El plan no le salió del todo mal. Partiendo de la colonia original argelina, en unos pocos años se hizo con el control de la práctica totalidad del Sáhara, de buena parte del centro del continente y de la isla de Madagascar, de propina.
Ni los franceses ni nadie quería el desierto. Era improductivo, intransitable, imposible de colonizar. A la costa mediterránea, en cambio, le sobraban los novios. Después de muchos tiras y aflojas, Bismarck, consumado crupier, repartió el botín entre españoles, franceses, italianos e ingleses, dejando la puerta abierta en el Estrecho de Gibaltar para que, si se daban las circunstancias, Alemania se pudiera apropiar de Tánger.
La Argelia francesa vio así extendidos sus límites por Marruecos en el oeste, para disgusto del Gobierno español, y por el antiguo vilayato otomano de Túnez por el este, para disgusto del Gobierno italiano. Fue entonces cuando a París, necesitada de dar a su recién adquirida colonia un nombre, se le ocurrió lo de Tunicia (La Tunisie), que la diferenciaría de la gran colonia de Argelia (L'Algérie), vista por los franceses como la prolongación natural de su país al otro lado del mar.
A Francia no le costó demasiado establecer una próspera colonia en Túnez. Ya por entonces era un lugar muy adelantado, si se lo comparaba con su entorno. Siglos de comercio con Occidente y la presencia constante de italianos y españoles en sus costas tenían que dejarse notar. La banca era un predio francés desde que en 1869 el bey declarase la bancarrota. Algo parecido sucedía con las infraestructuras o el imaginario cultural, ya muy occidentalizado a mediados del XIX.
En consecuencia, el protectorado francés de Túnez apenas se vio en complicaciones en sus 76 años de existencia. La Tunisie se afrancesó a pasos agigantados, adoptando sin fricciones el derecho y otros avances que traían unos colonizadores muy dispuestos, por lo demás, a establecerse en el país. Al empezar la II Guerra Mundial había cerca de 150.000 franceses viviendo en Túnez. Les había atraído la proximidad de la plaza y las excelentes oportunidades de negocio que ofrecía. En Túnez, tierra de marineros y mercaderes de raíces fenicias, todo era más dulce, incluso la religión. En un lugar así, donde reinaba el imperio de la ley, la economía prosperó, de ahí que exhibiera un alto grado de libertad y de civilización.
También tenía sus peros y sus problemas, claro. Francia no toleraba el separatismo ni que se pusiese en duda su soberanía. Pero a partir de 1956, obligada por una guerrilla intermitente bastante molesta, empezó a recoger velas en África. Lo cierto es que ya no se podía permitir aventurillas coloniales. Primero fue Marruecos, luego le tocó el turno a Túnez, del que se acabó apoderando el héroe de la independencia, Habib Bourguiba, que, como casi todos sus contemporáneos, había sido educado en la metrópoli, en cuyas universidades proliferaba ya en los años 20 un ambiente intelectual muy refractario al colonialismo.
Bourguiba había conocido de cerca varias cárceles francesas, pero su rebeldía no era tanto cultural como puramente nacionalista. No renegaba de Occidente sino, en todo caso, de los occidentales que gobernaban su tierra natal. De todos los caudillos tercermundistas que alumbró la posguerra era, probablemente, el más prooccidental y, en pura lógica, el menos bárbaro. Hasta en eso fue afortunado Túnez. Mientras sus vecinos del oeste experimentaban con el socialismo sovietizante de Ben Bella y los del este con el ateísmo islámico de Gadafi, Bourguiba miró a Estados Unidos para asegurarse la perpetuidad en el poder.
Era la vía tunecina al desarrollo, que pronto se granjeó las simpatías de los cancilleres occidentales. Bourguiba se sentía tan seguro del apoyo americano, que en 1961 se vio con fuerzas para desafiar a la propia Francia, dueña de la ciudad de Bizerta, una plaza de soberanía que la metrópoli había conservado tras los acuerdos para la independencia. París acabó rindiendo la pieza tras una crisis con batalla naval incluida. Aquello fue un aperitivo de lo que vendría después, ya en Argelia.
Bourguiba llegó a ser tan popular, que la Asamblea Nacional le nombró presidente vitalicio en 1975. La oposición, simplemente, no existía. El presidente, casado con la francesa Mathilde Lorrain, se había traído de la patria de su esposa todo... menos la democracia, a la que consideraba un lujo propio de europeos, algo totalmente inaplicable en un país como el suyo, habituado a los tiranuelos desde tiempo inmemorial. La democracia tenía, además, un peligro añadido: el pueblo podía equivocarse y elegir a un partido socialista como el argelino o, peor aún, a uno de los que propugnaban el renacer islámico.
Pero no fue la falta de libertad política lo que, en 1987, terminó costándole el puesto, sino un letal combinado de mala gestión económica, amenaza islámica y corrupción. Túnez, que pretendía ser Suiza, no pasaba de una Sicilia depauperada y bulliciosa. Aquel año, trigésimo desde la independencia, su primer ministro, Zine el Abidine ben Alí, le dio un golpe de Estado pacífico, más propio del Al Ándalus medieval que de las embrutecidas dictaduras africanas que se sucedieron tras la descolonización. Compinchado con el médico de palacio, Ben Alí incapacitó –por razones de edad– a Bourguiba y le envió de retiro forzoso a Monastir, donde moriría, casi centenario, trece años después, colmado de honores.
Ben Alí era de otra generación. La independencia le había pillado con 21 años, por lo que pudo dedicarse a la milicia nacional desde su primera juventud. A diferencia de Bourguiba, que tenía ciertas debilidades de tipo intelectual, Ben Alí era práctico y tremendamente ambicioso. Buena parte de su formación militar la había realizado en Estados Unidos, en los años en que Túnez se encontraba en plena luna de miel con los yanquis. No tenía en Francia el referente, sino en el gigantesco y próvido amigo americano, dueño del mundo y deseoso de contar con clientes fieles en los países árabes que no habían sucumbido aún a los cantos de sirena del socialismo moscovita o del no menos socialista panarabismo que se había apoderado de Egipto, Siria e Irak.
Para que no le sucediese lo que a su incapaz predecesor, Ben Ali se concentró en poner freno al peligro islámico y en hacer unas cuantas reformas económicas dirigidas a captar capital extranjero. Fue entonces cuando Túnez se convirtió en el paraíso turístico que es hoy en día. El resto lo dejó como estaba, y no puede decirse que le fuera mal en sus 23 años de magistratura. Túnez ha crecido más que ningún otro país, no ya del Magreb, sino de la misma África. Produce aproximadamente lo mismo que Bulgaria y disfruta de un PIB parecido al de Sudáfrica, muy superior al de Marruecos, al que dobla en ingresos per cápita.
Con una historia reciente tranquila, dominada por la estabilidad y el buen tino, ¿por qué se han producido los motines populares del último mes, que han acabado con la presidencia de Ben Ali y sumido el país en el caos? Probablemente porque los deseos de libertad política van siempre precedidos de cierto desahogo económico. Túnez es junto a Turquía el único país musulmán que tiene algo parecido a las clases medias que constituyen la columna vertebral de los países occidentales.
Esa clase media, educada en la universidad y con las necesidades básicas cubiertas, no se conforma con tener la comida en la mesa; pide más, es más exigente con los poderosos y no está dispuesta a tolerar ciertos abusos. Lo vimos en España, donde se pasó de la dictadura a la democracia sin mucho esfuerzo y, afortunadamente, sin más víctimas mortales que las ocasionadas por el terrorismo extremista. Túnez no es del todo como España, pero la incipiente clase media tunecina sí tiene las mismas aspiraciones que la española. Ahora sólo queda despejar la incógnita de si será posible un país totalmente europeizado en el corazón del norte de África.
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