Los conquistadores españoles de las Américas fueron unos hombres extraordinarios que figuran entre los más valientes de la historia de la humanidad. Hernán Cortés barrenando sus barcos, Francisco de Pizarro cargando en Cajamarca contra Atahualpa, Álvar Núñez Cabeza de Vaca vagando por las llanuras de Norteamérica... Sus hechos son tan impresionantes que han opacado a los españoles que llegaron después para ordenar, colonizar, educar y gobernar. Uno de estos hombres que está a la altura de los conquistadores es Juan de Palafox y Mendoza, obispo y virrey, beatificado el 5 de junio.
Salvado al nacer
Sus padres fueron los aristócratas aragoneses Jaime de Palafox, hijo del señor de Ariza, y Ana de Casanate y Espés, viuda de otro noble; pero no estaban casados. Su madre se marchó a Baños de Fitero, un pequeño pueblo de Navarra, para dar a luz y librarse del niño de manera discreta. El niño nació el 24 de junio de 1600 y, si no hubiera sido por su ángel de la guarda, su primer día en este mundo estuvo a punto de ser el último.
Esa noche, el guardián de los baños, Pedro Navarro, se topó con una criada que estaba a punto de arrojar el niño al río Alhama y decidió quedarse con él. Le impuso el nombre de Juan Navarro. El muchacho creció ignorando su origen hasta que a los nueve años su padre le reconoció y se lo llevó con él para educarle en su casa.
Su segundo apellido, Mendoza, puede ser el acrónimo de Mater Est Nomen Discalceatorum Ordinis Cesareagustae Ana, que significa "Ana de Zaragoza es una monja de la Orden Descalza", en honor a su madre.
En 1611 el rey Felipe III elevó el señorío de Ariza, que ostentaba Francisco Rebolledo de Palafox, a marquesado; unos años después heredó el título su hijo, Jaime. Éste hizo estudiar a su hijastro latín, alemán y toscano, y le envió a los seminarios de Huesca, Salamanca y Alcalá. Por ser hijo natural, no podía acceder a la nobleza, pero sí a las carreras burocrática –en la corte– y eclesiástica –en la Iglesia–. Su padre le encargó la administración del marquesado, y cuando aquél murió, en 1625, se encargó de la tutela de sus hermanastros.
Llevado a la corte
En 1624 el valido del rey Felipe IV (Felipe III de Aragón), Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, presentó a su señor su proyecto de Unión de Armas para unificar las legislaciones de los reinos de España. Para presentar el proyecto en Aragón se convocaron Cortes en Calatayud en 1626, Cortes en las que intervino Juan de Palafox. Éste causó buena impresión al valido, que deseaba atraer a Madrid a miembros de la nobleza aragonesa para apuntalar su política. Palafox comenzó así su carrera burocrática, como fiscal en el Consejo de Guerra –hasta 1629– y después en el Consejo de Indias.
Prosiguió sus estudios en la Universidad de Alcalá y, como tantos provincianos que acuden por primera vez a la capital, se dio "a todo género de vicios, de entretenimientos y desenfrenamiento de pasiones", según cuenta en sus escritos. Pero ese comportamiento llegó a su fin en 1628, debido a una grave enfermedad de su hermana Lucrecia y a la muerte de dos grandes personajes. "Mira en qué paran los deseos humanos, ambiciosos y mundanos", escribió. Abandonó la vida frívola y adoptó costumbres de pobreza y mortificación: usaba cilicio –hasta el final de su vida–, ayunaba toda la semana salvo el domingo, dormía en el suelo...
Palafox fue ordenado sacerdote en abril de 1629, y en 1633 obtuvo en Sigüenza los grados de licenciado y doctor. Felipe IV lo nombró capellán y limosnero de su hermana María de Austria, a la que acompañó a Viena, donde la infanta se casó con su primo Fernando, rey de Hungría.
Obispo de Puebla de los Ángeles
En 1639 el rey quiso enviar a Palafox, que llevaba diez años en el Consejo de Indias despachando todo tipo de asuntos, a la Nueva España. Para ello solicitó al papa Urbano VIII que le designase obispo de Puebla de los Ángeles, la diócesis más antigua del virreinato, creada en 1525. Palafox fue consagrado el 27 de diciembre de ese año, y partió a Indias el 21 de abril del año siguiente, armado también de los cargos de visitador y juez de residencia; desembarcó en Veracruz dos meses más tarde, el mismo día en que cumplía cuarenta años. Viajó con el nuevo virrey, Diego López Pacheco, marqués de Villena.
Nada más tomar posesión de su diócesis, empezó a recorrerla, terminó la construcción de la catedral, fundó la Biblioteca Palafoxiana, aplicó los cánones del Concilio de Trento sobre la formación en los seminarios, la liturgia y la vida monástica, hizo tallar y pintar un centenar de retablos, levantó escuelas... En diciembre de ese año se sublevó parte de la nobleza portuguesa contra Felipe IV, y se proclamó rey al duque de Braganza. El virrey era primo del rebelde, y se temía que pudiese imitarle o aliarse con él. Por ello, en 1642 el rey nombró a Palafox nuevo virrey y capitán general.
Más ingresos sin subir los impuestos
En los cinco meses en que Palafox desempeñó el cargo justificó lo que el papa Inocencio X escribió sobre él:
Conozco a don Juan de Palafox y Mendoza desde que estuve de nuncio en España, y le tengo por hombre de tanto valor y virtud, que si él no pone en orden el gobierno de su Iglesia en América, no habrá obispo que lo haga.
La lista de sus logros en tan breve tiempo es impresionante: construyó fortificaciones costeras, en especial en el puerto de Veracruz; recaudó 700.000 pesos sin imponer nuevos tributos, sólo mediante el control de los funcionarios; llenó los silos de maíz; derribó las presas con que los ricos cortaban el flujo del agua de los ríos a los pueblos; erradicó el bandidaje, impidió la especulación con los alimentos básicos y persiguió la corrupción.
La obra de Palafox quedó cortada por la caída de su protector, el conde-duque de Olivares, y por las insidias de aquellos a quienes había perjudicado en su labor en el Consejo de Indias. Primero fue destituido del virreinato y luego, en 1649, fue llamado a España. Para pagarse el viaje tuvo que pedir dinero prestado. Se le sometió al juicio de residencia, y de él salió limpio.
En 1653 el rey le nombró miembro del Consejo de Aragón y el Papa, obispo de Osma. Palafox entró en la capital de su nueva diócesis, El Burgo, en 1654, y en ella estuvo hasta su muerte, en 1659. El cabildo, cumpliendo su testamento, le dio sepultura de limosna "por constar la pobreza con que había muerto".
Durante su mandato, se enfrentó al propio rey en defensa de la inmunidad eclesiástica ante la demanda de tributos por parte de la Corona.
Denuncias a los jesuitas
Durante su estancia en Nueva España se granjeó también la hostilidad de la Compañía de Jesús. Como obispo de Puebla había exigido a las órdenes, tanto a jesuitas como a dominicos, el pago del diezmo para el sostén del clero diocesano, y que se sometiesen a su jurisdicción para recibir licencia para predicar y confesar.
Además, denunció a Roma un vicio de los jesuitas que todavía pervive: la tendencia de los miembros de la Compañía en Oriente a relajar los dogmas y los requisitos a los nuevos bautizados. Según sus denuncias, recibidas de los franciscanos y los dominicos, numerosos jesuitas permitían a los conversos chinos seguir haciendo ofrendas a Confucio, les liberaban de ayunos y misas, incluso llegaban a no predicar la Pasión. Palafox insistía en que se debía predicar a los paganos la fe en su totalidad, y exigirles las mismas normas que al resto de los católicos.
Las cartas que Palafox envió a Roma las usaron en el siglo XVIII los gobernantes masones e ilustrados para justificar la supresión de la Compañía de Jesús. Una de las consecuencias de esta manipulación de los escritos de Palafox fue que los jesuitas se opusieron a su proceso de beatificación.
Olor de santidad
En su visita a España a los pocos meses del fallecimiento de Palafox, el limosnero de la reina de Francia María Teresa de Austria, monseñor Pelicot, escribía:
Habiendo muerto tan gran varón el 1 de octubre del año pasado, no oíamos otra cosa, durante nuestro viaje, sino los gemidos y lamentaciones con que toda España lloraba su pérdida. Hablábase de ésta como de la mayor desgracia que pudo acaecer a aquel reino, y el arzobispo de Burgos me aseguró que hacía mucho tiempo no se había visto un hombre tan apostólico, ni un prelado tan perfecto.
El proceso de beatificación se abrió en 1666, pero se interrumpió varias veces en estos tres siglos y medio. El milagro por el que se le beatifica, la curación de un sacerdote de la diócesis de Osma, ocurrió en el siglo XVIII. Por fin, apagadas las rencillas, Benedicto XVI le declaró beato y fijó como día de su fiesta el 6 de octubre.