El 55 fue el año en que en el Kremlin se resolvió la lucha por el poder abierta tras la muerte de Stalin (marzo de 1953). Una vez afianzado en el poder Jruschov, los soviéticos emprendieron una serie de iniciativas diplomáticas desconcertantes, difíciles de interpretar. Insólitamente, el Ejército Rojo se retiró de Austria de forma voluntaria y los soviéticos permitieron que el Estado austriaco fuera independiente, a cambio de una neutralidad que a la larga fue más aparente que real. Moscú se reconcilió con Belgrado, para evitar que Yugoslavia gozara de una neutralidad similar a la de Austria, y permitió a Tito cierto margen de maniobra en la esfera soviética. La creación del Pacto de Varsovia parecía querer otorgar a los satélites de Moscú esa misma autonomía. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿La ausencia de liderazgo en el Kremlin estaba royendo el poderío soviético, o se estaba fraguando una nueva forma de sometimiento, más sutil y más eficaz?
En Washington, Eisenhower, que había llegado a la Casa Blanca dos años antes con la promesa de tenérselas tiesas con los comunistas, se vio a partir de 1955 presionado por la opinión pública para que relajara las tensiones. ¿Qué había ocurrido?
Lo que sucedía en 1955 es que los rusos estaban al borde de la paridad atómica. Probaron su primera bomba termonuclear, de un poder destructivo muy superior a la de la tradicional bomba atómica, tan sólo unos meses después de haberlo hecho los norteamericanos, el 12 de agosto de 1953. Y en agosto del 55 demostraron al mundo que habían resuelto el problema de cómo lanzar sus bombas atómicas sobre territorio norteamericano presentando, en una exposición aeronáutica celebrada en Moscú, el bombardero de largo alcance Myasischev M-4. Así que a mediados de 1955 se hizo evidente que una guerra nuclear entre ambos colosos podría muy bien destruir el mundo.
En este ambiente de horror colectivo, el 10 de mayo los soviéticos lanzaron una propuesta en el marco de la desconcertante política exterior emprendida desde primeros de año: la prohibición de todas las armas nucleares. Desde el punto de vista de la opinión pública, la iniciativa resultaba atractiva, desde el momento en que parecía que era la propia existencia de las armas nucleares lo que amenazaba con destruir el mundo. Su prohibición quizá no evitara la guerra, pero sí impediría que la humanidad desapareciera a consecuencia de ellas. Naturalmente, los norteamericanos rechazaron la propuesta, que de haber sido aceptada habría dejado toda Europa Occidental a merced del Ejército Rojo.
En este ambiente, no es de extrañar que finalmente se celebrara una cumbre encaminada a disolver tensiones.
El origen de la cumbre
Desde que muriera Stalin, Churchill, que había vuelto al 10 de Downing Street en octubre de 1951, estaba empeñado en celebrar una cumbre. Las razones del premier eran de una doble índole: la cumbre serviría para devolver la Gran Bretaña al primer plano de las relaciones internacionales, tras seis años de relegación, y para comprobar quién mandaba en el Kremlin y cuál era su actitud ante Occidente. Naturalmente, los franceses estaban encantados de asistir a una reunión en la que se les reconocería el estatuto de grandes, que hasta el momento no habían podido disfrutar. Sin embargo, ni soviéticos ni norteamericanos tenían interés alguno en celebrarla.
Para los rusos el problema era sobre todo doméstico. Una cumbre planteaba el problema de tener que decidir quién llevaría la voz cantante, y nadie de los que luchaban por el poder quería arriesgarse a no ser el elegido. Por otro lado, aunque esto era menos importante, no había acuerdo sobre cuál debía ser la nueva política exterior soviética. Para los norteamericanos el problema era también, de alguna forma, de política interior. La campaña de las presidenciales de 1952 se habían desarrollado con el tema del enfrentamiento con los comunistas. Eisenhower ganó con la promesa de adoptar posiciones más duras. Por eso no le atrajo la idea de llenar las primeras páginas de los periódicos con fotos en los que se le viera saludando sonriente a los líderes soviéticos.
Sin embargo, en 1955 el panorama cambió radicalmente. Una vez que Nikita Jruschov se hizo con todo el poder en el Kremlin, desapareció el problema de quién representaría a la URSS en la cumbre. No sólo eso, sino que el nuevo hombre fuerte en Moscú tenía una idea de cómo debía ser la nueva política exterior soviética completamente distinta a la de Stalin. Jruschov estaba convencido de que la URSS necesitada relajar las tensiones con Occidente para centrarse en dos cuestiones importantes:
– dedicar más recursos al bienestar de la población: Jruschov creía que el comunismo ganaría más demostrando su eficacia en casa que derrotando a los capitalistas en el campo de batalla, victoria que las bombas atómicas habían convertido en opción inaceptable. La eficacia del régimen comunista quedaría en entredicho si se seguía manteniendo a la población en una situación de extrema carestía por la necesidad de destinar el grueso de los recursos a la carrera armamentos;
– afianzar el control soviético sobre el bloque comunista. Esto, creía Jrushov, ya no podía hacerse con los métodos crueles de Stalin. Era necesario aflojar el dogal para que los satélites se encontraran cómodos bajo el manto protector de Moscú. Conseguirlo tendría dos efectos beneficiosos: se evitarían revueltas debilitadoras del poder ruso y se haría más atractivo el régimen comunista a los países del Tercer Mundo que, apenas descolonizados o a punto de serlo, pudieran plantearse adoptarlo. Las revueltas de Polonia y, sobre todo, Hungría en 1956 demostraron que esta política de relajo del dogal era completamente equivocada y debía ser abandonada. Pero en 1955 constituía el núcleo de la política exterior soviética respecto de sus satélites.
Para Washington, en cambio, los beneficios de una cumbre no estaban claros. De hecho, estuvieron negándose a su celebración hasta que se dieron cuenta de que la opinión pública norteamericana había virado debido al horror que en ella provocó la perspectiva, cada vez más real, de un enfrentamiento nuclear con los soviéticos. Fuera del ala radical del partido republicano, todos presionaron para que se fuera abriendo paso una política exterior más dialogante. Eisenhower aventó los nuevos aires y, finalmente, accedió.
Cielos Abiertos
Una vez aceptada la celebración de la cumbre, el problema de Eisenhower fue cómo hacer frente a la propuesta de desnuclearización que los soviéticos habían lanzado en mayo. La propuesta del Kremlin había hecho evidente que la Guerra Fría se combatiría, además de en los terrenos habituales, en el de la propaganda. El enfrentamiento entre los Estados Unidos y la URSS era ideológico, de forma que era esencial demostrar que el propio sistema, la propia manera de entender la vida, era superior. Había que convencer, desde luego, a los habitantes del Tercer Mundo para que sus naciones independientes o a punto de serlo se incorporaran al propio bando. Pero había también que convencer a los ciudadanos que habitaban los territorios del enemigo, para que se rebelaran contra su propio sistema y debilitaran las convicciones ideológicas de aquél. Finalmente, había que mantener el convencimiento entre los propios ciudadanos, a fin de conservar su lealtad.
Con su propuesta de mayo, los soviéticos habían demostrado al mundo que deseaban la paz y ansiaban un mundo feliz, sin armas nucleares, en el que la posibilidad de un holocausto estuviera del todo descartada. Los norteamericanos, rechazándola, quedaron en evidencia. Necesitaban contraatacar, y la cumbre de Ginebra les dio la oportunidad de hacerlo.
Hasta allí llevaron lo que en Washington se llamó la propuesta de los Cielos Abiertos. Según ella, norteamericanos y soviéticos permitirían a sus aviones de reconocimiento surcar libremente los espacios aéreos respectivos para comprobar la situación y circunstancias de las instalaciones militares de unos y otros. Teniendo un amplio conocimiento de las respectivas capacidades militares, sería imposible que uno de los dos pudiera llevar a cabo un ataque nuclear sorpresa que liquidara la capacidad de reacción del otro. El golpe propagandístico fue brutal.
El Kremlin no podía aceptar tal cosa. Al ser los Estados Unidos una sociedad abierta y la soviética una sociedad cerrada, Moscú tenía más y mejor información de las capacidades militares norteamericanas que Washington de las rusas. Empatar en cuanto a información disponible habría sido ceder una ventaja a cambio de nada. Además, los servicios secretos soviéticos estaban más y mejor infiltrados en la estructura militar norteamericana de lo que los estadounidenses lo estaban en la rusa. De esto no podían estar seguros, pero el pavor demostrado por los norteamericanos ante los últimos avances tecnológico-militares soviéticos demostraban que Washington no sabía lo escasos que realmente eran. No tenía sentido, pues, darles la oportunidad de descubrirlo. Pero el rechazo de la propuesta norteamericana sirvió para dejarlos tan en evidencia como quedaron los norteamericanos tres meses antes.
De forma que la cumbre de Ginebra, en su fracaso, dio inicio a una nueva etapa donde los dos bandos lucharían con el arma de la propaganda por presentarse ante la opinión pública mundial como los genuinos defensores de la paz frente a la doblez e hipocresía del contrario. La primera batalla terminó en empate, al no aceptar los norteamericanos la propuesta de desnuclearización que hicieron los soviéticos y rechazar éstos la de Cielos Abiertos de Eisenhower. De lo que no cabe duda es de la falta de sinceridad de ambos. Los rusos sabían que la desnuclearización, de haber sido aceptada, les daría una superioridad determinante, dado su poderío convencional. Y los norteamericanos sabían igualmente que si los soviéticos hubieran aceptado la propuesta de Cielos Abiertos habrían sido ellos los que tendrían esa superioridad, pues su tecnología de reconocimiento era muy superior a la rusa (el U-2 realizó su primer vuelo en agosto de 1955). Fue la primera batalla en el campo de la propaganda, pero no sería la última.
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