Luego la cosa se aceleró. Hubo huelgas generales en 1976, 1978, 1985, 1988, 1994 y 2002; y hasta una microhuelga de dos horas cuando lo de la guerra de Irak. Esta afición reciente por el fenómeno se corresponde con la consagración en el altar de la patria de los dos sindicatos hegemónicos: la ugeté y los de ce-ce-o-o, si se me permite parafrasear a Alfredo Urdaci. Como estas dos organizaciones son, en la práctica, una agencia estatal como cualquier otra, tienen que justificar su existencia de una u otra manera; de ahí que enreden tanto y sirvan para tan poco.
De todas las huelgas, digamos, contemporáneas, la única que de verdad paralizó España fue la del 14 de diciembre de 1988. Para entonces Felipe González llevaba seis años gobernando cómodamente, con unas mayorías absolutas que quitaban el hipo y que, por fortuna, no se han vuelto a ver por estos lares. FG, que había llegado al poder luciendo patillas, trencas setenteras y chaquetas de pana, acabó por darse cuenta de que lo de mandar era una cosa bien distinta a inflamar al personal en un mitin para sindicalistas de bocata y pegatina en la pechera.
Obligado por aquello de la convergencia europea y por las cifras de paro juvenil más aterradoras del mundo civilizado, el sevillano propuso un plan de empleo para los más jóvenes con unos contratos especiales sin los blindajes y privilegios de los normales, o sea, los heredados del franquismo. Pero los sindicatos, entonces dirigidos por el veterano Nicolás Redondo y un jovencísimo Antonio Gutiérrez –hoy diputado del PSOE–, pusieron el grito en el cielo y convocaron una huelga general.
No era la primera que vivía el felipismo. Tres años antes, Comisiones había llamado –en solitario– al paro total por una reforma en el recálculo de las pensiones –de dos a ocho años–, pero fue una huelga que pasó sin pena ni gloria. Ahora bien, no fue inútil: las dos grandes centrales sindicales aprendieron que sólo podrían tener éxito (y legitimación) yendo de la mano. Aun así, que Comisiones, comunista, se entendiese con UGT, socialista, en un tiempo en que los dos grandes partidos de la izquierda se llevaban a matar, era algo realmente complicado.
Sin embargo, sucedió el milagro. Nicolás Redondo, harto de los incumplimientos, la chulería y la poca sensibilidad social del Gabinete González, renunció a su acta de diputado. A diferencia de Cándido Méndez, un apparatchik de tomo y lomo, Redondo era un peso pesado del socialismo español. Felipe le debía hasta el puesto de líder absoluto del PSOE, que había obtenido gracias a la generosidad del sindicalista en el congreso semifundacional y semiclandestino de Suresnes, catorce años antes.
Los sindicatos querían ir a la huelga. En octubre abandonaron la mesa de negociación con el Gobierno y se lanzaron a lo que iba a ser una ocasión histórica, digna de los mejores tiempos del sindicalismo de clase. La fecha elegida fue el 14 de diciembre, miércoles. El lema escogido, "Juntos podemos", reflejaba el estado de buena ventura en que se encontraban las relaciones entre las dos centrales. Y, la verdad, juntos pudieron.
Los sindicatos buscaron desde el primer momento dar una serie de golpes psicológicos que la sociedad española, ya plenamente integrada en la era de la televisión, percibiese como potentísimos. Su primer objetivo fue parar el transporte público de las grandes capitales, para que los que quisiesen trabajar al día siguiente no pudieran hacerlo. Antes de las doce, nutridos grupos de piquetes se apostaron a la entrada de las cocheras de los transportes públicos. Semejante presión humana, unida a cierta propensión a la violencia inherente a todo buen piquetero, obraría el milagro de paralizar el país.
Pero el tiro de gracia no llegó de las cocheras, sino de Torrespaña. El comité de empresa de RTVE, muy radicalizado entonces como ahora, se reunió de urgencia con varios compinches, y cuando el preciso reloj de continuidad marcó las 0:00:00 cortaron la emisión. Primero se cayó el audio, luego el vídeo. En ese momento se emitía la tercera edición del Telediario, concretamente una pieza sobre los servicios mínimos. Por primera vez desde su nacimiento, en 1956, la tele dejaba de emitir. Torrespaña lanzó a los repetidores de todo el país una desangelada carta de ajuste acompañada de un desagradable tono agudo que sólo invitaba a apagar el televisor.
A las doce y un minuto de la noche, la huelga había triunfado. Lo había hecho, paradójicamente, gracias a la caja tonta, que además era única, de tubo y (muy) socialista. El 14, España amaneció parada. Sin televisión, sin Corte Inglés, sin quioscos, sin la furgoneta de Bimbo de lechería en lechería, sin tapón en la M-30, sin metro ni cercanías, ni autobuses rojos echando humo. Nuestro país dejó, por un día, de serlo.
Unos ocho millones de personas secundaron, de grado o por la fuerza, la convocatoria de huelga. El éxito fue tan sonado, que ni los propios convocantes se lo terminaron de creer. Felipe, abatido en la Moncloa, recibió una pequeña dosis de la medicina que él mismo había aplicado al Gobierno de Suárez y metió en el cajón el plan de empleo juvenil que había prendido la llama de la huelga. Un año más tarde hubo elecciones. Los socialistas consiguieron su tercera mayoría absoluta consecutiva; en realidad, se quedaron a un escaño, pero Herri Batasuna, que había obtenido cuatro, se ausentó del hemiciclo durante toda la legislatura.
Para evitar nuevas machadas sindicales, González disparó el gasto público, agasajó a los sindicatos y evitó provocarles lo más mínimo. La ilusión duró hasta el estallido de la crisis del 92, momento en que se acabaron el dinero y las prebendas. Ese mismo año hubo otra huelga general, pero de media jornada. Dos años más tarde, con la crisis en su punto cimero, llegó la tercera. Ninguna de las dos tuvo, ni de lejos, el éxito de la del 88. Los sindicatos, abotargados en su autocomplacencia, habían perdido credibilidad y a duras penas conseguían movilizar a sus militantes. En esas siguen.
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