Pierre Kalfon recuerda, en su bien documentada biografía del Che Guevara, que éste no tuvo escrúpulos para incorporar niños a las filas del ejército guerrillero que combatía en Sierra Maestra. Fue el comienzo de la guerrilla del biberón, trágico remedo de la quinta del biberón española. "Enrique Acevedo, un chico de catorce años, se ha unido al grupo", cuenta Kalfon; y, más adelante: "Guevara va a recoger bajo el fuego enemigo a su joven teniente de dieciséis años, Joel Iglesias, gravemente herido". Será durante la campaña del Che en África cuando sus camaradas, los carniceros Laurent-Désiré Kabila y Mengistu, empiecen a reclutar niños soldado.
Una historia macabra
En 1985 el Partido Comunista de España, el Instituto de Cooperación Iberoamericana y la Cruz Roja española trajeron a ocho muchachos nicaragüenses, miembros de la Asociación de Niños Sandinistas. Entre ellos se encontraba Horacio Martínez Pichardo, de 11 años, quien, según la crónica del diario El País (7/1/85), a pesar de su corta edad se había visto
obligado a coger varias veces un fusil (...) Resulta increíble que este enano que no levanta un metro y medio del suelo haya podido sujetar entre sus manos un pesado fusil y dispararlo.
Los enemigos contra los que combatía eran, según sus propias palabras, los guardias, o sea los guerrilleros antisandinistas, los malos de la película. "Luchan porque les gusta la guerra o por el dinero que les paga Reagan", sentenciaba, con la solemnidad del alumno que ha aprendido bien la lección. Y allí estaban sus anfitriones del Partido Comunista de España para vigilar que el guerrillero del biberón la recitara correctamente.
Más escandalosa, si cabe, es una historia macabra que el exquisito escritor argentino Julio Cortázar relató en términos beatíficos en Nicaragua, violentamente dulce (Muchnik Editores, 1984). Se refería a Brenda Rocha, otra combatiente sandinista de 15 años:
Gravemente alcanzada por balas que le habían destrozado el brazo, siguió disparando con la mano izquierda hasta que la pérdida de sangre la obligó a cesar el fuego (...) Los médicos afirman que a fin de mes estará en condiciones de ser trasladada a la Unión Soviética, y allí la cirugía más avanzada le instalará una prótesis; para Brenda esto significa volver a estar en condiciones de reanudar su trabajo, de seguir cumpliendo sus obligaciones de miliciana (...) Uno de los amigos que me acompañaba esa noche en el hospital me dijo que Brenda sonreía como los ángeles de Giotto. Es cierto, pero yo la siento todavía más cerca de la inolvidable sonrisa del ángel de la catedral de Reims, que desde lo alto nos contempla con una expresión llena de travesura y de gracia, casi de complicidad.
Dudo de que en el imaginario de la paidofilia más obscena haya algo que pueda caer tan bajo, en la escala de la deshumanización, como esta idealización del martirio infantil.
Autocracia tropical
La guerrilla del biberón, y también la del geriátrico, estaban presentes en el discurso del entonces dictador comunista y hoy corrupto mandamás de Nicaragua Daniel Ortega:
Que sepan los estrategas del Pentágono que aquí van a tener que pelear contra ancianos, mujeres, niños, hombres, inválidos; que vamos a combatirlos con fusiles, con escopetas, con garrotes, a pedradas.
Claro está que poco podían importarle a Ortega las desventuras del infantil miliciano Horacio Martínez Pichardo o de la angelical y mutilada quinceañera Brenda, cuando sobre él recayó la acusación de haber abusado sexualmente de su hija adoptiva, Zoilamérica Narváez, desde que ésta tenía 11 años. Mario Vargas Llosa se ocupó extensamente de esta cuestión ("Para la historia de la infamia", El País, 27/7/2008), y transcribió detalles espeluznantes del vía crucis que había recorrido primeramente cuando era niña, luego ya adolescente y por fin siendo joven, extrayéndolos de la denuncia que la propia Zoilamérica presentó ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pero el escenario de este guiñol se sitúa en una autocracia tropical, no en los tribunales de Nueva York, y por tanto no debe extrañarnos su desenlace: Zoilamérica retiró la denuncia y acaba de ser designada directora de El Nuevo Diario de Managua, lógicamente sandinista.
Al releer la entrevista que Gabriel García Márquez hizo al capo montonero Mario Eduardo Firmenich, de la que me ocupé en mi artículo "Gabo: con visado y sin vergüenza", me encontré nuevamente con la óptica perversa que exhibían estos desquiciados cuando se referían a los niños, a los que veían sólo como instrumentos de su proyecto subversivo. "Los hijos son nuestra retaguardia", le dice Firmenich a Gabo. Y agrega que han pasado los tiempos en que se pensaba que era correcto no tener hijos. "Si hace treinta años los vietnamitas hubieran pensado de esa manera, no habrían tenido a nadie para ganar la guerra". A Firmenich le preocupa el bajo índice de desarrollo demográfico de Argentina, y sostiene que es necesario que la familia tipo tenga cinco hijos: dos para mantener en el mismo nivel el índice demográfico, tres para doblarlo. Pero Gabo descubre una segunda intención en este discurso utilitario.
Sabe por experiencia que quien tiene hijos milita de manera diferente que quien no los tiene. Entre otras cosas porque está más atento a sí mismo y a la propia conservación.
Acoso permanente
Igualmente, los montoneros tenían la consigna de hacerse cargo de los hijos de los militantes muertos para criarlos en su ideología, y esto explica muchos de los conflictos que crean las Abuelas de Plaza de Mayo al reclamar la recuperación de presuntos familiares cuando éstos ya son adultos, sin preocuparse por los traumas que ello pueda producir en hogares constituidos de espaldas a un pasado ingrato. Los delitos de los secuestradores y de los maltratadores de niños, y también los de quienes torturaron y asesinaron a los padres biológicos de esos niños, son castigados por el Código Penal, pero cuando no existen estos delitos la intromisión en la vida de personas adultas que no solicitan favores a quienes operan por motivos ideológicos y no humanitarios es un despropósito.
Un caso clamoroso de violación de los derechos humanos con fines políticos y económicos es, en este contexto, el que tiene por víctimas a la directora del grupo periodístico Clarín, Ernestina Herrera de Noble, y a los hermanos Marcela y Felipe Noble, que ella adoptó de buena fe en 1976. La querella se inició en el 2001, cuando las Abuelas de Plaza de Mayo solicitaron a la Justicia que determinara si Marcela y Felipe eran hijos de dos familias de desaparecidos. Desde entonces, ambos han sido sometidos a un acoso permanente que ha incluido extracciones de ADN –muchas veces voluntarias, otras coactivas–, detenciones, allanamientos de domicilio con secuestro de prendas y todo tipo de humillaciones. Cada vez que las pruebas daban un resultado negativo se exigían otras nuevas, y periódicamente se cambiaban los jueces que parecían independientes por otros más dóciles. Este hostigamiento forma parte de la campaña que libra el gobierno kirchnerista contra el grupo Clarín. El diario La Nación lo dejó claro en un editorial:
Es cuando menos incomprensible que los genuinos sentimientos que supuestamente guían a las querellantes hayan implicado el acoso a dos jóvenes durante tanto tiempo, cuando, en todo caso, de comprobarse las acusaciones, ellos serían víctimas de los eventuales delitos denunciados. Si la Justicia se aparta de sus principios y misión para responder a intereses políticos y se convierte en herramienta contra quienes considera los adversarios del Gobierno, el principio constitucional de la división de poderes quedará gravemente bastardeado.
Aprendices de revolucionarios
Un testimonio sobrecogedor de la conversión gradual de niños de clase media alta, bondadosos, solidarios e inteligentes, en muy precoces guerrilleros del biberón lo encontramos en el libro José (Contrapunto, Buenos Aires, 1987), escrito por Matilde Herrera, madre de tres hermanos que se enrolaron en el Ejército Revolucionario del Pueblo, combatieron y desaparecieron –junto con sus parejas–, triturados por la maquinaria represora, cuando tenían entre 21 y 25 años. El libro, casi hagiográfico, tiene como figura central a José, el hijo del medio, sin descuidar a Valeria, la mayor, y Martín, el menor, y muestra su evolución vital a partir de fotos, dibujos y manuscritos infantiles, impregnados de inocencia, para culminar en las cartas que –sobre todo José– envían a su madre, a su padre biológico y a su padrastro para explicar y justificar su militancia armada. Estas cartas reflejan, con claridad meridiana, la magnitud de la enajenación e inmadurez de estos aprendices de revolucionarios que, guiados por el voluntarismo y el dogmatismo, se convertían –por un lado– en máquinas de matar y –por otro– allanaban el camino hacia su propia muerte.
José tenía 14 años y, según sus camaradas, una personalidad carismática cuando empezó a militar en un grupo de estudiantes afín a una organización guerrillera marxista-leninista, y 19 cuando ingresó en el Ejército Revolucionario del Pueblo, de matriz trotskista y guevarista. Desapareció el día en que cumplía 23 años.
Una advertencia contundente
En tanto que Matilde Herrera, ya fallecida, se dejó fascinar por las trágicas quimeras de sus hijos, el periodista Pablo Giussani supo reaccionar con ejemplar entereza ante la muerte de Adriana, hija de amigos suyos, y le dedicó el libro que habría de convertirse en uno de los más lúcidos e implacables ensayos sobre las lacras intrínsecas de la guerrilla: Montoneros. La soberbia armada (Sudamericana/Planeta, Buenos Aires, 1984). "Adriana –recuerda Giussani– murió en una tarde de 1977, despedazada por una bomba que le estalló en las manos mientras ella se aprestaba a colocarla en una comisaría". Sus padres la esperaban en su casa para agasajarla en su decimosexto cumpleaños.
Las reflexiones que desgrana Giussani a partir de esta tragedia continúan vigentes, sobre todo ahora, cuando en Argentina el kirchnerismo intenta reivindicar el pasado subversivo y cuando en España la sedicente memoria histórica pone patas arriba la historia sin aditamentos. Después de expresar su repugnancia por los crímenes de la dictadura militar, Giussani escribe, con un riguroso espíritu autocrítico, que ojalá estuviera más generalizado:
Las responsabilidades que se esconden tras la muerte de Adriana, en cambio, son más esquivas, menos reconocibles (...) se ven protegidas y disimuladas por una prestigiosa fraseología revolucionaria y por un peculiar estado de conciencia que genera en cierta clase media ilustrada predisposiciones a compartir, comprender o disculpar toda irregularidad que se cometa en nombre de la revolución (...) Más allá de los montoneros, a los que he sido y soy ajeno, estas reflexiones también tienen por blanco un determinado tipo de cultura política que en cierto modo los ayudó a existir y de la que en un pasado no demasiado remoto fui partícipe y difusor (...) Quede en claro, pues, que los comportamientos aquí denunciados no pertenecen a marcianos, a seres extraños y distantes, sino a personas que he tenido a mi lado, que han dejado alguna huella en mi vida, y quizá murieron con alguna huella mía impresa en las suyas (...) Rostros que incluyen el mío, y los de toda una generación que pregonó la dialéctica de las ametralladoras, en un rapto de frivolidad literaria que más tarde sería asimilado en términos menos librescos por sus hijos.
Horacio Martínez Pichardo, Brenda Rocha, José y sus dos hermanos, Adriana, son sólo unos pocos nombres aquí recuperados de entre los miles, seguramente cientos de miles, tal vez millones de enrolados, voluntariamente o por la fuerza, en la guerrilla del biberón. Por eso Giussani tampoco se equivoca cuando lanza una advertencia contundente:
Adriana fue arrastrada a la muerte por un mal que no se ensañó sólo con ella. Un mal que diezmó a buena parte de una generación y que todavía acecha a los sobrevivientes. De ahí mi apremio por identificarlo, por ayudar a reconocerlo allí donde asome la cabeza en todo lo que tiene de alienante y monstruoso.
Es un apremio que todos debemos compartir.