El caso de Gibraltar, su origen, su ocupación durante la Guerra de Sucesión y la entrega de su fortaleza a perpetuidad a la Corona británica por el artículo X del Tratado de Utrecht, es suficientemente conocido por el lector español. Pero ¿cómo acabó Hong Kong en manos británicas? Su estatuto colonial, ¿era igual o diferente al de Gibraltar?
La Guerra del Opio
Los primeros barcos ingleses aparecieron en el estuario del río Perla a mediados del siglo XVII. Contaron con los buenos oficios de los portugueses, establecidos desde hacía tiempo en Macao. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XVIII cuando el comercio de Gran Bretaña con China empezó a crecer. A mediados del siglo XIX China se convirtió en el cuarto país exportador a las islas. Buena parte de esas importaciones eran de seda en rama, pero el producto estrella era el té. Estas hierbas, a cuya infusión los ingleses se aficionaron tanto, eran muy importantes para Londres por los cuantiosos ingresos que obtenía de las tasas sobre su importación. No obstante, el problema era que los ingleses no encontraban un producto que introducir en China con el que equilibrar la balanza comercial entre los dos imperios. Hasta que descubrieron la afición de los chinos a fumar opio. Y la India, ocupada por los británicos tras el derrumbe del imperio mogol, era una gran productora de opio.
Los británicos encontraron sin embargo dos obstáculos para introducir el opio en China. Uno de ellos era la general prohibición que pesaba sobre los extranjeros de introducir cualquier producto en el imperio. Pero es que además existía una prohibición general de traficar con opio, por los perjuicios que su consumo producía. No está de más recordar que el tráfico de opio era en cambio perfectamente legal en todo el imperio británico, así como su consumo, sin que se percibiera que en ello hubiera peligro alguno.
A pesar de estas prohibiciones, los ingleses lograron equilibrar su balanza comercial con China a base de introducir opio de contrabando por el puerto de Cantón. Naturalmente, la entrada masiva de opio no habría sido posible sin la colaboración de funcionarios chinos corruptos, que hacían la vista gorda a cambio de una tajada, y sin un ejército de contrabandistas, igualmente chinos, que operaban con mayor o menor impunidad.
La administración imperial se propuso acabar con este estado de cosas y con los graves perjuicios que unos bárbaros venidos de unas insignificantes islas del otro lado del mundo estaban provocando en la salud del pueblo chino. A Cantón fue enviado, en marzo de 1839, un comisario imperial que emprendió enseguida una cruzada contra el opio y que culminó con la quema pública de todo el que los ingleses tenían almacenado en el puerto.
En Londres, Palmerston, a la sazón ministro de Exteriores, decidió que había que dar una lección a quienes habían osado destruir bienes propiedad de ciudadanos británicos. Con tropas relativamente escasas y unos pocos barcos de guerra, los británicos asolaron las costas chinas en lo que luego se llamó diplomacia de la cañonera. El ejército medieval chino nada pudo hacer contra el poderío militar de la mayor potencia industrial del mundo y no tuvo más remedio que claudicar y negociar con los británicos un tratado.
La cesión de Hong Kong
El Tratado de Nankín puso fin a la Guerra del Opio, también conocida como Primera Guerra Anglo-China. Se firmó el 29 de agosto de 1842. Además de obligar a abrir algunos puertos al tráfico comercial y liberalizar la actividad mercantil, estipulaba la cesión en propiedad de la isla de Hong Kong a Su Majestad británica. Su localización era perfecta desde el punto de vista comercial, al hallarse al otro lado del extremo del brazo norte del estuario del río Perla. Hong Kong, que los ingleses habían ocupado durante la guerra, tenía muchas ventajas, como su proximidad a Cantón, buenas condiciones portuarias y una situación geográfica que la convertía en una plaza fácil de defender en términos militares.
Los términos de la cesión fueron similares a los del Tratado de Utrecht, ya que se trató de una cesión a perpetuidad de la propiedad de la isla a la Corona británica, lo que hizo de ella una colonia y no una parte del territorio soberano de la Gran Bretaña.
No obstante, hay que subrayar que las utilidades que tenía para los ingleses eran exclusivamente comerciales. Hong Kong había de servir de almacén para los bienes que luego se introducirían en China; se evitaba así el riesgo de que, como ocurrió en 1839, fueran incautados en grandes cantidades en los puertos chinos. En cambio, estratégicamente la isla tenía escaso valor, salvo por el hecho de que podía servir de lugar de aprovisionamiento para los barcos británicos que operaran en el Mar de la China.
La Segunda Guerra Anglo-China y la adquisición de Kowloon
El Tratado de Nankín no produjo los efectos deseados. Nada se dijo de la liberalización del tráfico de opio, con lo que su introducción en China tuvo que seguir haciéndose de contrabando. La apertura de otros cuatro puertos, además del de Cantón, no supuso un incremento notable del comercio. Las relaciones bilaterales entre los dos imperios continuaron caracterizándose por el desdén de los funcionarios chinos hacia los bárbaros ingleses. Luego, a pesar del texto del tratado, las autoridades chinas siguieron vedando la entrada a los comerciantes ingleses (había al respecto una discrepancia entre el texto chino y el inglés). En definitiva, salvo Hong Kong, Gran Bretaña había conseguido poco, en especial en lo que al tráfico de opio se refería, que sólo lograba entrar por Cantón y siempre que se contara con la comprada benevolencia de los funcionarios chinos.
De forma que en 1856 estallaron nuevamente las hostilidades. El incidente que lo provocó fue la detención por parte de las autoridades chinas del Arrow, un mercante de casco europeo y velas chinas que, al parecer (no está acreditado), portaba bandera británica. En 1856 los ingleses pudieron contar con la ayuda de los franceses, que también querían introducirse en el mercado chino y tenían diversas quejas acerca del trato que las autoridades imperiales daban a sus misioneros. No obstante, Londres andaba escasa de barcos y tropas, por coincidir el incidente del Arrow con el motín indio. Por eso los ingleses no lograron doblegar a los chinos hasta que, sofocado el motín, pudieron en 1860 enviar suficientes tropas y barcos a China. Y así lograron que el emperador asumiera el Tratado de Tientsin, firmado en 1858 pero que estaba sin ratificar, además del Convenio de Pekín.
Durante las hostilidades, los ingleses ocuparon la península de Kowloon, en la China continental, enfrente de la isla de Hong Kong, con el fin de prevenir un hipotético ataque a la isla desde el continente. Durante la ocupación inglesa de la ciudad de Cantón, el cónsul Parkes forzó a los chinos a que le arrendaran la península por una renta de 500 dólares de plata anuales. Pocos meses después –v. Convenio de Pekín, artículo VI– se estipuló convertir el arrendamiento en cesión permanente. Nuevamente, los términos de la cesión eran similares a los empleados en Utrecht para ceder Gibraltar.
Nuevos competidores
El fin de la Segunda Guerra Anglo-China vio la llegada de otras potencias europeas ansiosas de abrirse paso en los mercados chinos. De hecho, las concesiones comerciales del Tratado de Tientsin beneficiaron no sólo a los ingleses, también a franceses, norteamericanos y rusos. Pero los británicos querían seguir siendo la principal potencia comercial en China.
Lo normal para lograr ese objetivo habría sido convertir a toda China en una colonia británica. No les hubiera costado trabajo, dado que la dinastía Manchú estaba enormemente debilitada, por su incapacidad para hacer frente a los europeos invasores y porque su origen no era genuinamente chino. Pero a los ingleses no les interesaba en absoluto incorporar China a su imperio. Los costes de la administración de la India –convertida en colonia, entre otras cosas, para evitar la competencia de los holandeses– se habían convertido en una enorme carga para el Tesoro británico. Lastrarse con el peso de tener que administrar también China era impensable. Pero, entonces, ¿cómo seguir siendo la potencia comercial predominante y evitar que otros europeos se apoderaran de un imperio en descomposición?
A partir de 1860, Londres fue el mejor aliado de Pekín. Ya no era sólo contra los occidentales y japoneses que había que defender el Imperio del Centro. Las sucesivas derrotas a manos de los británicos habían despertado un furioso sentimiento nacional que en parte se dirigió contra la figura del emperador. Cuanto más se mostraron los británicos dispuestos a ayudar a las autoridades chinas frente a las presiones europeas y japonesas, más se debilitó el prestigio imperial entre los súbditos.
Una de las estrategias seguidas por los ingleses para proteger el imperio chino pasó por lograr que las cesiones territoriales que el emperador se vio obligado a hacer a las potencias occidentales lo fueran por un tiempo determinado. De esta forma se pretendió blindar el prestigio del emperador, ya que la temporalidad de las cesiones territoriales permitía que, al menos formalmente, no fueran cesiones de soberanía.
Los Nuevos Territorios
Mientras otras potencias conseguían cesiones temporales de territorios, las autoridades de Hong Kong presionaron a Londres para que lograra la extensión de la colonia. La metrópoli se sintió incapaz de oponerse. Tal era la debilidad del imperio chino, que ninguna resistencia podía enfrentar a cualquier demanda británica. El 9 de junio de 1898 se firmó el Segundo Convenio de Pekín, por el que el imperio chino cedió a la Corona británica una extensa franja de terreno alrededor de la península de Kowloon y el conjunto de las islas que rodeaban Hong Kong. La gran diferencia con los tratados anteriores era que la cesión ya no pudo hacerse a perpetuidad, sino que, siguiendo el ejemplo que los británicos habían impuesto a otros europeos, se hizo por 99 años, de forma que el territorio tendría que ser devuelto el 1 julio de 1997.
Los ingleses creyeron que esos 99 años serían equivalentes a la perpetuidad. Pero no fue así. Llegada la fecha, hubieron de devolver no sólo lo que se había adquirido sólo temporalmente, también lo que se les había cedido a perpetuidad, la isla de Hong Kong y la península de Kowloon. Cómo el destino de la parte cedida temporalmente arrastró al de las que se habían cedido a perpetuidad es otra historia interesante que habrá que dejar para otra ocasión.
El caso es que Gibraltar, en cambio, fue cedido a perpetuidad y nunca España, en las muchas concesiones hechas a la colonia desde el Tratado de Utrecht, tuvo la habilidad de condicionarlas a que se fijara un plazo de devolución. Y los británicos, todo hay que decirlo, no cometieron el error de ofrecerlo.