Pero lo más interesante, con todo, no es la cantidad de trabajos importantes, sino la novedad de los enfoques. La semana pasada reseñé en estas páginas la obra reciente de Santiago González, Lágrimas socialdemócratas. Ese solo libro propone una revisión de uno de los asuntos más espinosos del siglo XX, el del exitoso agit prop de las izquierdas que en el mundo son, y lo hace con un criterio absolutamente renovador: desde el análisis de la sentimentalidad que alimenta la propaganda de esas izquierdas. Hace mucho que llegue a la conclusión –trágica, si se quiere– de que la Ilustración alimentó una revolución romántica; de que el despotismo ilustrado dio paso en 1789 al despotismo romántico, concepto que lancé hace tiempo y que no he visto aún recogido: llegará el tiempo para ese análisis, y la aportación de González no es menor si se quiere construir una historia más o menos cierta de la Revolución Francesa y lo que siguió.
Ésa es una historia posible: la de la sentimentalidad de las izquierdas. Y de las derechas, que tampoco se han quedado atrás en cuanto a emociones y desarrollos estéticos. Todos, al final, apelan a la sentimentalidad cristiana: tal vez Europa no sea un club cristiano, pero se le parece mucho. Yo espero con cierta ansiedad el resultado de un serio trabajo de la profesora Teresa González Cortés sobre Rousseau, que fue quien se llevó el gato al agua en los días del Terror y aledaños, y que sigue alimentando los castrismos y demás especies renegadas por el estilo, desde los días iniciales de las independencias hispanoamericanas. ¡Pobre Kant!
Un enfoque nuevo e importante nos lo proporciona José María Marco en un libro que también he reseñado aquí hace poco: Historia patriótica de España, escrito con la más absoluta libertad y con una singular conciencia de que el pasado nos pertenece y nos identifica, no nos exige ni nos atormenta, ni tiene por qué estar al servicio de doctrina alguna del presente. Otra historia posible: la que trabaja únicamente en función de la verdad, sin tabúes ni miedos.
Hay un hecho paralelo, que complementa los nuevos enfoques historiográficos y que va más allá de la labor de los estudiosos: los lectores de historia ya no aceptan la historia militante. Han enterrado con todos los honores a Tuñón de Lara y sucesores. No diré que no quede un remanente de espectadores que aún espera el alimento espiritual de partido, pero una mayoría ha optado por leer con criterios distintos: no leer para tener razón, sino para entender –cosa que suele estar reñida con el tener razón–. No se buscan argumentos para sostener un discurso que ha dado en la práctica pruebas irrefutables de su caducidad. Buscan algo distinto de un discurso, y hasta hacen pensar en la posibilidad de que la historia se constituya como ciencia real –hasta ahora, no pasa de seudociencia: por obra de los historiadores de partido, precisamente– y abandone el terreno de la pura narrativa.
Creo que el éxito –muy relativo en términos económicos– de algunas nuevas editoriales tiene que ver con ese cambio en los lectores. Si en la década 1975-1985 hubo editoriales que se enriquecieron publicando ensayos de corte marxista –en todas sus variantes, incluido el marxismo estructuralista o el existencialista–, hoy el punto de apoyo se ha desplazado hacia la derecha. Los lectores yo no son patrimonio de las izquierdas, que siempre tendieron a sumar a su supuesta superioridad moral una también supuesta superioridad intelectual.