individuo y el bien de la comunidad, pues el hombre, conforme a la voluntad de Dios, debe ser libre e independiente, en medio de la convivencia, para buscar su fin último, su felicidad terrena (...)
Su amigo Alexander compartía esas ideas. Como él, había sido reclutado por la Wehrmacht y enviado al frente occidental. También él detestaba a los nazis. Su experiencia en el frente y las noticias que recibían de las atrocidades perpetradas a judíos y polacos les decidieron a actuar. Emplearían para ello un arma en cuyo poder creían ciegamente: la palabra.
Entre el 27 de junio y el 12 de julio del 42, Hans y Alexander redactan e imprimen las primeras cuatro octavillas firmadas por la Rosa Blanca. No está claro de dónde surge el nombre. La hipótesis más difundida, la de que Scholl lo tomó del Romancero español del poeta alemán Clemens Brentano, no tiene demasiado fundamento. Más probable parece que se inspirara en el comentario de un amigo del grupo, que veía en la rosa blanca un símbolo de juventud y libertad; o, según su confesión a la Gestapo, que se decidiera por ése porque le parecía hermoso y adecuado.
Los documentos del grupo están muy trabajados y muestran un gran nivel intelectual. No son simples panfletos con consignas como "¡Muera el tirano!"; abundan las citas clásicas y de autores como Goethe o Schiller. Para estos jóvenes es muy importante la base teológica y filosófica de estos escritos, pues no pretenden dirigirse al pueblo en general, sino a un restringido grupo, una élite intelectual. En efecto, los destinatarios de los primeros mensajes son escritores, profesores, libreros de Múnich y alrededores, así como compañeros de universidad y amigos. Pretenden despertar la conciencia de esta intelligentsia, indicarle su responsabilidad cívica, llamar a la resistencia –en un principio pasiva, a partir de la tercera octavilla ya se sugieren actos de sabotaje– y recordar que el silencio ante la injusticia, la infamia y el exterminio de los judíos también convertía en culpable al pueblo alemán. Querían también mostrar que el régimen no contaba con un apoyo unánime, como éste pretendía; a la vez, con la difusión de estos documentos querían hacerse visibles ante otros miembros de la oposición al nazismo, mostrarles que no estaban solos en su lucha y animarles a seguir adelante, hasta que el movimiento estuviera tan extendido que fuera posible un levantamiento general. No cejarían hasta despertar a los que ignoraban lo que realmente sucedía en Alemania y en el frente, ni hasta que los que lo sabían abandonaran su silencio cómplice.
Como señalan al final de su cuarta octavilla:
No callaremos, somos vuestra mala conciencia; la Rosa Blanca no os dejará en paz.
En el envío y redacción de estos primeros documentos es posible que participaran ya la hermana de Hans, Sophie, y Cristoph Probst, amigo de Alexander desde la escuela: conseguir el material necesario (papel, tinta, sellos, sobres) y realizar envíos masivos sin despertar sospechas habría sido prácticamente imposible para Hans y Alexander solos. Además de este núcleo inicial, el grupo cuenta con el apoyo de algunos amigos y parientes, como Traute Lafrenz, una estudiante de Medicina originaria de Hamburgo que llevará una de las octavillas a su ciudad natal y contribuirá a la formación de una rosa blanca local. El objetivo de extender el movimiento avanza.
Sin embargo, deben interrumpir su actividad porque la compañía a la que pertenecen Scholl y Schmorell es enviada a finales de julio del 42 al frente ruso. Lo que ven allí les impresiona profundamente, especialmente a Schmorell, ruso de nacimiento. A su regreso, en noviembre, deciden intensificar su actividad y tratar de establecer contactos con otros grupos de disidentes. Dos nuevos miembros se incorporan a la Rosa Blanca: Willi Graf, otro estudiante de Medicina miembro de la compañía de Hans y Alexander, y el profesor de Filosofía Kurt Huber, cuyas ideas influyeron enormemente en el grupo. Juntos redactan una nueva octavilla que difundirán masivamente, con la ayuda de varios amigos, en diversas ciudades de Alemania y Austria a finales de enero del 43. El mensaje es ahora mucho más directo: la derrota en la guerra y la invasión del Reich son inevitables. El pueblo debe sacudirse el yugo del nazismo. Ponen sus esperanzas en una futura Alemania federal dentro de una Europa unida (idea que tiene mucho en común con las de otro grupo disidente, el Círculo de Kreisau). El encabezado reza: "Llamamiento a todos los alemanes". Es la hora de actuar, de levantarse contra Hitler y sus secuaces. Para su decepción, la esperada respuesta popular a este mensaje no llega.
Pero llega la catástrofe de Stalingrado y algo cambia en la opinión pública. La derrota, de pronto, parece una posibilidad. Surgen el miedo y las dudas, que dan pie a las primeras manifestaciones públicas de descontento, duramente reprimidas. En la Universidad de Múnich los estudiantes protestan durante la visita del Gauleiter. La Rosa Blanca realiza durante la noche enormes pintadas con la palabra "Libertad" en varios muros del recinto. Esta acción será la que más respuesta reciba: el tema se comenta en toda la ciudad y pronto aparecen más pintadas: "Abajo Hitler", "Hitler, asesino".
Animados por esta reacción, los miembros de la Rosa Blanca deciden preparar una sexta octavilla, mucho más clara y directa, en la que llaman a sus compañeros universitarios a levantarse contra la dictadura. Es el profesor Huber quien la redacta, y cientos de ejemplares son enviados por correo a mediados de febrero. El resto de las casi mil octavillas que han impreso planean repartirlas en la misma universidad. El 18 de febrero los hermanos Scholl las llevan hasta allí en una maleta y un maletín. Hans lleva consigo, además, el borrador de un séptimo mensaje que ha redactado Christoph Probst. Sophie arroja varios ejemplares al patio central desde la galería del segundo piso. Para su desgracia, es descubierta por un bedel, que retiene a ambos hermanos y avisa a la Gestapo, que vigila la universidad desde finales de enero, cuando aparecieron la quinta octavilla y las pintadas.
Hans y Sophie Scholl son detenidos y conducidos al Palacio Wittelsbacher, sede de la Gestapo en Múnich. Allí serán interrogados durante horas, no se sabe si torturados (los únicos testimonios con los que contamos al respecto son las actas de la Gestapo). Al principio Sophie niega los hechos, y su aplomo casi convence a su interrogador: tropezó con los papeles y los hizo caer por descuido; llevaba una maleta vacía porque iba a pasar el fin de semana a su casa y pensaba traer de allí ropa limpia; su hermano la acompañaba para ayudarla en unas gestiones. La historia parece encajar, pero un registro domiciliario descubre papel, sellos, una máquina de escribir, una pistola con munición...Todo está perdido. Esa misma noche es detenido Willi Graf, dos días más tarde Christoph Probst. Les siguen Alexander Schmorell, el profesor Huber y varios colaboradores y amigos del grupo.
Los hermanos son interrogados, con interrupciones, hasta el día 21. De acuerdo con las actas de la Gestapo, Hans presta confesión voluntariamente en cuanto se le comunica el resultado del registro. Cuando le indican que su hermano ha confesado, Sophie lo acepta y admite también los hechos que se le imputan. Durante todo el interrogatorio ambos muestran gran aplomo, exponiendo los motivos de sus acciones, defendiendo sus ideas y tratando en todo momento de aparecer como principales responsables del grupo para proteger a sus amigos.
El 22 de febrero son llevados a juicio los Scholl y Christoph Probst, implicado por ser el autor del borrador de la octavilla que llevaba consigo Hans en el momento de su detención. Las autoridades quieren un castigo rápido y ejemplar. Para ganar tiempo se hace venir en avión a Múnich al presidente del Tribunal Popular, el infame Roland Freisler. El Tribunal Popular era el más alto tribunal civil durante el Tercer Reich. Juzgaba en primera y última instancia y contra sus sentencias no cabía apelación. El acusado carecía de derechos ante este verdadero tribunal político, creado para eliminar a los enemigos del Régimen.
En una parodia de juicio, los tres jóvenes son acusados de alta traición y colaboración con el enemigo. Muestran en todo momento gran valor. Impresiona especialmente la actitud de Sophie, la más joven. A sus 21 años, su serenidad y entereza alteran de tal manera al juez Freisler, que éste pierde los nervios, grita, trata de hacer aparecer a los jóvenes ora como unos idiotas, ora como traidores a la patria. El espectáculo es lamentable. El veredicto de culpabilidad no se hace esperar. Hans Scholl, su hermana Sophie y Christoph Probst son condenados a morir en la guillotina. La ejecución tiene lugar esa misma tarde en la prisión de Stadelheim. Son enterrados en el cercano cementerio de Perlacher Forst.
El 14 de abril corren la misma suerte Willi Graf, Alexander Schmorell y el profesor Kurt Huber. Hasta los últimos días de la guerra se seguirán celebrando procesos contra amigos y colaboradores de la Rosa Blanca, incluida la fracción de Hamburgo. Varios son condenados a muerte, otros sentenciados a prisión. El último colaborador del grupo en ser ejecutado es Konrad Leipelt, el 29 de enero del 45.
¿Fracasó, por tanto, la Rosa Blanca? En cierto sentido, no. Bien es cierto que no logró su objetivo de acabar con un régimen de terror, no pudo despertar las conciencias, como planeaba. Tal vez sus mensajes eran demasiado elevados, demasiado filosóficos, para la mayoría de la población. O puede que no fueran escuchados porque nadie quiso hacerlo. Pero no pasaron inadvertidos: ya en la posguerra, en Alemania se les consideró ejemplo de valor y moral. Y, sobre todo, nos demostraron que ante una tiranía siempre podremos, al menos, no callar, negarnos al silencio.