Las fuentes que han llegado hasta nosotros hablan de una distribución por sorteo. La historiografía moderna no logra ponerse de acuerdo sobre el papel desempeñado en tal reparto por la maltrecha autoridad romana, ilegítima por más señas en aquel momento. Los autores contemporáneos tanto nativos como extranjeros –principalmente Orosio, Hidacio, Olimpiodoro y Sozomeno– aportan noticias contradictorias. Lo cierto es que la repartición respetó la organización territorial en que estaba dividida la diocesis Hispaniarum: los vándalos asdingos se quedaron con la Gallaecia occidental; los suevos, con la parte oriental de la misma, la correspondiente a la zona atlántica; la Bética fue a parar a manos de los vándalos silingos y los alanos, por su parte, obtuvieron las provincias Cartaginense y Lusitana.
La suerte que corrió cada uno de estos pueblos fue desigual; los únicos que perduraron fueron los suevos.
La colaboración visigoda en la restauración de la autoridad romana legítima en Hispania no se vio traducida en posesiones territoriales. Ello se debió, seguramente, a los estrechos vínculos políticos, militares e incluso familiares entre el Imperio legítimo y los visigodos. Las fuentes de la época nos informan de la intención de los visigodos de crear un Estado propio que con el tiempo pudiera ocupar el lugar de Roma. No obstante, parece que la situación en la segunda década del siglo V no era la más adecuada para aventurarse en una empresa de tal calibre. Tras la muerte de Alarico en el sur de Italia, su sucesor Ataúlfo, sin renunciar al proyecto de crear un reino autónomo, decidió que la mejor manera de obtener beneficios para su pueblo era colaborar con el Imperio. Se casó con Gala Placidia, hermana del emperador Honorio y parte del botín obtenido en el saqueo de Roma del año 410, y por lo que parece comenzó a negociar con el Imperio el puesto que dentro de él iban a ocupar los visigodos. Esta estrecha relación con Roma no satisfizo a parte de su gente, y Ataúlfo fue asesinado en Barcelona en una conspiración dirigida por Sigerico, que a su vez sería eliminado pocos días más tarde.
Comenzaba así la larga historia de traiciones y asesinatos que caracterizaría la política visigoda.
Walia, hermano de Ataúlfo, se hizo con el poder y continuó la política de colaboración con el Imperio. Participó en el restablecimiento, aunque frágil, del poder romano en Hispania eliminando a los alanos y a los vándalos silingos y presionando para eliminar a Máximo, el usurpador. No obstante, por el momento la presencia visigoda en la península se limitó a la colaboración con Roma. Un nuevo tratado (año 418) entre Walia y el Imperio estableció la retirada de los visigodos y su asentamiento como pueblo federado en Aquitania a partir del 419.
Se ha especulado mucho acerca de esta decisión. Hay quienes la explican por el temor del emperador Honorio a seguir alimentando una fiera que pudiera arrebatarle lo que le quedaba de Hispania, argumento un tanto débil, puesto que cedió el control sobre Aquitania. La causa más probable es que a Roma le interesara más, en aquel momento, asegurar la inestable frontera gala del Imperio, desplazada cada vez más hacia el sur. Las amenazas provenían no sólo de otros pueblos germánicos, sino sobre todo de los llamados begaudas. No se conoce con exactitud la naturaleza de este movimiento que amenazaba la estabilidad social, política y económica del Imperio. Se trataba de forajidos que se asociaban en bandas para buscar el sustento del que les habían privado las sucesivas crisis políticas y económicas. Los daños que provocaban eran ingentes, tanto económica como socialmente hablando. El Imperio tenía ante sí un nuevo frente que decidió finiquitar por la vía militar sirviéndose, en el caso galo, de la colaboración visigoda.
Volvemos a ver presencia visigoda en Hispania en el año 422, en una campaña militar romana que pretendía restablecer el control sobre la península pero que resultó ser un fracaso gracias, en parte, a la falta de apoyo efectivo por parte de Teodorico I, sucesor de Walia, que no simpatizaba con los romanos tanto como éste. Roma se tuvo que contentar con la derrota de Máximo, que fue apresado y ajusticiado en Rávena pero vio cómo su poder efectivo en Hispania se limitaba, ya irremediablemente, a una presencia casi testimonial en la cada vez más exigua Tarraconense. Los suevos y los vándalos asdingos se hicieron con el poder efectivo del resto de la península a partir de entonces, mientras que los visigodos siguieron siempre de cerca lo que acontecía en Hispania, a la espera de poder encontrar el momento adecuado para satisfacer sus ansias de expansión.
La decadencia del Imperio seguía su curso, agudizada, ciertamente, por la incapacidad de sus gobernantes y las rencillas internas. Tras la muerte de Honorio, y después de guerrear contra el usurpador Juan, Valentiniano III fue nombrado emperador de Occidente en el año 425. Roma se resignaba de nuevo a una figura débil, manejada por los mandos militares y sin criterio para atajar la grave crisis en que se debatía.
La situación no era menos caótica en la península ibérica: a la falta de autoridad imperial se añadieron las continuas guerras, primero entre vándalos y suevos y más tarde entre suevos y las no siempre exitosas alianzas romano-visigodas. Los visigodos aprovecharon la coyuntura y fueron dando los pasos necesarios para expandir los límites de un reino, el de Aquitania, que ya se les quedaba pequeño.
Este proceso no fue sencillo. El juego limpio, siempre infrecuente en política, se hace imposible en momentos de crisis políticas graves. Los visigodos tenían enfrente a un Imperio moribundo, lo cual facilitaba en parte las cosas, pero también tenían competidores con sus mismos objetivos. A esto se unía su afición por las intrigas palaciegas, que explican en buena medida que en pocas décadas se sucedieran en el trono cuatro reyes, tres de ellos hermanos. Teodorico I murió en combate, durante la batalla de los Campos Cataláunicos –ejemplo de cómo Roma sabía luchar contra unos bárbaros aliándose con otros–. Su hijo y sucesor, Turismundo, reinó sólo dos años: fue asesinado en una conspiración propiciada por sus propios hermanos. Le sucedió uno de ellos, Teodorico II, que sería también asesinado años más tarde por el único hermano que le quedaba, Eurico. Un mejor y más sano traspaso de poderes habría asentado mucho más el régimen visigodo, pero seguramente habría sido mucho pedir a quienes estaban forjando un reino con un Imperio en descomposición como referente.
Eurico, al menos, supo aprovechar la ocasión del derrumbamiento definitivo del Imperio de Occidente y se apropió sin gran esfuerzo de la mayor parte de la península ibérica, salvo los territorios controlados por los suevos y pequeñas zonas del norte dominadas por astures y vascones –los vándalos habían abandonado la península en el año 429 con dirección al norte de África–. Logró así configurar uno de los reinos más extensos tras la caída del Imperio Romano de Occidente, y ser considerado el primer rey visigodo de España.