La Italia fascista fue el principal aliado de la Alemania nazi. Es más, la Segunda Guerra Mundial fue en Europa una guerra contra el fascismo, un invento italiano (los nazis copiaron el saludo inventado por Mussolini). Y sin embargo Italia fue un caso muy diferente al de Alemania. Sobre todo porque, mientras Alemania fue nazi hasta el final, Italia dejó de ser fascista mucho antes de que acabara la guerra. Alemania tuvo que ser invadida y obligada a rendirse incondicionalmente. Italia, en cambio, sufrió un golpe de estado antes de ser ocupada por los aliados; ello produjo la invasión alemana, por lo que parte del país hubo de ser liberada de los nazis. A pesar de haber los italianos inventado el fascismo, la experiencia italiana se parece más a la francesa que a la alemana.
Tras invadir los aliados Sicilia, en julio de 1943, se hizo evidente que éstos avanzarían por el sur de Italia sin que las tropas locales tuvieran la más mínima oportunidad de detenerlos, por mucho que contaran con la ayuda alemana. Los nazis ya habían perdido la batalla de Stalingrado, y no parecía probable que fueran capaces de ganar la guerra.
Víctor Manuel III, tras haberse estado plegando a los deseos de Mussolini durante años –de manera muy similar a como había hecho nuestro Alfonso XIII con el general Primo de Rivera–, decidió que había llegado el momento de abandonar al Duce. No era el único. Los italianos que habían apoyado durante todo ese tiempo el régimen fascista estaban muy descontentos porque la guerra les había empobrecido y no veían la manera de recibir compensación alguna por los sacrificios realizados. El rey, con la ayuda del mariscal Badoglio, dio un golpe de estado y Mussolini fue detenido. Enseguida se iniciaron las negociaciones con los aliados. Éstos se negaron a tratar a Víctor Manuel como si fuera un amigo, ya que no dejaba de ser el jefe del Estado de un país con el que estaban en guerra. Por otro lado, los alemanes invadieron la península por el norte, sin encontrar una oposición organizada, pues tras el golpe el ejército prácticamente se disolvió.
Entre tanto, ocurrió un hecho muy relevante para el futuro de Italia y para el estallido de la Guerra Fría. Los aliados anglosajones negaron a Stalin presencia efectiva alguna en el Consejo Consultivo que habría de gobernar los asuntos de Italia. La negativa de Churchill era coherente con su política de esferas de influencia, que acabaría plasmándose en el Acuerdo de los Porcentajes de octubre de 1944, por el que se repartió Europa Oriental con Stalin. Extraña que Roosevelt no dejara a Stalin meter la cuchara en los asuntos italianos, porque abominaba de la política de esferas de influencia. El caso es que, al negar voz y voto al soviético en los asuntos italianos con el argumento de que su ejército no había hecho ni haría nada por liberar u ocupar –como se quiera– el país, el zar rojo se sintió autorizado a esgrimir el mismo argumento en Europa Oriental.
Es posible que la extraña actitud de Roosevelt se debiera al hecho de haber pactado éste con Churchill que los británicos llevarían la voz cantante en Italia. El inglés había convencido al norteamericano de que en los asuntos mediterráneos la que debía mandar era Gran Bretaña, habida cuenta de lo importante que era para Londres controlar la ruta, vía Suez, hacia el corazón del imperio: el subcontinente indio.
Muy poco después de que, a principios de septiembre de 1943, los aliados y el Gobierno de Badoglio lograran un acuerdo en el que a los italianos no se les concedió más que la vacía condición de cobeligerantes, los alemanes, en una audaz operación paracaidista, liberaron a Mussolini de la cárcel del Gran Sasso. El Führer se sentía en deuda con el Duce desde que éste consintió la anexión de Austria al Reich, en 1938. En gran parte, el Risorgimento que condujo a la unidad de Italia fue una guerra contra Austria-Hungría. La desmembración del imperio y la reducción de Austria a una potencia de tercer orden tras la Primera Guerra Mundial fue para Italia un éxito. Mussolini no quería volver a tener al otro lado de la frontera una Austria fuerte controlada por Berlín. Sin embargo, en 1938 cedió como un favor personal a Hitler, y éste nunca lo olvidó.
Rescatado Mussolini, fue puesto al frente de un Gobierno títere que se supone mandaba sobre la Italia todavía no ocupada por los aliados. Tal Gobierno se estableció en una pequeña localidad a orillas del lago de Garda, Saló. De ahí su nombre, República de Saló. El que los alemanes no se atrevieran a establecer a Mussolini en Milán o Turín dice mucho de lo superficial que era el control que tenían del territorio.
Para evitar ser capturado por los alemanes, Víctor Manuel III huyó a Brindisi, y allí estableció su Gobierno. Cuando, poco después, el 25 de septiembre, fue proclamada la república de Saló, Italia quedó dividida en dos.
Este hecho influyó decisivamente en el futuro del país. La experiencia de la liberación fue muy distinta en una y otra zona. En el sur, las tropas aliadas fueron recibidas como liberadoras... pero no de los alemanes, que apenas había, sino de los italianos, de Roma, de los piamonteses, que habían ocupado el territorio a mediados del siglo anterior para construir una nación unificada que a los meridionales les era extraña. Afloraron entonces los viejos poderes, que nunca llegaron a desaparecer del todo: los terratenientes, la Iglesia, la Mafia, la Camorra. En el norte la experiencia no pudo ser más opuesta. La ocupación alemana hizo que miles de personas se alistaran en la Resistencia; lo que había sido un movimiento antifascista reservado casi exclusivamente a los comunistas se convirtió en un levantamiento patriótico de liberación. La durísima represión alemana no hizo más que incrementar las simpatías de la población hacia ese movimiento, hasta el punto de que incluso quienes habían simpatizado con el fascismo acabaron haciendo lo propio con esos compatriotas que se oponían a la ocupación extranjera. No debe olvidarse que la lengua que hablaban los opresores era la misma de aquellos contra los que se combatió en el Risorgimento.
Inevitablemente, la Resistencia estaba dominada por los comunistas. Primero, porque ellos siempre estuvieron allí. Luego, porque eran los que tenían más capacidad de organización. Así las cosas, los socialistas nada pudieron hacer. Sin embargo, en 1942 surgió una nueva fuerza que supo integrarse en la Resistencia a partir de la ocupación alemana: la democracia cristiana. Fue ésta, en muchos sentidos, el aglutinador de todas las fuerzas que, sin sentirse comunistas, se oponían rabiosamente a los alemanes: había viejos fascistas desencantados del régimen, pero también muchos católicos patriotas que nada habían tenido que ver con el fascismo.
El hábil Alcide de Gasperi consiguió hacer de la democracia cristiana un movimiento de masas y, a la vez que en el norte aglutinaba buena parte del fervor patriótico antialemán, en el sur acertó a reunir el apoyo de los sectores de la población que creían en los valores tradicionales. También influyó el respaldo del Vaticano, que, inclinado en un principio a apoyar alguna clase de movimiento católico más escorado a la derecha, acabó convenciéndose del acierto de los planteamientos de De Gasperi. Ya entonces sobresalió en las filas democristianas un joven Andreotti que representa, aún hoy, lo mucho malo y lo poco bueno del régimen que nació de aquella excepcional situación.
El triunfo de la democracia cristiana en las primeras elecciones (1946) celebradas tras la liberación total del país, en abril de 1945, tuvo lugar con permiso de los comunistas.
Frente a la irrelevancia del socialista Pietro Nenni, la figura esencial de la política italiana de los primeros años de la posguerra, junto a de Gasperi, fue Palmiro Togliatti, que en 1944 llegó procedente de Moscú con instrucciones muy concretas de Stalin. En aquella época, el cruel georgiano creía que el enorme prestigio que los comunistas habían ganado en la lucha antifascista permitiría a los suyos hacerse con el poder por medios democráticos en muchos países. Esperaba que fuera así en Europa Oriental y en algún país occidental; por ejemplo, Italia....
Las instrucciones de Togliatti eran éstas: los comunistas debían ponerse como primer objetivo la liberación del país y el mantenimiento de la unidad, por lo que habrían de posponer todo intento de imponer políticas revolucionarias en los territorios que controlaran. Había buenos motivos para seguir esta estrategia. El Ejército Rojo no podía ayudar a los revolucionarios, so pena de arriesgarse a que los aliados intervinieran en el este de Europa. Lo que hubiera de lograrse habrían de conseguirlo los comunistas locales con sus exclusivos medios, lo cual exigía esperar a que los aliados tuvieran sus fuerzas fuera del país.
Togliatti estaba muy influido por Antonio Gramsci. Éste había fallecido en la cárcel en 1937; sin embargo, sus notas manuscritas habían llegado a Moscú. En ellas se explicaba que el comunismo no podía triunfar en Occidente del mismo modo que lo había hecho en Rusia: en ésta tan sólo había un Estado que derrocar; en Occidente, y especialmente en Italia, la sociedad civil no permitiría la revolución comunista si el Estado se mostrara incapaz de sofocarla. Era por tanto necesario penetrar esa sociedad civil, controlarla y llegar a dominarla en lo político, en lo social y en lo cultural. Sólo cuando este dominio se hubiera alcanzado, la revolución podría llevarse a cabo.
Las ideas de Gramsci han dirigido la estrategia de la izquierda en Europa Occidental, incluida España, hasta nuestros días. El caso es que Togliatti, y por mímesis también Nenni, siempre colaboró con De Gasperi, que fue quien verdaderamente dirigió la Italia de la posguerra.
El que Togliatti y Nenni hubieran pospuesto voluntaria e indefinidamente la revolución y el hábil De Gasperi se hiciera con las riendas del Estado no conjuró del todo el peligro de que Italia se arrojara en brazos del comunismo. Lo que no quisieron hacer por cálculo Togliatti y Stalin podría llegar a hacerlo la hambruna. Contra ella nada podía la habilidad de De Gasperi. Quien la derrotó fue un general, cuyo apellido dio nombre al Plan Marshall. Pero ésa es otra historia.
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