Llegué a El Urogallo por la generosidad de su refundador, José Antonio Gabriel y Galán, de cuya amistad tuve el honor de disfrutar en los últimos años de su vida, ya empeñado en la batalla contra la enfermedad que se lo llevó en 1993: tengo la fecha muy clara porque no pude asistir a su entierro, ya que yo mismo estaba ingresado en el Hospital Clínico de Barcelona con un infarto. Nuestra relación se inició en torno del proyecto de revitalización del PEN Club español, que emprendimos sin demasiado éxito en compañía del poeta Miguel Veyrat y el ya exministro Fernando Morán. José Antonio era hombre de iniciativas y todo crecía a su alrededor. Su muerte fue el final de aquel PEN, que años después retomaría y llevaría a buen puerto Basilio Rodríguez Cañada.
No quiero dejar de apuntar aquí que Gabriel y Galán, entre otras obras más que notables, nos dejó la que yo considero la mejor novela sobre la transición: Muchos años después.
El número de El Urogallo que encuentro es de 1994, cuando el grueso de la actividad de redacción recaía sobre las esforzadas espaldas de Encarna Castejón, a la que dejé de ver en 1998, tras publicar en la colección que yo dirigía en Alba Editorial –Clásicos de la Prensa– su traducción del Yo acuso de Zola. La revista está dedicada a Madrid. Aparecen amigos que siguieron una trayectoria de pensamiento muy próxima a la mía, como César Alonso de los Ríos. Aparecen otras personas con las que nunca tuve relación. Uno de los autores de la lista se suicidó. Otros tuvieron un momento de influencia en mi vida y después se alejaron.
Como en cualquier revista literaria más o menos vieja, se mencionan o se anuncian celebridades del momento de las que nadie volvió a oír hablar. Es muy extraña la sensación que deja ese encuentro con nombres gloriosamente efímeros, y no queda más que preguntarse qué habrá sido de ellos, si viven, si se alejaron de la literatura o ésta de ellos.
En todo caso, todos los que figuramos en esas páginas, aun cuando estemos vivos y en aceptables condiciones de salud, somos ya, allí, historia. Puro pasado. Al cabo de veintiséis años, los que sobrevivimos no somos los mismos. Un estudioso de los movimientos literarios españoles de los ochenta y los noventa del siglo XX estaría obligado a dedicarnos al menos una nota al pie, que es aquello en lo que nos convierte la historia. Y por mucho que yo intente pensarlo como memoria se me convierte, por amor a la objetividad, en historia.
Las dos fechas del reloj de leontina de mi bisabuelo son 1930 y 1944. En la primera están sus iniciales, MP; en la segunda, las de uno de sus hijos, JM (José María), y todo hace pensar que se lo regaló en esa ocasión, pero yo recuerdo ese reloj en el bolsillo del viejo. Mi hija me propone grabar ahora la fecha en que pasó a mis manos, 2006, a la muerte de su hija solterona, mi tía abuela Amalia, que me dejó todo lo que tenía: la casa, estos objetos increíbles que guardo con amor y centenares de fotografías en las que no soy capaz de reconocer a todo el mundo. Es probable que, si lo hago, el reloj siga perteneciendo a la memoria de la familia y mi nieto le imponga otra fecha significativa en el porvenir, haciendo una mezcla extraña de memoria e historia.
A la historia pertenecen las dos estatuillas, una representando a un segador y la otra a la industria –asuntos tan típicamente ilustrados–, que mi bisabuelo conservó toda la vida –en los lados del piano vertical Steinway que había en la casa de Buenos Aires– y que habían sido llevadas hasta allí, vía Betanzos, desde la Exposición Universal de París de 1889, cumbre de la Ilustración y del ingenuo sentido positivista del progreso, a la que había ido con su padre, mi tatarabuelo Francisco Posse, a sus muy jóvenes 24 años. Puedo darlas a un museo, pero me parece que dentro de dos o tres generaciones, a impulsos de la necesidad o de la ignorancia, alguien, un descendiente, que ni siquiera será consciente de la existencia del apellido Posse, las venderá por calderilla a un anticuario avisado.
Sé que así, acumulando memoria personal, con todo lo que de emocional tiene, revistas literarias, relojes, estatuillas mediante, se hace la historia. Cada uno de esos objetos es un documento, que habrá que objetivizar y contextualizar, que habrá que narrar. Los veintidós viajes a América de mi otro bisabuelo, don José Lema, muerto en Galicia en 1915, que representaron cerca de cinco años a bordo de barcos que iban a La Habana, Montevideo y Buenos Aires, resumen toda la historia de los emigrantes que hicieron fortuna. Y una buena parte de la memoria familiar, desde luego.
La historia, dice Braudel, con razón, es la historia oscura de todo el mundo.