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LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA

La posguerra en Francia: entre la miseria y la 'Grandeur'

Francia fue una pieza muy importante en los orígenes de la Guerra Fría. Hasta cierto punto, su situación era parecida a la de Italia. Había sufrido la ocupación alemana, como Italia. Había padecido un régimen de extrema derecha, el de Vichy, como Italia tuvo que soportar un régimen fascista. La Resistencia, mayoritariamente comunista, había sido un elemento relevante de la liberación, igual que en Italia. Y sin embargo ambos países se integraron en el orden nuevo desempeñando papeles muy diferentes.


	Francia fue una pieza muy importante en los orígenes de la Guerra Fría. Hasta cierto punto, su situación era parecida a la de Italia. Había sufrido la ocupación alemana, como Italia. Había padecido un régimen de extrema derecha, el de Vichy, como Italia tuvo que soportar un régimen fascista. La Resistencia, mayoritariamente comunista, había sido un elemento relevante de la liberación, igual que en Italia. Y sin embargo ambos países se integraron en el orden nuevo desempeñando papeles muy diferentes.

Italia estuvo entre los perdedores, mientras Francia no sólo se integró en el bando de los vencedores, sino que vio reconocido su estatus de gran potencia con un trozo de territorio alemán para su administración y un asiento permanente –con derecho de veto, pues– en el Consejo de Seguridad de la recién creada Organización de Naciones Unidas. Y a pesar de esto Francia no consiguió ahuyentar el peligro de caer bajo el control de los comunistas hasta que, como Italia, el Plan Marshall no descargó una lluvia de dólares sobre su economía.

La cuestión no es baladí. Italia, como Alemania y también España, lleva años pidiendo perdón por su pasado fascista. Su derecha tiene que estar constantemente demostrando que no es en modo alguno heredera ideológica del viejo régimen dictatorial. Y cada vez que asoma la cabeza en la esfera internacional tiene que preocuparse de despejar los temores que surgen sobre la posibilidad de una resurrección de la política exterior agresiva que un día, bajo el fascismo, tuvo. Francia, en cambio, disfruta de una derecha sin complejos que nadie, de dentro o de fuera, relaciona remotamente con Vichy, ni siquiera cuando, como ocurre con el Frente Nacional, se presenta sin tapujos como extrema derecha. Sigue una política exterior que atiende despiadadamente a sus intereses nacionales y carece de complejos a la hora de armarse con bombas atómicas o intervenir en África sin ninguna restricción que pudiera venirle impuesta por el Derecho Internacional o simplemente la moral.

Es verdad que el régimen fascista se impuso en Italia mucho antes de que estallara la guerra, y que Vichy fue consecuencia directa de la invasión alemana, pero no lo es menos que la imposición de orden que significó el nuevo régimen fue saludada con alivio por la mayoría de los franceses, aunque muy pronto ese sentimiento de alivio fue superado por la irritación que provocó la ocupación alemana y la subordinación nacional a los intereses de la Alemania nazi, circunstancias ambas que en Italia tardaron mucho en llegar, pero que, cuando lo hicieron, provocaron la misma reacción.

Los años treinta

La crisis que vivió Francia durante esa década ayuda a explicar lo que ocurrió después. Hasta cierto punto, la experiencia de la III República fue parecida a la de nuestra Segunda. En 1932, hartos de los fracasos de la derecha a la hora de hacer frente a la crisis económica desatada por el crash de 1929, los franceses dieron el Gobierno a la izquierda. Este giro no tuvo la energía que debiera porque la III República estaba dominada por el Partido Radical, que hacía de bisagra entre derecha e izquierda. La corrupción del régimen se puso de relieve con el caso Stavisky, un estafador judío cuya muerte, en enero de 1934, dio lugar a una investigación que desveló numerosos contactos de éste con políticos y funcionarios. La ola de antiparlamentarismo que el caso desató culminó en los disturbios de la Plaza de la Concordia de París, el 6 de febrero. En ellos participaron varias organizaciones de extrema derecha, las Ligas y la Croix de Feu, pero también organizaciones controladas por los comunistas, como la Association Républicaine de Anciens Combattants (ARAC). Diecisiete personas perdieron la vida, y el radical Daladier tuvo que dimitir.

Los disturbios de 1934, muy diferentes de los que vivimos en España ese mismo año, tuvieron sin embargo consecuencias muy parecidas. Por un lado, la derecha se radicalizó, haciéndose cada vez más autoritaria y antiparlamentaria. Por otro, la izquierda se unió alrededor de un régimen, como el de la III República, agónico y muy desprestigiado, en parte para defenderlo de una hipotética agresión de la derecha y en parte para sustituirlo por otro de naturaleza revolucionaria. La unión de la izquierda se materializó en la formación del Frente Popular, integrado por comunistas, socialistas y radicales, representantes éstos de la pequeña burguesía de izquierda no socialista.

Tal coalición pudo fraguar gracias al cambio de política de Stalin, quien, tras ver a Hitler ascender en Alemania, decidió que era esencial que Rusia levantara un sistema de seguridad colectiva con Francia y Gran Bretaña y que éstas, dos de las odiadas potencias capitalistas, le ayudaran llegado el caso caso a defenderse de la más poderosa de todas, Alemania. Por eso ordenó a Pierre Thorez, secretario general del PCF, arrumbar el discurso radical y emprender una nueva política de colaboración con los tibios socialistas, incluso con los partidos de izquierda burguesa. El Frente Popular ganó, como en España, las elecciones de 1936.

La derecha reaccionó violentamente a la amenaza del Frente Popular, cuyo primer presidente de Gobierno fue el socialista Léon Blum. Sin embargo, éste, a diferencia de lo que ocurrió en España, adoptó una política extremadamente moderada, que se hizo aún más timorata cuando vio lo ocurrido en España unos meses más tarde. Esta moderación fue inútil: los obreros se sentían desilusionados, y los empresarios, los profesionales y los inversores no terminaron de tranquilizarse.

En 1938, cuando Francia y Gran Bretaña se plegaron a los deseos de Hitler en Múnich, Stalin abandonó la política de colaboración con el resto de la izquierda (en España hizo lo mismo) y trató de alcanzar alguna clase de entendimiento con Hitler que evitara la pesadilla de ver a Gran Bretaña, Francia y Alemania unidas en la misión de acabar con el comunismo en Rusia. Los días del Frente Popular estaban contados.

Daladier y sus radicales siguieron gobernando, pero no con el apoyo de comunistas y socialistas, sino con el de la derecha. El peligro de revolución comunista parecía conjurado, y los conservadores, ya más tranquilos, dejaron de amenazar con un golpe de estado (fue desbaratado uno en 1937).

La guerra

Ésta pilló a los franceses tratando de salir de su frustración. Los obreros veían que ni siquiera con los suyos en el Gobierno era posible que el régimen evolucionara hacia otro que se preocupara más por su bienestar. Y la derecha ansiaba un Ejecutivo con poder que pudiera imponer las medidas económicas que inequívocamente el país necesitaba. La incompetencia de sus generales fue la causa de la derrota francesa. Pero la responsabilidad de la escasa resistencia mostrada y de la rapidez con que los franceses se dieron por vencidos corresponde al estado de profunda división nacional. Los mismos comunistas, futuros héroes de la Resistencia, se declararon, siguiendo instrucciones –como siempre– de Moscú, neutrales en una guerra entre potencias capitalistas, en la que –decían– nada tenían que ver los trabajadores.

El régimen de Vichy no fue otro que el autoritario, más conservador que fascista, que la derecha había ansiado durante los últimos años de la III República. Su plan era soportar la ocupación como se pudiera y esperar que el fin de la contienda trajera al país la devolución de los territorios que le habían sido ocupados. Alemania, al principio, pareció ser benevolente, al dejar que su enemigo, completamente derrotado, conservara su imperio colonial. La destrucción de la flota francesa a manos de los británicos en Mers el Kebir, Argelia, acabó por poner a muchos franceses renuentes del lado de Vichy. Sólo un desconocido De Gaulle, seguido de unos pocos, se empeñó en combatir al invasor desde su exilio londinense.

La invasión de Rusia por parte de Hitler supuso un importante vuelco. En primer lugar, los comunistas recibieron orden de atacar a los ocupantes tanto como pudieran. La Resistencia, que ya se había iniciado por parte de algunos socialistas, recibió un gran impulso. Muchos se alistaron en ella para huir de los trabajos forzosos en Alemania. Otros, católicos de izquierda, decidieron enfrentarse a los alemanes espantados por sus despiadados métodos, cada vez más exigentes conforme la explotación de Francia se hacía más necesaria para contribuir con ella al esfuerzo de guerra. Vichy, por su parte, vio defraudadas sus esperanzas de un entendimiento con Alemania, siendo desoído una y otra vez su deseo de ser un aliado más del Reich en la contienda (esta neutralidad a la fuerza fue capital en el levantamiento de la ficción de que toda Francia, salvo unos pocos dirigentes, se había opuesto al invasor).

Otro giro a la situación lo produjo la invasión del norte de África por parte de los aliados. El ejército francés, que en principio iba a luchar con los alemanes, se unió a los invasores tras una serie de peripecias. A partir de ese momento, la Francia Libre de De Gaulle tendría un ejército de liberación al que transmitir órdenes.

En la metrópoli, la ocupación se hizo cada vez más agobiante, y el régimen de Vichy –conforme iba perdiendo legitimidad–, cada vez más agresivo con su propia población. Hubo que reclutar a 40.000 milicianos para ayudar a la Policía a mantener el orden.

Charles de Gaulle.La posguerra

A la hora en que París fue liberado, dos fuerzas trataban de imponer su criterio: la Resistencia y De Gaulle. A éste le preocupaba restablecer el orden, emprender una reforma institucional que estableciera un régimen presidencialista que superara las dificultades del parlamentarismo de la III República y recuperar para Francia el estatus de gran potencia. A la Resistencia, controlada por los comunistas, pero con importantes socialistas y cristianodemócratas en su seno, le interesaba sobre todo la reforma económica y, al efecto, tenía en la cartera una política de nacionalizaciones ambiciosa, pero no exhaustiva.

De Gaulle se hizo cargo del Gobierno provisional. Se llevó a cabo un programa de limpieza de los colaboradores con Vichy y los nazis, pero apenas fueron apartados 11.000 funcionarios, que en su mayoría volvieron a sus puestos a partir de 1950. Gracias a esta magnanimidad, la maquinaria del Estado se mantuvo en funcionamiento a pesar de las enormes dificultades, de las que la carestía no era la menor. De este modo, De Gaulle consiguió su objetivo de mantener el orden. Los comunistas no insistieron en la depuración de los colaboracionistas por instrucciones de Moscú, ya que Stalin no quería enemistarse con sus aliados justo cuando tenía que imponer su ley en el este de Europa.

En cuanto a la reforma institucional, comunistas y socialistas querían un régimen parlamentario como el de la III República. Ello les garantizaría una importante cuota de poder, pues pensaban que con el prestigio ganado durante la guerra obtendrían buenos resultados en las elecciones. Temían, además, que De Gaulle pretendiera, a través de un régimen presidencialista, imponer uno de corte autoritario centrado en su persona. Socialistas y comunistas, con la ayuda en esta ocasión de los democratacristianos, que se alejaron de De Gaulle en esto, lograron imponer un régimen parecido al de la III República, en el que casi todo el poder estaba en la Asamblea. De Gaulle dimitió, y la Cuarta República recuperó la inestabilidad política que había sido la característica esencial de la Tercera.

De Gaulle tuvo su éxito más fulgurante en el ámbito de la política exterior. A pesar de que Francia no logró ser admitida como gran potencia vencedora en las cumbres de Yalta y Potsdam, sí consiguió que le fuera entregada una franja de terreno en la ocupación de Alemania, a pesar de la oposición de la URSS, y, mucho más importante, un asiento permanente en el recién creado Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Francia era una de las potencias victoriosas y era reconocida como una gran potencia. Visto lo ocurrido, el logro no puede decirse que fuera pequeño.

Para ser justos, este éxito de De Gaulle se debió en buena medida al respaldo de los británicos, que temían la política anticolonialista de Roosevelt, en particular, y del resto de la Administración norteamericana, en general. Pensaron que, encumbrando a otra potencia interesada en conservar su estatus de imperio colonial como era Francia, tendrían un aliado en su propósito de oponerse al programa descolonizador de Washington.

Lo que parecía, sin embargo, imparable era el avance de los comunistas. De Gaulle había logrado vedarles el acceso a todo ministerio importante en el Gobierno provisional, pero sus magníficos resultados electorales permitían predecir que tarde o temprano habría que entregarles el poder. Se nacionalizaron las grandes empresas, en manos de colaboracionistas, y buena parte de las entidades crediticias, pero el espinazo económico de Francia quedó intacto. Los comunistas insistieron en continuar las reformas económicas. Tan sólo el Plan Marshall fue capaz, como en Italia, de frenarlos. Pero la historia de ese plan ha de quedar para otro capítulo.

 

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