Sus escritos, reiterativos y llenos de autocitas, carecen de repercusión más allá del círculo de sus acólitos, quienes incondicionalmente aplauden cualquiera de sus palabras. En realidad, no son verdaderos debates, sino campañas de publicidad que sólo benefician la economía del polemista. Quizá el caso más señalado haya sido el de David Irving, que ha negado, entre otras cosas, el Holocausto (Shoá) y que Hitler tuviera conocimiento de los campos de exterminio. A gran distancia de esta farsa está el debate suscitado por la sugerente y controvertida obra del historiador y politólogo Daniel J. Goldhagen titulada Los verdugos voluntarios de Hitler: los alemanes corrientes y el Holocausto (1997). Al hilo de esto, merece la pena recordar el vínculo entre Hitler y el antisemitismo en Alemania.
Hitler no dio jamás una orden escrita para matar judíos –hay quien señala que hubo una orden secreta en 1941, aunque no hay constancia–; sin embargo, los que organizaron las matanzas siguieron sus ideas, palabras y textos. El antisemitismo era una obsesión para Hitler, cuya argumentación procede en gran medida de la obra de Dietrich Eckhart El bolchevismo de Moisés a Lenin (1920). Sus planteamientos eran bastante simples. Los judíos, decía, habían destruido el orden natural en la Antigüedad con el cristianismo y, en el siglo XX, con el comunismo. Los judíos, además, habían perturbado el orden racial, pues ellos mantenían la pureza de su raza al tiempo que contaminaban otras, en especial la aria. Por último, los judíos tenían un plan de dominio mundial que ejecutaban infiltrándose en sectores, instituciones y partidos. Esta invención paranoica procedía de un fraude antisemita elaborado en el siglo XIX por la policía rusa, los célebres Protocolos de los sabios de Sión. Así las cosas, la raza aria era víctima de los judíos, cuya injerencia impedía a aquélla realizar su destino.
El discurso hitleriano insistía en que Alemania era una víctima acosada por sus enemigos exteriores, las otras potencias europeas, y por los interiores, principalmente los judíos, a los que consideraba el origen de "ideas destructoras" como la democracia, el liberalismo, el cristianismo o el bolchevismo. El nazismo recogía aquí la raíz del rancio tradicionalismo europeo contrario a la Ilustración y a la libertad, que perduró en Alemania como resultado de una construcción nacional romántica tardía, protagonizada por Prusia y su espíritu. El nacionalismo cultural y racial fue alimentado por las instituciones alemanas durante la Primera Guerra Mundial, y luego por una paz humillante.
Prueba de esa mentalidad generalizada fue la obra de Arthur Moeller van der Bruck El Tercer Reich (1923), donde se hablaba de la conspiración judía, el espacio vital alemán y la necesidad de desquite por la "humillación" de 1918. Alfred Rosenberg, en El mito del siglo XX (1930), identificaba –siguiendo al francés J. A. de Gobineau y, en especial, al H. S. Chamberlain de Los fundamentos del siglo XIX (1899)– el progreso de la Humanidad con el dominio de la raza aria, que alcanzaría su cénit con Hitler. Éste, por su parte, escribió en Mi lucha (1924) que había tres categorías de hombres: los creadores, que eran los arios; los conservadores, las otras razas, y los destructores: los judíos. Por eso, afirmaba, luchaba contra los semitas.
En cuanto a los ejes ideológicos sobre los que se forjó el nazismo en los años 20, fueron tres: el imperio (Reich), la lucha de razas (Rassenkampf) y el espacio vital (Lebensraum).
El éxito del nazismo en la sociedad alemana no se explica sólo por la torpeza y el fracaso de los partidos que levantaron la República de Weimar, también en el propio discurso hitleriano, que incidía en aquellas cuestiones que mejor encajaban en la mentalidad del momento, entre las que se contaban el racismo, la xenofobia y el victimismo nacional.
El antisemitismo estaba muy arraigado en toda Europa, incluida la URSS, y en Estados Unidos, por lo que la identificación del "enemigo interior" era bien sencilla: los judíos, su obra política y económica, y todos aquellos que no saludaran su discriminación. De poco hubiera valido la acción propagandística de Goebbels si no hubiera tenido una audiencia dispuesta a escuchar y a creer. Por eso las leyes eugenésicas de 1933, que tenían el objetivo de depurar la raza aria, aprobadas nada más llegar el NSDAP al poder, fueron tan bien aceptadas. Esas leyes se asentaban sobre un sentimiento y una mentalidad muy arraigados, que posibilitaría la aceptación o cuando menos la indiferencia de buena parte de la sociedad ante el exterminio de los enemigos interiores. Eso sí, como señala Hans Mommsen, no se puede obviar que hubo alemanes que se resistieron a esa política.
En el genocidio pueden distinguirse dos etapas: la signada por las operaciones aisladas de los Gauleiters –jefes del partido nazi en cada región–, las SS, la Gestapo y los Einsatzgruppen –escuadrones de la muerte–, y la que se desarrolla a partir de la Conferencia de Wannsee (enero de 1942), donde se decidió la Solución Final, es decir, la eliminación sistemática de los judíos en campos de la muerte y de trabajo.
Reparemos un instante en la primera etapa. A las leyes eugenésicas de 1933 les siguieron otras como la Ley sobre el Delincuente Habitual (1933), que señalaba a comunistas, liberales, mendigos, homosexuales y judíos –entre otros–; la Ley de Servicio Civil, que permitía la expulsión de jueces, abogados y profesores judíos; la Ley contra la Masificación de los Colegios Alemanes (1933), que reducía al 1,5% la cuota de judíos en colegios y universidades, y las denominadas Leyes de Núremberg (Ley para la Protección de la Sangre y el Honor Alemanes y Ley de Ciudadanía del Reich, ambas de 1935), que privaron de derechos a los judíos, deshumanización que preparaba el camino al genocidio.
Ese maridaje entre ley y mentalidad social culminó con el pogromo de la Noche los Cristales Rotos (1938), que causó 91 muertos y numerosas pérdidas materiales. A esto siguió el internamiento de 30.000 judíos en campos de concentración y la expropiación de numerosas empresas y riquezas personales. Después se prohibió a los judíos ir al cine, visitar jardines públicos y algunos hoteles. Hasta 1938 los judíos pudieron dejar el país a cambio de dejarse expropiar. Un año después sólo quedaban 180.000 en Alemania, a los que se pensó deportar primero a Madagascar, luego a Pripiet (Ucrania), y finalmente a Galitzia (Polonia). Esta política desembocó en la primera masacre colectiva de judíos, en Babi Yar (Polonia), donde los Einsatzgruppen fusilaron a 33.771 personas en septiembre de 1941.
La segunda etapa comenzó, como dije, tras la Conferencia de Wannsee. El ministro de Justicia, Thierack, solicitó y consiguió la aprobación de Hitler para "liberar al pueblo alemán de polacos, rusos, judíos y gitanos, de modo que los territorios anexionados qued[en] libres para los alemanes". Para que la colonización de 750.000 alemanes fuera posible fueron ejecutados 330.000 polacos, y otros 860.000 fueron deportados al Gobierno General o al Reich como trabajadores forzados. Con la orden firmada por Hitler, se les transfirió a los campos de Himmler, donde la mitad murió en pocos meses.
Hitler siguió de cerca y aprobó la persecución y el genocidio de los judíos. Himmler fue explícito al respecto en un discurso que pronunció en Posen (Poznan) el 24 de enero de 1944:
Cuando el Führer me dio la orden de poner en práctica la solución final de la cuestión judía, me pregunté si podía exigir a mis hombres una tarea tan terrible (...) Pero se trataba de una orden del Führer, ante la cual no se podía dudar. Entre tanto, la tarea se ha llevado a cabo y ya no existe una cuestión judía.
No se sabe a ciencia cierta el número de muertos, pero se calcula que al menos cinco millones y medio de seres humanos fueron exterminados, aunque otros hablan de seis y hasta de siete millones. A partir de 1943, los discursos de Roosevelt y Churchill insistían en que la guerra serviría para hacer justicia a los autores del genocidio. En el año 1946 fueron sometidos a juicio en Núremberg una veintena de altos dirigentes nazis, como Göring, Hess y Ribbentrop. Para entonces Hitler, Goebbels, Himmler y Bormann se habían suicidado. Los subalternos fueron juzgados por las autoridades alemanas de ambas zonas.
El proceso no fue totalmente satisfactorio. El vicepresidente del Tribunal, el británico Peter Calvocoressi, aseguró que el juicio debía haber incluido a muchas más personas del establishment político y militar alemán. Se tenía la certeza –como refleja la película El juicio de Núremberg (1961), de Stanley Kramer– de que la aceptación o la participación en el exterminio fue moneda corriente en la sociedad alemana, y de que muchos habían mirado hacia otro lado. No en vano, en la segunda mitad del siglo XX los alemanes han intentado sobrellevar su pasado responsabilizando a unos personajes concretos, los nazis, en vez de al país.