Hacia el año 264 las dos poderosas y expansivas ciudades-estado de Roma y Cartago chocaron en Sicilia de forma en parte accidental, a través de un conflicto interior entre ciudades de la isla. La guerra, con diversas alternativas, duró 23 años y terminó con una difícil victoria de Roma, quedando Sicilia bajo su influencia y perdiendo Cartago la hegemonía naval. Poco después, una rebelión de los mercenarios de esta última permitió a los romanos hacerse con Cerdeña y Córcega, lo que representaba una violación de los acuerdos suscritos entre las dos potencias. Esta guerra, primera de las púnicas, no decidió la situación, y solo aplazó la rivalidad entre ambas ciudades por controlar el Mediterráneo occidental.
La derrotada potencia africana se concentró en rehacer su poder económico y militar, afianzándolo en el actual Magreb y extendiéndolo por la Península Ibérica. Con ese objeto, el general Amílcar Barca fundó la "Ciudad Nueva", actual Cartagena, en 227, planteada con grandes ambiciones como base de su expansión por Hispania y para empresas más vastas. El intento de someter los pueblos de Iberia no resultaría fácil a los púnicos, y los dos jefes de la familia Barca, Amílcar y Asdrúbal, lo pagarían con la vida.
Aníbal, hijo de Amílcar, resuelto a controlar la península, llevó sus campañas por el interior hasta la actual Zamora. Jefe excepcional por sus dotes y amplia visión, muy estimado por sus tropas, buscaba el desquite con Roma llevando la guerra hasta el final, en la misma Italia. La primera etapa de su designio consistió en organizar, adiestrar, armar y pagar un ejército, tarea difícil y de gran envergadura, y asegurar la Península Ibérica como fuente de pertrechos, minerales, entre ellos oro y plata, y soldados de excelente reputación. Hacia el año 220 a. C. casi dos tercios de la península se hallaban más o menos bajo dominio cartaginés, desigualmente afianzado.
La ofensiva contra Roma comenzó en 219 con el ataque a Sagunto, próspera ciudad comercial ibérica helenizada. Formaba parte del área de influencia cartaginesa, extendida hasta el Ebro por los acuerdos de la anterior guerra púnica, y por ello atacarla no debía de suponer un conflicto con Roma. Pero los saguntinos habían entrado por su cuenta en alianza con los romanos, y Aníbal sabía que al atacarles atacaba a su verdadero enemigo. Habría luego fuerte polémica justificativa sobre quiénes habían infringido los pactos: parece claro que lo hicieron los cartagineses, pero los romanos los habían roto antes al adueñarse de Córcega y Cerdeña.
Esperaba el cartaginés que Sagunto cayera sin excesiva dificultad, pero encontró una resistencia enconada y agresiva, en la que el propio Aníbal recibió heridas graves. Los sitiados esperaron refuerzos de Roma, pero, al no llegar estos, se vieron poco a poco acorralados. Aníbal, furioso, ofrecía a sus soldados la ciudad como botín, y a quienes se rindieran, condiciones apenas mejores que la esclavitud. Ante ello, un número de saguntinos optó por hacer una gran pira y arrojar a ella sus riquezas y a sí mismos, y otros se lanzaron a morir combatiendo a la desesperada. El heroísmo y el trágico fin de la ciudad conmocionó a toda la península.
Así comenzó la segunda guerra púnica. Embajadores romanos trataron de atraerse a las tribus ibéricas más o menos sometidas o aliadas a Cartago, pero recibieron una fría respuesta: "Id a buscar aliados donde no se conozca el desastre de Sagunto; para los pueblos de Hispania, las ruinas de Sagunto serán un ejemplo tan siniestro como señalado para que nadie confíe en la lealtad o la alianza romana".
Puesto que el mar estaba dominado por la escuadra enemiga, Aníbal, avanzó por tierra hacia Italia con un ejército de unos cien mil cartagineses, númidas, hispanos y galos. Cruzó los Pirineos, el sureste de la Galia y los Alpes en una de las marchas más célebres de la historia, y penosa en extremo, pues perdió, se dice, la mitad de sus tropas. Pero, ya en Italia, se atrajo a pueblos celtas y venció a los romanos en Tesino (218), Trebia (finales de 218) y Trasimeno (217). Roma sufrió dolorosas pérdidas, pero no desmayó. Con esfuerzo ímprobo reclutó otro gran ejército, estimado en 90.000 soldados, contra los 50.000 mal abastecidos de Aníbal.
La proporción de fuerzas y la eficacia combativa de las legiones romanas debían de abocar a los cartagineses a la catástrofe final. Pero, trabado el combate en Cannas en agosto de 216, la magistral táctica de Aníbal consiguió envolver a sus enemigos y aplastarlos, en una de las batallas de un solo día más sangrientas de la historia: murieron 70.000 romanos, según Polibio, y 6.000 púnicos.
El sorprendente desenlace pudo haber sellado el destino de Roma. La ciudad disponía de recias murallas, pero no del ejército capaz de defenderlas. Cuando llegaron allí las noticias, "jamás fue tan acusado el pánico y la confusión", dice Livio; las mujeres llenaban las calles de clamores por sus muertos, corrían mil rumores, y para aplacar a los dioses se realizaron sacrificios humanos, una práctica ya desusada en la tradición latina (en Cartago persistía la costumbre de arrojar niños al fuego en honor de su dios principal, Baal-Hammon). No obstante, el Senado conservó la calma y, dándose cuenta de que todo dependía de las decisiones de Aníbal, aplacó los tumultos, obligó a cada cual a permanecer en su casa y trató de informarse, por medio de espías y de los supervivientes. Las noticias le tranquilizaron, pues le permitían ganar tiempo: "El cartaginés está asentado en Cannas traficando con el precio de los prisioneros y del resto del botín, sin la moral del vencedor ni el comportamiento de un gran general".
Y así era. En el momento decisivo, Aníbal, tan audaz hasta aquel momento, había vacilado: sus hombres estaban agotados, no había recibido refuerzos debido a las intrigas de sus rivales en el Senado cartaginés, y las murallas de Roma le imponían respeto. Maharbal, jefe de la caballería, más lúcido, le propuso avanzar al instante sobre la urbe latina, "para que antes se enteren de que hemos llegado que de que vamos a llegar". Ante las dudas de su general, dictó la célebre sentencia: "Los dioses no conceden todos sus dones a una misma persona: sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria". El caudillo púnico llevó su indecisión hasta dirigir frases conciliatorias a su mortal enemiga, a la que intentaría asaltar años más tarde, ya en condiciones mucho peores y en vano.
La batalla de Cannas resultó, así, la decisiva de aquella guerra: pudo haber causado la aniquilación de Roma y en cambio no impidió su supervivencia y recuperación, que Cartago iba a pagar muy caro. Para ello hizo falta la energía y voluntad unánime del Senado romano, de talante muy distinto del cartaginés. Así, la ciudad latina concentró sus últimas fuerzas en levantar un nuevo ejército, recurriendo para ello a los supervivientes de Cannas, a soldados muy jóvenes y a esclavos a quienes prometió la libertad, y desplegó una activa diplomacia para retener a sus vacilantes aliados.
Aníbal se retiró al sur de Italia y adoptó una estrategia de largo plazo: trató de cortar el abastecimiento de su enemiga, devastar sus tierras y privarla de aliados por la diplomacia o la fuerza. Apuesta peligrosa, debido a su propia dependencia de suministros lejanos y al sabotaje de sus adversarios en Cartago, donde su rival Hannón respondía con una envenenada argucia a sus peticiones de auxilio: "Si Aníbal es vencedor, no los necesita; si es vencido, no los merece". Desde el asedio de Sagunto hasta Cannas, habían pasado tres años cuajados de victorias, pero ahora la contienda iba a volverse lenta y pesada frente a un enemigo que a su vez buscaba tenazmente aislarlo. En difícil situación los dos bandos, se agotaban en una pugna interminable.
Consciente del valor de Iberia como base cartaginesa, Roma había enviado allí en 218 a los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión, con importantes fuerzas. Estos habían infligido reveses a los púnicos, pero en 211, a los ocho años de comenzadas las hostilidades y a los cinco de Cannas, fueron vencidos y muertos por Asdrúbal, hermano de Aníbal. En ese punto entraría en escena un joven general de la talla de Aníbal, Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los derrotados en Hispania, adonde acudió para enderezar el curso bélico. Pues allí, más que en Italia, iba a dirimirse la magna contienda.
Escipión desembarcó en Tarragona y dedicó los meses siguientes a elevar la moral de sus tropas y reorganizarlas, y a informarse minuciosamente sobre las posiciones e intenciones de sus enemigos. Averiguó que estos tenían en Hispania tres ejércitos muy separados territorialmente, aunque susceptibles de concentrar sus fuerzas en poco tiempo; y que sus jefes rivalizaban entre sí y disgustaban a los pueblos hispanos con sus exigencias. Entonces concibió el osado plan de tomar la lejana Cartago Nova, principal base enemiga, arsenal, almacén del tesoro y centro de navegación con la metrópoli púnica. La plaza estaba bien amurallada pero mal guarnecida, pues nadie imaginaba una empresa tan audaz. A marchas forzadas, Escipión llegó a la ciudad y la tomó con ardides ingeniosos antes de que los ejércitos enemigos pudieran ayudarla. Al mismo tiempo se atrajo a varios pueblos celtíberos, entre ellos a la populosa tribu ilergete mandada por los caudillos Indíbil y Mandonio, antes aliados de Cartago.
La caída de Cartago Nova, en 209, dio un vuelco a la situación en Hispania, pero los tres ejércitos cartagineses seguían incólumes. Al año siguiente Escipión marchó sobre la Bética para atacar a Asdrúbal con rapidez que impidiese a los otros generales púnicos reunirse con él; lo desbarató en Bécula en la primavera del 208 y se adueñó de gran parte del sur peninsular. Aun así no pudo impedir la huida de Asdrúbal, quien, con el grueso de sus tropas, subió hacia las actuales Navarra y Guipúzcoa, donde reclutó a numerosos vascones, y siguió a Italia por el sur de las Galias. La reunión de sus refuerzos con Aníbal habría exacerbado de nuevo el peligro para los romanos. Pero estos le salieron al paso y lo vencieron ya en Italia, junto al río Metauro. Su cabeza cortada fue arrojada al campamento de su hermano Aníbal, para desmoralizarle.
Continuaban en Hispania dos ejércitos cartagineses reforzados desde África, pero Escipión los aniquiló el año 206, esta vez en Ilipa, quizá cerca de la actual Carmona: Aníbal y Cartago perdieron su base hispana, cuya parte mediterránea, más algunas tierras celtíberas, quedó bajo control latino. Escipión fundó Tarragona como ciudad, y también Itálica, cerca de la actual Sevilla, que pobló con veteranos de las legiones.
Faltaba el golpe de gracia al imperio cartaginés. Escipión pudo haberlo intentado en Italia, pero prefirió hacerlo en la misma África, por lo que desembarcó osadamente cerca de Cartago. Con ello obligaba a Aníbal a volver a África, librando a Roma de su amenaza, aunque se arriesgaba a sufrir él mismo una derrota fatal. Por fin venció también al gran cartaginés el año 202, en Zama, y se ganó el apodo de el Africano.
Terminaba así, tras diecisiete años de empeñadísima pugna, la Segunda Guerra Púnica; "tuvo tantas alternativas y su resultado fue tan incierto, que corrieron mayor peligro los que vencieron", señala Tito Livio. Roma quedaba dueña del Mediterráneo occidental y, continuando su impulso, proyectó enseguida su poderío sobre el Mediterráneo oriental, imponiéndose a Macedonia y a Siria. En esta última campaña, el Africano volvería a desempeñar un papel clave.
Para Tito Livio, esta guerra fue "la más memorable de cuantas se llevaron jamás a cabo"; y no exageraba: veintiséis años después de haber estado a punto de perecer en Cannas, la ciudad del Lacio ostentaba la hegemonía en todo el Mediterráneo, cuyas orillas llegaría a dominar por completo, situación política y estratégica nunca antes conocida y que jamás se repetiría. Pero la proyección de esa guerra alcanza mucho más de lo que pudieron imaginar Livio o sus contemporáneos. Si el gran designio de Aníbal hubiera tenido éxito –y muy cerca estuvo–, el Imperio Romano –con todo lo que supuso para la historia de Occidente– no habría llegado a existir. Muy distinta habría sido la evolución cultural y política europea, y quizá Europa no habría llegado a conformarse, muchos siglos después, como centro o eje de la evolución mundial.
En lo que nos atañe, la segunda mitad del siglo III antes de Cristo no es una época más en la historia. En cierto modo nació entonces la civilización comúnmente llamada occidental, y su acta de nacimiento fue precisamente aquella guerra.
La derrota de Cartago orientó la historia posterior de Hispania. Si ha habido alguna guerra decisiva, una auténtica guerra del destino, para España y para Europa, ha sido esa, cuyos efectos llegan con plena fuerza hasta hoy. Sin ella Hispania habría entrado en la órbita afro-oriental, no tendría la cultura que tiene ni el idioma que habla, el cristianismo habría sido erradicado por la posterior invasión musulmana, como en el norte de África, y no habrían sido posibles procesos como la Reconquista. España, propiamente hablando, no habría llegado a existir, y la historia de Iberia se habría parecido más, con toda probabilidad, a la de los Balcanes.
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La derrotada potencia africana se concentró en rehacer su poder económico y militar, afianzándolo en el actual Magreb y extendiéndolo por la Península Ibérica. Con ese objeto, el general Amílcar Barca fundó la "Ciudad Nueva", actual Cartagena, en 227, planteada con grandes ambiciones como base de su expansión por Hispania y para empresas más vastas. El intento de someter los pueblos de Iberia no resultaría fácil a los púnicos, y los dos jefes de la familia Barca, Amílcar y Asdrúbal, lo pagarían con la vida.
Aníbal, hijo de Amílcar, resuelto a controlar la península, llevó sus campañas por el interior hasta la actual Zamora. Jefe excepcional por sus dotes y amplia visión, muy estimado por sus tropas, buscaba el desquite con Roma llevando la guerra hasta el final, en la misma Italia. La primera etapa de su designio consistió en organizar, adiestrar, armar y pagar un ejército, tarea difícil y de gran envergadura, y asegurar la Península Ibérica como fuente de pertrechos, minerales, entre ellos oro y plata, y soldados de excelente reputación. Hacia el año 220 a. C. casi dos tercios de la península se hallaban más o menos bajo dominio cartaginés, desigualmente afianzado.
La ofensiva contra Roma comenzó en 219 con el ataque a Sagunto, próspera ciudad comercial ibérica helenizada. Formaba parte del área de influencia cartaginesa, extendida hasta el Ebro por los acuerdos de la anterior guerra púnica, y por ello atacarla no debía de suponer un conflicto con Roma. Pero los saguntinos habían entrado por su cuenta en alianza con los romanos, y Aníbal sabía que al atacarles atacaba a su verdadero enemigo. Habría luego fuerte polémica justificativa sobre quiénes habían infringido los pactos: parece claro que lo hicieron los cartagineses, pero los romanos los habían roto antes al adueñarse de Córcega y Cerdeña.
Esperaba el cartaginés que Sagunto cayera sin excesiva dificultad, pero encontró una resistencia enconada y agresiva, en la que el propio Aníbal recibió heridas graves. Los sitiados esperaron refuerzos de Roma, pero, al no llegar estos, se vieron poco a poco acorralados. Aníbal, furioso, ofrecía a sus soldados la ciudad como botín, y a quienes se rindieran, condiciones apenas mejores que la esclavitud. Ante ello, un número de saguntinos optó por hacer una gran pira y arrojar a ella sus riquezas y a sí mismos, y otros se lanzaron a morir combatiendo a la desesperada. El heroísmo y el trágico fin de la ciudad conmocionó a toda la península.
Así comenzó la segunda guerra púnica. Embajadores romanos trataron de atraerse a las tribus ibéricas más o menos sometidas o aliadas a Cartago, pero recibieron una fría respuesta: "Id a buscar aliados donde no se conozca el desastre de Sagunto; para los pueblos de Hispania, las ruinas de Sagunto serán un ejemplo tan siniestro como señalado para que nadie confíe en la lealtad o la alianza romana".
Puesto que el mar estaba dominado por la escuadra enemiga, Aníbal, avanzó por tierra hacia Italia con un ejército de unos cien mil cartagineses, númidas, hispanos y galos. Cruzó los Pirineos, el sureste de la Galia y los Alpes en una de las marchas más célebres de la historia, y penosa en extremo, pues perdió, se dice, la mitad de sus tropas. Pero, ya en Italia, se atrajo a pueblos celtas y venció a los romanos en Tesino (218), Trebia (finales de 218) y Trasimeno (217). Roma sufrió dolorosas pérdidas, pero no desmayó. Con esfuerzo ímprobo reclutó otro gran ejército, estimado en 90.000 soldados, contra los 50.000 mal abastecidos de Aníbal.
La proporción de fuerzas y la eficacia combativa de las legiones romanas debían de abocar a los cartagineses a la catástrofe final. Pero, trabado el combate en Cannas en agosto de 216, la magistral táctica de Aníbal consiguió envolver a sus enemigos y aplastarlos, en una de las batallas de un solo día más sangrientas de la historia: murieron 70.000 romanos, según Polibio, y 6.000 púnicos.
El sorprendente desenlace pudo haber sellado el destino de Roma. La ciudad disponía de recias murallas, pero no del ejército capaz de defenderlas. Cuando llegaron allí las noticias, "jamás fue tan acusado el pánico y la confusión", dice Livio; las mujeres llenaban las calles de clamores por sus muertos, corrían mil rumores, y para aplacar a los dioses se realizaron sacrificios humanos, una práctica ya desusada en la tradición latina (en Cartago persistía la costumbre de arrojar niños al fuego en honor de su dios principal, Baal-Hammon). No obstante, el Senado conservó la calma y, dándose cuenta de que todo dependía de las decisiones de Aníbal, aplacó los tumultos, obligó a cada cual a permanecer en su casa y trató de informarse, por medio de espías y de los supervivientes. Las noticias le tranquilizaron, pues le permitían ganar tiempo: "El cartaginés está asentado en Cannas traficando con el precio de los prisioneros y del resto del botín, sin la moral del vencedor ni el comportamiento de un gran general".
Y así era. En el momento decisivo, Aníbal, tan audaz hasta aquel momento, había vacilado: sus hombres estaban agotados, no había recibido refuerzos debido a las intrigas de sus rivales en el Senado cartaginés, y las murallas de Roma le imponían respeto. Maharbal, jefe de la caballería, más lúcido, le propuso avanzar al instante sobre la urbe latina, "para que antes se enteren de que hemos llegado que de que vamos a llegar". Ante las dudas de su general, dictó la célebre sentencia: "Los dioses no conceden todos sus dones a una misma persona: sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria". El caudillo púnico llevó su indecisión hasta dirigir frases conciliatorias a su mortal enemiga, a la que intentaría asaltar años más tarde, ya en condiciones mucho peores y en vano.
La batalla de Cannas resultó, así, la decisiva de aquella guerra: pudo haber causado la aniquilación de Roma y en cambio no impidió su supervivencia y recuperación, que Cartago iba a pagar muy caro. Para ello hizo falta la energía y voluntad unánime del Senado romano, de talante muy distinto del cartaginés. Así, la ciudad latina concentró sus últimas fuerzas en levantar un nuevo ejército, recurriendo para ello a los supervivientes de Cannas, a soldados muy jóvenes y a esclavos a quienes prometió la libertad, y desplegó una activa diplomacia para retener a sus vacilantes aliados.
Aníbal se retiró al sur de Italia y adoptó una estrategia de largo plazo: trató de cortar el abastecimiento de su enemiga, devastar sus tierras y privarla de aliados por la diplomacia o la fuerza. Apuesta peligrosa, debido a su propia dependencia de suministros lejanos y al sabotaje de sus adversarios en Cartago, donde su rival Hannón respondía con una envenenada argucia a sus peticiones de auxilio: "Si Aníbal es vencedor, no los necesita; si es vencido, no los merece". Desde el asedio de Sagunto hasta Cannas, habían pasado tres años cuajados de victorias, pero ahora la contienda iba a volverse lenta y pesada frente a un enemigo que a su vez buscaba tenazmente aislarlo. En difícil situación los dos bandos, se agotaban en una pugna interminable.
Consciente del valor de Iberia como base cartaginesa, Roma había enviado allí en 218 a los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión, con importantes fuerzas. Estos habían infligido reveses a los púnicos, pero en 211, a los ocho años de comenzadas las hostilidades y a los cinco de Cannas, fueron vencidos y muertos por Asdrúbal, hermano de Aníbal. En ese punto entraría en escena un joven general de la talla de Aníbal, Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los derrotados en Hispania, adonde acudió para enderezar el curso bélico. Pues allí, más que en Italia, iba a dirimirse la magna contienda.
Escipión desembarcó en Tarragona y dedicó los meses siguientes a elevar la moral de sus tropas y reorganizarlas, y a informarse minuciosamente sobre las posiciones e intenciones de sus enemigos. Averiguó que estos tenían en Hispania tres ejércitos muy separados territorialmente, aunque susceptibles de concentrar sus fuerzas en poco tiempo; y que sus jefes rivalizaban entre sí y disgustaban a los pueblos hispanos con sus exigencias. Entonces concibió el osado plan de tomar la lejana Cartago Nova, principal base enemiga, arsenal, almacén del tesoro y centro de navegación con la metrópoli púnica. La plaza estaba bien amurallada pero mal guarnecida, pues nadie imaginaba una empresa tan audaz. A marchas forzadas, Escipión llegó a la ciudad y la tomó con ardides ingeniosos antes de que los ejércitos enemigos pudieran ayudarla. Al mismo tiempo se atrajo a varios pueblos celtíberos, entre ellos a la populosa tribu ilergete mandada por los caudillos Indíbil y Mandonio, antes aliados de Cartago.
La caída de Cartago Nova, en 209, dio un vuelco a la situación en Hispania, pero los tres ejércitos cartagineses seguían incólumes. Al año siguiente Escipión marchó sobre la Bética para atacar a Asdrúbal con rapidez que impidiese a los otros generales púnicos reunirse con él; lo desbarató en Bécula en la primavera del 208 y se adueñó de gran parte del sur peninsular. Aun así no pudo impedir la huida de Asdrúbal, quien, con el grueso de sus tropas, subió hacia las actuales Navarra y Guipúzcoa, donde reclutó a numerosos vascones, y siguió a Italia por el sur de las Galias. La reunión de sus refuerzos con Aníbal habría exacerbado de nuevo el peligro para los romanos. Pero estos le salieron al paso y lo vencieron ya en Italia, junto al río Metauro. Su cabeza cortada fue arrojada al campamento de su hermano Aníbal, para desmoralizarle.
Continuaban en Hispania dos ejércitos cartagineses reforzados desde África, pero Escipión los aniquiló el año 206, esta vez en Ilipa, quizá cerca de la actual Carmona: Aníbal y Cartago perdieron su base hispana, cuya parte mediterránea, más algunas tierras celtíberas, quedó bajo control latino. Escipión fundó Tarragona como ciudad, y también Itálica, cerca de la actual Sevilla, que pobló con veteranos de las legiones.
Faltaba el golpe de gracia al imperio cartaginés. Escipión pudo haberlo intentado en Italia, pero prefirió hacerlo en la misma África, por lo que desembarcó osadamente cerca de Cartago. Con ello obligaba a Aníbal a volver a África, librando a Roma de su amenaza, aunque se arriesgaba a sufrir él mismo una derrota fatal. Por fin venció también al gran cartaginés el año 202, en Zama, y se ganó el apodo de el Africano.
Terminaba así, tras diecisiete años de empeñadísima pugna, la Segunda Guerra Púnica; "tuvo tantas alternativas y su resultado fue tan incierto, que corrieron mayor peligro los que vencieron", señala Tito Livio. Roma quedaba dueña del Mediterráneo occidental y, continuando su impulso, proyectó enseguida su poderío sobre el Mediterráneo oriental, imponiéndose a Macedonia y a Siria. En esta última campaña, el Africano volvería a desempeñar un papel clave.
Para Tito Livio, esta guerra fue "la más memorable de cuantas se llevaron jamás a cabo"; y no exageraba: veintiséis años después de haber estado a punto de perecer en Cannas, la ciudad del Lacio ostentaba la hegemonía en todo el Mediterráneo, cuyas orillas llegaría a dominar por completo, situación política y estratégica nunca antes conocida y que jamás se repetiría. Pero la proyección de esa guerra alcanza mucho más de lo que pudieron imaginar Livio o sus contemporáneos. Si el gran designio de Aníbal hubiera tenido éxito –y muy cerca estuvo–, el Imperio Romano –con todo lo que supuso para la historia de Occidente– no habría llegado a existir. Muy distinta habría sido la evolución cultural y política europea, y quizá Europa no habría llegado a conformarse, muchos siglos después, como centro o eje de la evolución mundial.
En lo que nos atañe, la segunda mitad del siglo III antes de Cristo no es una época más en la historia. En cierto modo nació entonces la civilización comúnmente llamada occidental, y su acta de nacimiento fue precisamente aquella guerra.
La derrota de Cartago orientó la historia posterior de Hispania. Si ha habido alguna guerra decisiva, una auténtica guerra del destino, para España y para Europa, ha sido esa, cuyos efectos llegan con plena fuerza hasta hoy. Sin ella Hispania habría entrado en la órbita afro-oriental, no tendría la cultura que tiene ni el idioma que habla, el cristianismo habría sido erradicado por la posterior invasión musulmana, como en el norte de África, y no habrían sido posibles procesos como la Reconquista. España, propiamente hablando, no habría llegado a existir, y la historia de Iberia se habría parecido más, con toda probabilidad, a la de los Balcanes.
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