Para conseguirlo, tenemos que aferrarnos al orgullo de ser latinoamericanos con hechos positivos serios, aunque no olvidemos que estas veinte décadas han estado bañadas en sangre y llanto y, muy sutilmente, cubiertas por un espíritu de apatía.
La miseria y el hambre han campado por sus respetos desde que se armó la gresca por el florero de Llorente en la Plaza de Bolívar de Bogotá, el 20 de julio de 1810; luego vinieron el grito emancipador de Dolores, Guanajuato, el 15 de septiembre, avivado por Miguel Hidalgo, padre de la patria mexicana, y la revuelta centroamericana del mismo día... once años más tarde, es decir, el 15 de septiembre de 1821.
Aquellos gritos independentistas no trajeron lo soñado para América Latina, pero la culpa es tanto de los gobernantes como de quienes delegaron en corruptos, ineptos y codiciosos el manejo de las riquezas. Pasamos de una opresión monárquica de virreyes en contubernio con la oligarquía criolla a otra comandada por unas pocas familias, que hicieron presa sobre la política, la industria y la economía y legaron sus poderes a sus descendientes.
Desde entonces, Latinoamérica sufre por el imperio de ciertos dirigentes insensibles, algunos empresarios injustos y unos pueblos sumisos, cuya emancipación ha representado una victoria pírrica. Las evocaciones de los gritos de libertad son fútiles, porque lo que impera es la desidia, la indiferencia y la infamia.
A pesar de todo, echemos cohetes y quememos pólvora, como si con las conmemoraciones libertarias empezáramos a salir del abismo en que caímos.
Luchemos por un futuro realmente soberano, que no dependa sólo de las economías extranjeras, ni de corporaciones mundiales. Construyamos un destino propio, laboralmente eficaz, sin miedos, odios, intrigas ni envidias. Trabajemos bien y con honradez. Renunciemos al paternalismo, es decir, no esperemos ayuda de papá Gobierno. Erradiquemos la corrupción empezando por casa; no guardemos silencio ante quienes intentan hacernos cómplices de engaños y trampas. Combatamos a los dirigentes mesiánicos y que vienen proclamando que nos van a sacar del hoyo y al final nos meten en uno más profundo.
No hay que permitir que la algarabía que nos embriaga por el bicentenario se vuelva un teatro para encubrir los errores de siempre. Desistamos del resentimiento contra los españoles, porque no fueron ellos los culpables de la calamidad subsiguiente; lo fueron nuestros precursores y sus legatarios, que no supieron o no quisieron guiarnos hacia una libertad verdadera.
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