El hecho mismo de la división de Alemania es a veces visto no tanto como la consecuencia del fracaso de la política de colaboración entre las tres grandes potencias que ganaron la Segunda Guerra Mundial como el inicio del conflicto posterior, la manzana de la discordia por cuya posesión acabaron enfrentándose los otrora aliados; como si la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre Alemania fuera la causa principal de que la URSS y los Estados Unidos libraran cuarenta años de Guerra Fría. Tan es así, que fue la caída del Muro de Berlín y la reunificación alemana lo que selló el final del conflicto y la derrota de la Unión Soviética. De forma que, de una manera simplista, podría decirse que la Guerra Fría empezó con la división de Alemania y acabó con su reunificación.
Es una visión algo miope, pero no tan alejada de la verdad como pudiera parecérselo a alguien de fuera del continente europeo, sobre todo si pertenece a alguno de los países que en Oriente Medio, África o Asia padecieron guerras bien calientes –con decenas o centenares de miles de muertos– que fueron de un modo u otro consecuencia de la Guerra Fría. Veamos, pues, el modo de fijar la verdadera importancia de Alemania en el inicio del conflicto.
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En la URSS de los años treinta se daba por hecho el futuro enfrentamiento bélico entre la URSS y las potencias capitalistas. La ascensión del nazismo en Alemania ofreció a los estrategas soviéticos la oportunidad de dividir el campo de lo que ellos llamaban "potencias capitalistas". El plan consistió en aliarse primero con las democracias occidentales para derrotar a una Alemania de la que se sentían antagonistas y, una vez vencida la que habría sido una aliada fenomenal del bando capitalista, enfrentarse a Gran Bretaña y a Francia, ya muy debilitadas por esa guerra. El plan no salió porque ambas potencias, sin llegar a tenerse por amigas de Hitler, no quisieron ser aliadas de la URSS para enfrentarse a Alemania y prefirieron tratar de apaciguar al Führer permitiéndole la anexión de Austria y de los Sudetes checos antes que enfrentarse a él, por mucho que los soviéticos estuvieran dispuestos a echar una mano.
En 1938, en Múnich, los rusos vieron cómo su política de seguridad colectiva –eufemismo tras el que se escondía una alianza con Francia y Gran Bretaña contra Alemania– fracasaba. En vista de ello, y dado que Stalin no podía permitirse el lujo de dar lugar a una alianza antisoviética de las tres grandes potencias capitalistas europeas, decidió pactar con el monstruo nazi y obtener de él cuanto territorio estuviera dispuesto a entregarle. Fue en agosto de 1939 cuando Ribbentrop y Molotov firmaron el pacto nazi-soviético que dejó estupefacta a la Europa antifascista.
Tras garantizarse la benevolencia soviética, en septiembre Alemania invadió Polonia, y Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a aquélla. Finalmente, Stalin veía su sueño cumplido, las potencias capitalistas destrozándose las unas a las otras. Él hubiera preferido estar del lado de las burguesas y asegurarse la derrota de Alemania, la más peligrosa de las tres, pero le tocó estar de su lado. La ventaja de esa no del todo deseada situación era que los nazis no le exigían combatir y se conformaban con su neutralidad. Sabía que, cuando Alemania derrotara a Francia y a Gran Bretaña, la guerra con los alemanes sería inevitable. Mientras tanto, aprovecharía el tiempo para rearmarse y ver cómo la guerra debilitaba a sus futuros enemigos.
Pero ocurrieron dos cosas que Stalin no había previsto: Francia sólo fue capaz de resistir unas semanas, con lo que las fuerzas germanas apenas se vieron mermadas, y Hitler decidió atacar Rusia antes de derrotar a Gran Bretaña. Inevitablemente, ello condujo a una alianza de conveniencia entre ingleses y rusos, dando lugar a que naciera, gracias a la carambola descrita, la alianza antinazi que Stalin había perseguido sin éxito durante los años treinta; alianza a la que, luego del ataque japonés a Pearl Harbor (1941), se sumaron los Estados Unidos.
Naturalmente, esto no cambió la visión del zar rojo. Vencida Alemania, la guerra con Gran Bretaña y Estados Unidos sería, a su juicio, inevitable. Y tenía opciones de salir victorioso de ella porque Occidente no podría contar con una de sus grandes potencias: Alemania, precisamente.
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Esta larga introducción es necesaria para comprender los planes de Stalin con respecto a Alemania. El principal objetivo era impedir que ésta –una vez asegurada su derrota definitiva tras la Batalla de Kursk (1943)– resurgiera como potencia capitalista susceptible de aliarse a los futuros enemigos que serían Gran Bretaña y Estados Unidos. La mejor manera de conseguirlo era que Alemania se convirtiera en un gran país comunista y, por lo tanto, en un valioso aliado de la URSS para cuando estallara el enfrentamiento con las potencias capitalistas occidentales.
Ésta era, lógicamente, la solución preferida de Stalin. Por eso, desde el mismo momento en que los Tres Grandes empezaron a hacer planes para la posguerra (ya se pactó algo en diciembre de 1943 en Teherán), los soviéticos insistieron en que una cosa era acordar unas zonas de ocupación para la inmediata posguerra y otra, muy distinta, proceder a la desmembración de Alemania.
En Teherán, americanos y británicos eran favorables a conservar la integridad de Alemania, pero pensaban más bien en una nación desmilitarizada y neutral que no representara una amenaza y que se integrara en la economía mundial. Poco después Henry Morgenthau, del Departamento del Tesoro norteamericano, propuso un plan que abogaba por convertir Alemania en un país totalmente desindustrializado y dedicado exclusivamente a la agricultura. El plan resultaba atractivo porque respetaba la integridad territorial del país a la vez que garantizaba su permanente incapacidad para desencadenar un nuevo conflicto. Sin embargo, tenía el inconveniente de no dar solución al problema de alimentar a más de sesenta millones de alemanes. Este inconveniente de naturaleza humanitaria, y la consideración de que una pujante Alemania era necesaria para la recuperación económica de Europa, acabó por tumbar el plan.
Cuando terminó la guerra, Stalin llevó a cabo una política que prácticamente imposibilitaba el nacimiento de una Alemania comunista atenta a los intereses globales de la URSS. Su primer error fue correr la frontera germana hasta la línea Oder-Neisse, para que los polacos, beneficiarios de tal decisión, aceptaran definitivamente que la URSS se quedara con aquellos de sus territorios que había invadido en 1939. A partir de ese momento, los soviéticos ya no ocuparían el 40% de Alemania, sino sólo el 16.
Con todo, este error hubiera podido ser superado si Stalin no hubiera cometido un segundo, mucho más grave: permitir que sus tropas esquilmaran el territorio alemán que ocupaban a cuenta de las reparaciones que creían se les debían y sin contar con sus aliados occidentales.
La cuestión de las reparaciones fue el asunto más grave de los que enfrentaron a los aliados en relación con Alemania. En Yalta (febrero de 1945) habían pactado que los alemanes pagaran la astronómica suma de 20.000 millones de dólares, de los que 10.000 irían a parar a la URSS. Cuando, ya producida la rendición de Alemania e iniciada la ocupación, los aliados empezaron a discutir los principios en que habría de basarse la política de reparaciones, el Ejército Rojo, antes de que se llegara a acuerdo alguno, comenzó a cobrarse por su cuenta lo que a su país se le debía trasladando hasta la propia Rusia todo lo que de valor encontró en su zona de ocupación, ya fuera un piano de cola, maquinaria pesada o instalaciones industriales.
Británicos y norteamericanos estaban de acuerdo en que, siendo como era de justicia que Alemania reparara el daño causado, no debía caerse en el error de los años veinte: plantear unas exigencias que impidieran la recuperación económica de Alemania, lo que a su vez lastraría la de Europa y la del mundo entero. Para Washington, el asunto era todavía más peliagudo, pues durante los años veinte Alemania había logrado atender a sus obligaciones gracias a los préstamos norteamericanos. Al acceder los nazis al poder, Berlín se negó a devolver lo prestado, con lo que quienes realmente pagaron la exorbitante deuda alemana fueron los Estados Unidos. Es natural, pues, que no quisieran que volviera a pasar lo mismo.
Tras haber perdido más de la mitad de su zona de ocupación, los rusos se percataron de que el trozo de Alemania que les había quedado era incapaz de producir lo necesario para satisfacer su demanda de reparaciones. Pidieron entonces participar de los beneficios económicos de las zonas occidentales. Y sus exigencias no cayeron en saco roto.
Los británicos ocupaban la zona más rica, pero como precisaban de más alimentos se mostraron dispuestos a recibirlos del Este a cambio de bienes manufacturados, así como a entregar parte de éstos a fondo perdido a cuenta de las reparaciones que irían a parar a los soviéticos. Los norteamericanos querían conservar el clima de colaboración con estos últimos, así que vieron con buenos ojos el entregarles parte de la producción de su zona. Sin embargo, el secretario de Estado de Truman, James F. Byrnes, se dio cuenta de que nada colmaría la sed de los rusos: por mucho que británicos y norteamericanos se esforzaran en llegar a acuerdos para que las cuatro zonas (recuerden que también a Francia se le concedió una) fueran tratadas como una sola área económica, la gente de Stalin jamás les permitirían meter baza en nada de lo que se produjera en el Este. Así que se decantó por dar –en Potsdam– a los rusos lo que ya tenían: el derecho a hacer lo que quisieran en su área, a cambio de algo que ingleses y norteamericanos todavía no hacían: administrar libremente sus zonas de ocupación.
Esta oferta, que Moscú aceptó, sentenció el destino de Alemania, haciendo inevitable la división. Al esquilmar su zona de ocupación y reclamar una y otra vez pagos que sus socios tarde o temprano se negarían a satisfacer, Stalin renunció a una Alemania unida y, con ello, a la posibilidad de una Alemania comunista. A cambio garantizó la división del país y, con ello, la imposibilidad de que resurgiera como potencial gran aliada de Londres y Washington.
Con todo, Stalin no renunció de un modo definitivo a una Alemania unida bajo el comunismo, y durante 1945 y 1946 intentó, permitiendo el funcionamiento de partidos en su zona, atraer a los Alemanes occidentales a la idea de una Alemania unida bajo el régimen recién creado en el Este, aparentemente democrático. Los pésimos resultados cosechados por el partido comunista le obligaron a absorber a los socialdemócratas y a perseguir a democristianos y liberales, de manera que lo que estaba destinado a atraer a los alemanes de las zonas francesa, británica y estadounidense acabó por convencer a éstos de que cualquier cosa era mejor que estar bajo la protección de los rusos. Hacia 1947 no había alemán occidental que no prefiriera la división antes que integrarse en el Este.
Viendo que la zona oriental se iba configurando como un Estado y que los norteamericanos no veían la hora de abandonar Europa, los británicos impulsaron la unión de las tres zonas occidentales. Primero se creó la Bizonia, que aunaba los territorios bajo mando británico y norteamericano; los franceses se acabaron sumando, a regañadientes, a cambio de garantías ante una hipotética futura agresión del nuevo Estado alemán.
Stalin hizo un último intento por resistir la división cuando vio que en Occidente se daban los primeros pasos para constituir un nuevo Estado, sobre el que no tendría el menor control: en junio de 1948 ordenó el bloqueo de Berlín occidental, para obligar a las potencias occidentales a dar marcha atrás. Truman respondió con coraje y organizó el puente aéreo que salvó del hambre a los berlineses occidentales. Superada la crisis, ya fue inevitable que la división se consagrara: en el otoño de 1949 nacían, en el Oeste, la República Federal y, en el este, la Democrática.
Muchos historiadores culpan a Occidente de la división de Alemania, pero olvidan que fue Stalin el que planteó la disyuntiva entre una Alemania unida y comunista o una Alemania dividida. Así las cosas, norteamericanos y británicos hicieron bien en elegir la división. Los propios alemanes occidentales, tan inclinados como, lógicamente, estaban por conservar unida su patria, prefirieron esa división temporal antes que caer bajo la bota comunista. Si fuera verdad que Alemania fue la manzana de la discordia que provocó la Guerra Fría, hay que decir que fue el empeño de Stalin en querer comérsela toda, o al menos garantizarse la mitad, lo que provocó la guerra, y no la agresividad de las potencias occidentales. Luego vino Billy Brandt con su Ostpolitik, pero ésa es otra historia.
LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA: Los orígenes de la Guerra Fría (1917-1941) – De Barbarroja a Yalta – Yalta – La Bomba – Polonia, tras el Telón de Acero – Checoslovaquia, en brazos de Stalin – Tito frente a Stalin.