Pretendían, los muy ilusos mílites polacos, reorganizarse en los bosques de la Pequeña Polonia, en torno a Bialystok y Lemberg, para emprender desde allí el contraataque. No tuvieron ocasión. Su nación sucumbió miserablemente aplastada entre nazis y soviéticos, representantes preclaros de las dos ideologías más perversas que ha parido la mente humana.
La ofensiva rusa fue acorde al tamaño del invasor. Stalin, que no estaba para sorpresas, envió dos inmensos ejércitos formados por casi un millón de hombres a cobrarse la presa. La conquista fue coser y cantar. Emparedados entre cuatro generales: Bock y Rundstedt por parte alemana y Kovalev y Timoshenko por parte soviética, los polacos se rindieron en los dos frentes. La derrota, bochornosa por absoluta e inesperada, fue solo el anticipo de la humillación que estaba por llegar.
En el oeste, los alemanes crearon el llamado Gobierno General, a cuyo frente situaron a Hans Frank, aristócrata nazi de la primera hora y abogado personal de Hitler. Bajo su mando, las principales ciudades de la ya extinta república polaca se convirtieron en el escenario, frecuentemente improvisado, de las mayores atrocidades de la guerra que acababa de empezar. Los alemanes, con Frank como director de orquesta, aspiraban a incorporar Polonia al Reich. Pero antes había que germanizarla. Los judíos, transformados en pestilentes ratas por la propaganda nazi, debían desaparecer. Los polacos, por su parte, en tanto que raza inferior pero no abominable, habrían de resignarse a servir como esclavos de sus nuevos amos por toda la eternidad.
Los soviéticos no disfrutaban de un plan tan bien definido. De hecho, no disponían siquiera de uno digno de tal nombre. Se conformaban con anexionarse sin más el trocito de Polonia que Hitler había tenido a bien dejarles e implantar su odioso y liberticida régimen en los territorios conquistados, una franja de varios centenares de kilómetros, desde Lituania hasta Rumania, poblada por cerca de 13 millones de personas. Para Moscú, la invasión no había sido tal, pues consideraba que esa región le pertenecía pero le había sido enajenada tras la guerra del 14. Por esa razón, hasta el nombre de Polonia fue borrado de los mapas, y su zona de ocupación se integró en dos repúblicas soviéticas ya existentes: el norte a la de Bielorrusia y el sur a la de Ucrania.
Reorganizado administrativamente el botín, Stalin dio órdenes de sovietizarlo a marchas forzadas. La propiedad privada quedó abolida y los pueblos y aldeas se llenaron de comisarios del pueblo, agentes de la Checa y consejos de soviets teledirigidos desde Moscú. El recetario íntegro del comunismo cuando se pone a gobernar: confiscaciones, detenciones nocturnas, delaciones anónimas, trenes de ganado para las deportaciones en masa, ejecuciones sumarias... y silencio, toneladas de ese silencio que nace del miedo. En los dos años de ocupación soviética se produjeron 100.000 arrestos y más de 300.000 personas fueron deportadas; la mitad de ellas murieron.
Para transformar un país rápidamente, sin necesidad de esperar una generación, es preciso privarlo de sus principales cabezas, de todos los que, en un momento dado, pueden resistirse o rearmar moral e ideológicamente a la sociedad. En la Polonia de aquella hora esas cabezas eran los oficiales del ejército apresados durante la rendición y los presuntos contrarrevolucionarios que habían sido detenidos en los pueblos por los agentes de la NKDV. Eran más de 20.000, de todas las edades y oficios, el último reducto de lo que un día había sido la Polonia libre.
En un principio las autoridades rusas no sabían muy bien qué hacer con ellos. Si los liberaba, aunque fuese a los de menor graduación, podrían reconstruir y acaudillar células aisladas de resistencia. Si los traspasaba al Gobierno General nazi, cabía la posibilidad de que, en un futuro, se revolviesen contra sus antiguos captores, animados por sus aliados de ocasión. Si los liquidaba, se enfrentaba al siempre incómodo qué dirán. Stalin y su banda, la de los Beria, los Kaganovich, los Molotov, los Mikoyan y los Voroshilov, optaron, como era previsible en ellos, por la peor pero la más revolucionaria opción: ejecutarlos uno a uno al borde de una fosa común.
Después de tenerlos durante meses en diferentes campos de concentración, a principios de marzo de 1940 Lavrenti Beria, un comunista fanático, asesino en serie dedicado a la política y a las perversiones sexuales más repugnantes, transmitió la orden para que todos los "nacionalistas y contrarrevolucionarios" polacos, enemigos necesarios del proletariado, fuesen ejecutados con la mayor brevedad posible. La máquina de matar soviética, engrasada ya con la sangre de millones de víctimas, se puso en marcha.
La masacre se llevó a cabo al estilo ruso, mucho más desarreglado y caótico que el alemán. Nadie había previsto el modo de asesinar a 20.000 personas de una tacada, así que hicieron lo que otras veces: buscaron un bosque apartado e hicieron excavar unas fosas comunes cerca de la línea férrea que comunica Minsk con Moscú, en las inmediaciones de Smolensk.
Todo se produjo en la mayor de las discreciones. Los trenes llegaban de noche a Katyn; se bajaba a los prisioneros, se les despojaba en una caseta de sus pertenencias de valor y se les conducía en camionetas hasta el interior del bosque. Allí, junto a la fosa, se sacaba uno a uno a los presos, y mientras dos soldados soviéticos les sujetaban, otro, por detrás, les descerrajaba un único y mortal tiro en la nuca. Así 22.000 veces. Veintidosmil balas, veintidosmil paseos de la camioneta a la fosa. Escalofriante.
El crimen permaneció en secreto hasta que los alemanes invadieron la URSS. Se cuenta que los jerarcas nazis supieron de las ejecuciones en el momento de producirse, y cuando, tres años más tarde, necesitaron un buen golpe propagandístico para ganarse la simpatía de Occidente, buscaron las fosas y las desenterraron. Es sólo una hipótesis. El hecho es que, lo conocieran o no previamente, en abril de 1943 Goebbels anunció al mundo, vía Radio Berlín, el hallazgo de la Wehrmacht.
Acudió la Cruz Roja y fotografió el horror. Un cura católico traído desde Cracovia celebró una misa de difuntos. Se imprimieron carteles conmemorativos sobre el que ya se conocía como "bosque de los muertos" y se repartieron por toda la Europa ocupada. Polonia se estremeció: soldados, padres, hijos, esposos, habían aparecido bajo tierra con el cráneo agujereado en un desangelado bosque ruso junto a la carretera de Moscú.
La conmoción duró poco tiempo. A lo largo de 1944 los soviéticos invadieron el resto de Polonia –decir que la liberaron es una ironía de mal gusto–: primero dijeron que lo de Katyn había sido cosa de los nazis, luego optaron por el silencio. Para apuntalar su versión y hacerla más creíble buscaron un chivo expiatorio, un tal Arno Diere, que fue juzgado en Leningrado después de la guerra y condenado a trabajos forzados. En Polonia, investigar sobre Katyn quedó proscrito, y los que trataron de averiguar la verdad se las tuvieron que ver con la policía política.
Al final, exactamente medio siglo después de la masacre, en la primavera de 1990, el Gobierno de Mijail Gorbachov reconoció la culpa soviética y pidió perdón a Polonia. Los documentos desclasificados de la KGB en 1991 y 1992 hicieron el resto. Con mucho retraso e incontables sufrimientos, ha prevalecido la verdad, requisito siempre ineludible para que triunfe la Justicia.
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La ofensiva rusa fue acorde al tamaño del invasor. Stalin, que no estaba para sorpresas, envió dos inmensos ejércitos formados por casi un millón de hombres a cobrarse la presa. La conquista fue coser y cantar. Emparedados entre cuatro generales: Bock y Rundstedt por parte alemana y Kovalev y Timoshenko por parte soviética, los polacos se rindieron en los dos frentes. La derrota, bochornosa por absoluta e inesperada, fue solo el anticipo de la humillación que estaba por llegar.
En el oeste, los alemanes crearon el llamado Gobierno General, a cuyo frente situaron a Hans Frank, aristócrata nazi de la primera hora y abogado personal de Hitler. Bajo su mando, las principales ciudades de la ya extinta república polaca se convirtieron en el escenario, frecuentemente improvisado, de las mayores atrocidades de la guerra que acababa de empezar. Los alemanes, con Frank como director de orquesta, aspiraban a incorporar Polonia al Reich. Pero antes había que germanizarla. Los judíos, transformados en pestilentes ratas por la propaganda nazi, debían desaparecer. Los polacos, por su parte, en tanto que raza inferior pero no abominable, habrían de resignarse a servir como esclavos de sus nuevos amos por toda la eternidad.
Los soviéticos no disfrutaban de un plan tan bien definido. De hecho, no disponían siquiera de uno digno de tal nombre. Se conformaban con anexionarse sin más el trocito de Polonia que Hitler había tenido a bien dejarles e implantar su odioso y liberticida régimen en los territorios conquistados, una franja de varios centenares de kilómetros, desde Lituania hasta Rumania, poblada por cerca de 13 millones de personas. Para Moscú, la invasión no había sido tal, pues consideraba que esa región le pertenecía pero le había sido enajenada tras la guerra del 14. Por esa razón, hasta el nombre de Polonia fue borrado de los mapas, y su zona de ocupación se integró en dos repúblicas soviéticas ya existentes: el norte a la de Bielorrusia y el sur a la de Ucrania.
Reorganizado administrativamente el botín, Stalin dio órdenes de sovietizarlo a marchas forzadas. La propiedad privada quedó abolida y los pueblos y aldeas se llenaron de comisarios del pueblo, agentes de la Checa y consejos de soviets teledirigidos desde Moscú. El recetario íntegro del comunismo cuando se pone a gobernar: confiscaciones, detenciones nocturnas, delaciones anónimas, trenes de ganado para las deportaciones en masa, ejecuciones sumarias... y silencio, toneladas de ese silencio que nace del miedo. En los dos años de ocupación soviética se produjeron 100.000 arrestos y más de 300.000 personas fueron deportadas; la mitad de ellas murieron.
Para transformar un país rápidamente, sin necesidad de esperar una generación, es preciso privarlo de sus principales cabezas, de todos los que, en un momento dado, pueden resistirse o rearmar moral e ideológicamente a la sociedad. En la Polonia de aquella hora esas cabezas eran los oficiales del ejército apresados durante la rendición y los presuntos contrarrevolucionarios que habían sido detenidos en los pueblos por los agentes de la NKDV. Eran más de 20.000, de todas las edades y oficios, el último reducto de lo que un día había sido la Polonia libre.
En un principio las autoridades rusas no sabían muy bien qué hacer con ellos. Si los liberaba, aunque fuese a los de menor graduación, podrían reconstruir y acaudillar células aisladas de resistencia. Si los traspasaba al Gobierno General nazi, cabía la posibilidad de que, en un futuro, se revolviesen contra sus antiguos captores, animados por sus aliados de ocasión. Si los liquidaba, se enfrentaba al siempre incómodo qué dirán. Stalin y su banda, la de los Beria, los Kaganovich, los Molotov, los Mikoyan y los Voroshilov, optaron, como era previsible en ellos, por la peor pero la más revolucionaria opción: ejecutarlos uno a uno al borde de una fosa común.
Después de tenerlos durante meses en diferentes campos de concentración, a principios de marzo de 1940 Lavrenti Beria, un comunista fanático, asesino en serie dedicado a la política y a las perversiones sexuales más repugnantes, transmitió la orden para que todos los "nacionalistas y contrarrevolucionarios" polacos, enemigos necesarios del proletariado, fuesen ejecutados con la mayor brevedad posible. La máquina de matar soviética, engrasada ya con la sangre de millones de víctimas, se puso en marcha.
La masacre se llevó a cabo al estilo ruso, mucho más desarreglado y caótico que el alemán. Nadie había previsto el modo de asesinar a 20.000 personas de una tacada, así que hicieron lo que otras veces: buscaron un bosque apartado e hicieron excavar unas fosas comunes cerca de la línea férrea que comunica Minsk con Moscú, en las inmediaciones de Smolensk.
Todo se produjo en la mayor de las discreciones. Los trenes llegaban de noche a Katyn; se bajaba a los prisioneros, se les despojaba en una caseta de sus pertenencias de valor y se les conducía en camionetas hasta el interior del bosque. Allí, junto a la fosa, se sacaba uno a uno a los presos, y mientras dos soldados soviéticos les sujetaban, otro, por detrás, les descerrajaba un único y mortal tiro en la nuca. Así 22.000 veces. Veintidosmil balas, veintidosmil paseos de la camioneta a la fosa. Escalofriante.
El crimen permaneció en secreto hasta que los alemanes invadieron la URSS. Se cuenta que los jerarcas nazis supieron de las ejecuciones en el momento de producirse, y cuando, tres años más tarde, necesitaron un buen golpe propagandístico para ganarse la simpatía de Occidente, buscaron las fosas y las desenterraron. Es sólo una hipótesis. El hecho es que, lo conocieran o no previamente, en abril de 1943 Goebbels anunció al mundo, vía Radio Berlín, el hallazgo de la Wehrmacht.
Acudió la Cruz Roja y fotografió el horror. Un cura católico traído desde Cracovia celebró una misa de difuntos. Se imprimieron carteles conmemorativos sobre el que ya se conocía como "bosque de los muertos" y se repartieron por toda la Europa ocupada. Polonia se estremeció: soldados, padres, hijos, esposos, habían aparecido bajo tierra con el cráneo agujereado en un desangelado bosque ruso junto a la carretera de Moscú.
La conmoción duró poco tiempo. A lo largo de 1944 los soviéticos invadieron el resto de Polonia –decir que la liberaron es una ironía de mal gusto–: primero dijeron que lo de Katyn había sido cosa de los nazis, luego optaron por el silencio. Para apuntalar su versión y hacerla más creíble buscaron un chivo expiatorio, un tal Arno Diere, que fue juzgado en Leningrado después de la guerra y condenado a trabajos forzados. En Polonia, investigar sobre Katyn quedó proscrito, y los que trataron de averiguar la verdad se las tuvieron que ver con la policía política.
Al final, exactamente medio siglo después de la masacre, en la primavera de 1990, el Gobierno de Mijail Gorbachov reconoció la culpa soviética y pidió perdón a Polonia. Los documentos desclasificados de la KGB en 1991 y 1992 hicieron el resto. Con mucho retraso e incontables sufrimientos, ha prevalecido la verdad, requisito siempre ineludible para que triunfe la Justicia.
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