Aquel acontecimiento, que se desarrolló entre el 19 de noviembre de 1859 y 25 de marzo de 1860, fue el primer éxito de la renovada política exterior del general O'Donnell. En los años siguientes vendrían la conquista de Annam –el actual Vietnam–, la incorporación de Santo Domingo, la expedición a México y la Guerra del Pacífico.
Mucho se ha discutido sobre la Guerra de África. Unos aseguran que fue un instrumento de distracción para ocultar problemas internos. Pero al Ejecutivo no le hacía falta, ya que el de O'Donnell, responsable del llamado Parlamento Largo (1858-1863), fue el ministerio más longevo, estable y próspero del reinado de Isabel II. Otros afirman que respondía a la nueva era de los imperialismos, y que España quiso competir con las potencias europeas, no en vano Francia estaba en plena expansión en Argelia y Gran Bretaña dominaba Marruecos.
No obstante, lo cierto es que la hostilidad marroquí había aumentado con la presencia europea en el norte de África. Ahí estaban la piratería, la dejación o connivencia del Sultán y la guerra santa predicada por los imanes. La violencia de los rifeños era frecuente en el campo de Melilla, y la inseguridad de las embarcaciones era grande en las costas del Rif y Yebala, donde eran apresados los barcos europeos. No se podía contar con la colaboración del Imperio de Marruecos porque era una ficción: su autoridad no pasaba de la capital, mientras que el poder efectivo lo detentaban los jefes de las tribus.
Las potencias europeas coincidieron en la necesidad de pacificar la zona por medio de la fuerza. El general Narváez dio la primera respuesta ocupando las islas Chafarinas, el 6 de enero de 1848, para echar a los piratas y controlar la zona marítima. Francia reforzó su ejército africano y Gran Bretaña, su armada.
O'Donnell, ministro de la Guerra en 1854, nombró al brigadier Antonio Buceta gobernador de Melilla; éste presidió una comisión de jefes y oficiales del Estado Mayor que tenía por objeto estudiar la manera de defender los intereses españoles en el norte de África. Se propuso entonces la construcción de una línea de fuertes avanzados en el campo exterior de Ceuta. El acto era legal, según el tratado de paz firmado en 1799 con el sultán Muley Soliman, ampliado en 1845.
La situación, sin embargo, se caldeaba. Las minas francesas de Nemours eran atacadas constantemente por la cabila Beinzanacen, y las poblaciones de Achaz y la Sagara habían tomado las armas, soliviantadas por un imán. Los santones, como entonces se decía, estaban predicando la guerra santa contra el infiel. Melilla fue atacada por las cabilas rifeñas en septiembre de 1856. Las tropas mandadas por Buceta salieron de la ciudad y la batalla fue encarnizada: alrededor de 100 soldados españoles cayeron en el enfrentamiento.
El Gobierno ordenó al brigadier Ramón Gómez, comandante de Ceuta, la construcción de los puestos de guardia en el campo de la ciudad, pero fueron destruidos por las cabilas de Anghera en ataques nocturnos. Esto llevó a que se sustituyeran esos puestos por unos de defensa. En el primero de éstos se colocó el escudo de España, pero una noche fue derribado por los marroquíes. El ejército del Sultán destinado en la zona por el tratado de 1845 para impedir las agresiones no hizo nada. La inacción gubernamental marroquí no se debía solamente a la debilidad de su Estado, sino a que el Sultán se creía protegido por Gran Bretaña si dejaba que las cabilas atacaran las posiciones españolas con total impunidad. El objetivo era, claro está, que España abandonara sus plazas africanas.
En los primeros días de agosto de 1859 se observó una agitación inusual en el campo moro que rodeaba Ceuta, y disminuyeron las entradas de rifeños en la ciudad. Desde las murallas ceutíes se veía el alejamiento de las tiendas, el levantamiento de terraplenes y el movimiento de los cañones. En la madrugada del 10 de agosto, un grupo de rifeños descendió de los cerros y, encomendándose a Alá, derribó el escudo español colocado en una fortificación y lo destruyó. A continuación se dirigieron a los muros de Ceuta, disparando sus armas de fuego y un cañón. La tropa española los dispersó, pero al atardecer volvieron, más ordenados, aunque no tuvieron éxito. El 24 de agosto cerca de mil rifeños volvieron a la carga. Los soldados salieron de la plaza. La batalla se prolongó durante todo el día. Cuatro españoles y 58 marroquíes murieron. Las hostilidades continuaron los tres días siguientes.
El 3 de septiembre, los ingenieros salieron de la ciudad a continuar la construcción de las fortificaciones, ahora más necesarias, mientras el enemigo les disparaba. Les protegía el batallón de Cazadores de Madrid, dos compañías de Basbatro y cuatro del Fijo de Ceuta. Los enfrentamientos, con muertos, eran diarios.
El cónsul español en Tánger, Juan Blanco del Valle, exigió el 5 de septiembre al ministro del Sultán que obligara al bajá de las provincias a reponer el escudo y que sus soldados le rindieran armas; además, pidió que fueran castigados a su vista los infractores y que se reconociera el derecho de España a levantar fortificaciones en Ceuta en la línea de Sierra Bullones. Se dio un plazo de diez días, pero se amplió hasta el 15 de octubre por la muerte del gobernante marroquí, Muley Abdel Ramán.
El nuevo sultán, Muley Mohammad, quiso dilatar el proceso pidiendo la mediación de Gran Bretaña. Londres no se opuso a la intervención militar española, pero pidió una declaración escrita a Madrid para que, en caso de guerra, sólo se ocupara Tánger, hasta la ratificación de un nuevo tratado de paz. El Gobierno de O'Donnell, consciente de que el ultimátum debía ir acompañado de una preparación militar, ordenó que se reuniera en Algeciras un cuerpo de ejército de observación al mando del general Echagüe, y poco después en Cádiz una división de reserva, bajo las órdenes del general Orozco.
A mediados de octubre era evidente que se avecinaba la guerra. La Reina y el Gobierno estaban decididos. Las Cortes aprobaron la intervención militar el 22 de octubre de 1859. Sólo quedaba ver cuál era la respuesta de la sociedad y de la oposición, la del Partido Progresista. Pero hoy vamos a dejarlo aquí.
Mucho se ha discutido sobre la Guerra de África. Unos aseguran que fue un instrumento de distracción para ocultar problemas internos. Pero al Ejecutivo no le hacía falta, ya que el de O'Donnell, responsable del llamado Parlamento Largo (1858-1863), fue el ministerio más longevo, estable y próspero del reinado de Isabel II. Otros afirman que respondía a la nueva era de los imperialismos, y que España quiso competir con las potencias europeas, no en vano Francia estaba en plena expansión en Argelia y Gran Bretaña dominaba Marruecos.
No obstante, lo cierto es que la hostilidad marroquí había aumentado con la presencia europea en el norte de África. Ahí estaban la piratería, la dejación o connivencia del Sultán y la guerra santa predicada por los imanes. La violencia de los rifeños era frecuente en el campo de Melilla, y la inseguridad de las embarcaciones era grande en las costas del Rif y Yebala, donde eran apresados los barcos europeos. No se podía contar con la colaboración del Imperio de Marruecos porque era una ficción: su autoridad no pasaba de la capital, mientras que el poder efectivo lo detentaban los jefes de las tribus.
Las potencias europeas coincidieron en la necesidad de pacificar la zona por medio de la fuerza. El general Narváez dio la primera respuesta ocupando las islas Chafarinas, el 6 de enero de 1848, para echar a los piratas y controlar la zona marítima. Francia reforzó su ejército africano y Gran Bretaña, su armada.
O'Donnell, ministro de la Guerra en 1854, nombró al brigadier Antonio Buceta gobernador de Melilla; éste presidió una comisión de jefes y oficiales del Estado Mayor que tenía por objeto estudiar la manera de defender los intereses españoles en el norte de África. Se propuso entonces la construcción de una línea de fuertes avanzados en el campo exterior de Ceuta. El acto era legal, según el tratado de paz firmado en 1799 con el sultán Muley Soliman, ampliado en 1845.
La situación, sin embargo, se caldeaba. Las minas francesas de Nemours eran atacadas constantemente por la cabila Beinzanacen, y las poblaciones de Achaz y la Sagara habían tomado las armas, soliviantadas por un imán. Los santones, como entonces se decía, estaban predicando la guerra santa contra el infiel. Melilla fue atacada por las cabilas rifeñas en septiembre de 1856. Las tropas mandadas por Buceta salieron de la ciudad y la batalla fue encarnizada: alrededor de 100 soldados españoles cayeron en el enfrentamiento.
El Gobierno ordenó al brigadier Ramón Gómez, comandante de Ceuta, la construcción de los puestos de guardia en el campo de la ciudad, pero fueron destruidos por las cabilas de Anghera en ataques nocturnos. Esto llevó a que se sustituyeran esos puestos por unos de defensa. En el primero de éstos se colocó el escudo de España, pero una noche fue derribado por los marroquíes. El ejército del Sultán destinado en la zona por el tratado de 1845 para impedir las agresiones no hizo nada. La inacción gubernamental marroquí no se debía solamente a la debilidad de su Estado, sino a que el Sultán se creía protegido por Gran Bretaña si dejaba que las cabilas atacaran las posiciones españolas con total impunidad. El objetivo era, claro está, que España abandonara sus plazas africanas.
En los primeros días de agosto de 1859 se observó una agitación inusual en el campo moro que rodeaba Ceuta, y disminuyeron las entradas de rifeños en la ciudad. Desde las murallas ceutíes se veía el alejamiento de las tiendas, el levantamiento de terraplenes y el movimiento de los cañones. En la madrugada del 10 de agosto, un grupo de rifeños descendió de los cerros y, encomendándose a Alá, derribó el escudo español colocado en una fortificación y lo destruyó. A continuación se dirigieron a los muros de Ceuta, disparando sus armas de fuego y un cañón. La tropa española los dispersó, pero al atardecer volvieron, más ordenados, aunque no tuvieron éxito. El 24 de agosto cerca de mil rifeños volvieron a la carga. Los soldados salieron de la plaza. La batalla se prolongó durante todo el día. Cuatro españoles y 58 marroquíes murieron. Las hostilidades continuaron los tres días siguientes.
El 3 de septiembre, los ingenieros salieron de la ciudad a continuar la construcción de las fortificaciones, ahora más necesarias, mientras el enemigo les disparaba. Les protegía el batallón de Cazadores de Madrid, dos compañías de Basbatro y cuatro del Fijo de Ceuta. Los enfrentamientos, con muertos, eran diarios.
El cónsul español en Tánger, Juan Blanco del Valle, exigió el 5 de septiembre al ministro del Sultán que obligara al bajá de las provincias a reponer el escudo y que sus soldados le rindieran armas; además, pidió que fueran castigados a su vista los infractores y que se reconociera el derecho de España a levantar fortificaciones en Ceuta en la línea de Sierra Bullones. Se dio un plazo de diez días, pero se amplió hasta el 15 de octubre por la muerte del gobernante marroquí, Muley Abdel Ramán.
El nuevo sultán, Muley Mohammad, quiso dilatar el proceso pidiendo la mediación de Gran Bretaña. Londres no se opuso a la intervención militar española, pero pidió una declaración escrita a Madrid para que, en caso de guerra, sólo se ocupara Tánger, hasta la ratificación de un nuevo tratado de paz. El Gobierno de O'Donnell, consciente de que el ultimátum debía ir acompañado de una preparación militar, ordenó que se reuniera en Algeciras un cuerpo de ejército de observación al mando del general Echagüe, y poco después en Cádiz una división de reserva, bajo las órdenes del general Orozco.
A mediados de octubre era evidente que se avecinaba la guerra. La Reina y el Gobierno estaban decididos. Las Cortes aprobaron la intervención militar el 22 de octubre de 1859. Sólo quedaba ver cuál era la respuesta de la sociedad y de la oposición, la del Partido Progresista. Pero hoy vamos a dejarlo aquí.