La malquerencia de Marx y su padrino viene del fracaso de la revuelta. Los campesinos perdieron, como era previsible, la guerra contra los señores, y media teoría de la guerra de clases se les iba al traste si reparaban en ello. Para los dos rentistas prusianos, esta guerra era la irrefutable prueba de que la revolución llegaría de la mano de los obreros fabriles, y no de los pequeños propietarios rurales o de los jornaleros, de naturaleza conservadora, cuando no abiertamente contrarrevolucionaria. Sus cogitaciones al respecto las dejó por escrito Engels en un bodrio que lleva por título La guerra campesina en Alemania y que, como todo lo de estos dos, está disponible en español desde hace muchos años.
El problema de Engels es que no se informó sobre la guerra en cuestión, o se informó pero no se enteró absolutamente de nada, que es lo más probable. El magnate industrial, a fuer de padre del comunismo, quiso ver una revolución proletaria donde sólo hubo una revuelta –muy violenta, eso sí– de campesinos hasta el gorro de pagar impuestos, gabelas y servicios sin cuento a los políticos de la época, que no eran otros que los aristócratas locales.
La Alemania del siglo XVI era un país muy fragmentado. Había cientos de principados, ducados, condados, señoríos y margraviatos. Algunos eran tan pequeños que se salía de ellos sin apenas darse cuenta. En aquella época, para ir de Fráncfort a Zúrich (distantes unos 400 kilómetros) había que atravesar el señorío de Falkenstein, los condados de Erbach, Löwenstein, Württemberg, Zollern, Hohenberg y Fürstenberg, los landgraviatos de Hesse y Nellenburg, los obispados de Speyer y Constanza, las ciudades libres de Heilbronn, Reutlingen, Esslingen y Rottweil y los amplios dominios del elector del Palatinado y del propio emperador, que a su vez era rey de Austria.
Cada uno de los mandarines tenía corte, ejército y muchas bocas que alimentar. Para compartir gastos, especialmente defensivos, se formaban ligas principescas. Se reunían en dietas para no agredirse mutuamente y poner algunas cosas en común, como, por ejemplo, cuánto cobrar al siguiente Habsburgo que quisiese ser nombrado emperador.
La guerra de los campesinos estalló en 1524 contra una de estas ligas, la de Suabia, formada por los señores del llamado Schwäbischer Reichskreis (Círculo Imperial Suabo), una región estratégicamente situada en el cruce de caminos entre Renania y los Alpes y la llanura danubiana y Francia.
Suabia no era una región de jornaleros, sino de pequeños propietarios que, por costumbre, dividían sus parcelas entre sus hijos. Tenían, además, que trabajar de tanto en tanto gratuitamente para el señor que les tocase por cercanía en lo que se conocía como servicio. Esto produjo que, con los años, las propiedades fueran menguando. Aunque la tierra del lugar es fértil, bien regada y propensa a las buenas cosechas (especialmente en la Baja Edad Media, cuando el clima se calentó y hasta se pudo cultivar vino), la atomización de las parcelas, los continuos servicios y una fiscalidad asfixiante llevaron a los campesinos a una situación límite.
La chispa prendió en la zona del lago de Constanza, donde hoy confluyen Alemania, Austria y Suiza. Espoleados por la necesidad, se fueron formando bandas de campesinos que exigían a los señores rebajas fiscales y reformas legales que aliviasen su situación. Para reconducir el asunto por la vía reglamentaria, sin tener que verse obligados a meter fuego a un castillo, cada una de las bandas eligió representantes, que viajaron hasta la ciudad libre de Memmingen para reunirse y redactar un memorándum con todas sus exigencias.
En la primavera de 1525 ultimaron el documento, que dieron en llamar Los doce puntos de Memmingen. Aunque la mayoría eran analfabetos, contaban con muchos burgueses instruidos que simpatizaban con ellos, y hasta con miembros de la baja nobleza, que se apuntaron al movimiento de los rústicos por si les caía algo. Los doce puntos fueron redactados por el abogado Wendel Hipler, pronto conocido como "el canciller de los campesinos". No tenían nada de revolucionarios. Pedían que se respetasen los servicios pactados con los señores, que se rebajasen algunos impuestos y se suprimiesen otros y que se fijasen adecuadamente los derechos de propiedad de los bosques.
Por descontado, los señores no estaban dispuestos a pasar por esas y estalló la guerra, que duró unos tres meses. El ejército campesino, compuesto por cerca de 200.000 hombres de todo el sur del Imperio, se enfrentó a las huestes bien pagadas y entrenadas de los príncipes en unas cuantas batallas a campo abierto. En todas fue derrotado estrepitosamente. Aproximadamente la mitad de los campesinos en armas y todos sus cabecillas perecieron en la revuelta. El resto se replegó a toda prisa y volvió a sus quehaceres tratando de pasar desapercibido.
Martín Lutero, que acababa de colgar sus 95 tesis en una iglesia de Sajonia, apoyó primero a los sublevados, pero se desdijo cuando vio que estos se enfrentaban abiertamente a los nobles. Lutero necesitaba a la nobleza para que su Reforma llegase a buen puerto. El emperador Carlos V había apoyado a la Liga de Suabia en su empeño de detener la revuelta, y respiró tranquilo cuando supo que había sido sofocada; aunque no por mucho tiempo: pocos años después estallaron en Alemania las guerras de religión, que durarían más de un siglo y que dejaron esta algarada campesina en un inocente juego de niños.
Para entonces, la Bauernkrieg era ya un lejano recuerdo de otra época. Dormitó en la conciencia alemana durante siglos, hasta que los escritores románticos y los padres del socialismo la revivieron. Los unos para escribir novelas, los otros para apuntalar sus tesis prefabricadas y señalar en ellas al pequeño propietario, al kulak, como el primer enemigo de una revolución que, sí o sí, tendría que venir de la fábrica.