La Bolsa, que no es más que un mercado especializado donde se intercambian acciones, títulos de deuda y otros productos financieros –es decir, cantidades ingentes de papel–, no vive ajena al mundo real. Si éste va bien, o los agentes económicos piensan que va bien, la Bolsa sube, porque se compra mucho. Si va mal, o existe la sospecha de que va mal, la Bolsa baja, porque lo que antes se había comprado... luego se vende a toda pastilla.
Lo único que la diferencia de otros mercados, como el mercadillo de verduras que se celebra semanalmente en todos los pueblos de España, es que lo que impera allí es lo intangible. Cualquier producto puede entrar en ella, incluidas, por supuesto, las verduras, o las empresas verduleras, que también las hay.
Existe la idea equivocada de que la Bolsa es una lotería, que entrar en ella es, como decía Ruhland, como hacerlo en el Casino de Montecarlo... "pero sin música". Nada más lejos de la realidad: a diferencia de lo que ocurre en el bacará, los flujos bursátiles siempre responden a estímulos reales. El siglo XIX, que viene a ser el siglo de oro del capitalismo moderno, vivió cinco batacazos bursátiles de alcance mundial. Los cinco, perfectamente explicables. Así que de lotería nada.
El primero fue el crack de 1825, también conocido como "crack de la minería". Al finalizar las guerras napoleónicas, Europa entró en una era de exuberante inversión y gasto a raudales. La paz, compañera imprescindible de la prosperidad, hizo posible que durante aquellos años ingleses y franceses se lanzasen desbocados a hacer negocios por el mundo. El escopetazo de salida lo dieron las minas de Sudamérica, que se convirtieron en activos valiosísimos tras su abandono forzoso por parte de la corona española.
La plata americana empezó a recorrer el mundo a velocidad pasmosa, y, como siempre que se amplia de golpe la masa monetaria, sus propietarios empezaron a buscar negocios donde invertir ese dineral. Unos eran buenos; otros, ruinosos. Se construyeron canales y caminos, se armaron flotas enteras, se emitieron bonos a mansalva contra las minas..., hasta que se descubrió que la plata había jugado, de nuevo, una mala pasada a los europeos y el sistema colapsó. En Inglaterra quebraron 66 bancos, seis de ellos en la City, epicentro de la economía mundial. Desde allí, la crisis se extendió al resto del planeta. Como aún no se habían inventado los rescates públicos, la herida cicatrizó pronto y el mundo se puso otra vez a negociar.
La bonanza duraría más de 30 años. En 1857 las bolsas de todo el mundo volvieron a temblar. El año anterior había terminado la guerra de Crimea, la primera de las modernas, la primera en la que se empleó el ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo y la fotografía, lo cual la hizo tremendamente popular: por primera vez en la historia se podía seguir un conflicto casi en tiempo real y viendo las caras de los que combatían. Toda Europa se apuntó entusiasmada a la experiencia de vivir las operaciones en directo. En España se decía que para hacer buenos negocios sólo eran necesarios "agua, sol y guerra en Sebastopol", lo que refleja el optimismo del momento.
Durante la década anterior el mundo civilizado había registrado un crecimiento económico sorprendente, gracias a la rápida implantación de la industria y el crecimiento demográfico. Parte era real y parte ficticio. Los bancos prestaban mucho más dinero del que tenían en depósito, con la ilusión de que la euforia iba a durar indefinidamente. El final de la guerra hizo caer de golpe el precio del grano, y algunos ahorradores empezaron a retirar sus fondos de los bancos. Por si acaso. No hizo falta más. Automáticamente se produjo una corrida bancaria, y las bolsas cayeron como fichas de dominó; empezando por la de Nueva York, la más expuesta al dinero-basura que habían creado los bancos americanos. Entonces no existía un banco central que ejerciese de prestamista de última instancia y todo se fue al garete súbitamente: nada de agonías interminables, como la actual.
Esta de 1857 pilló de lleno a España. La Bolsa de Barcelona se derrumbó. Muchas de sus sociedades habían emitido papel y más papel sin respaldo; por ejemplo, la Compañía de Seguros Marítimos La Salvadora, que quebró en una mañana. Todo el tinglado especulativo se vino abajo, dejando en la miseria a desconsolados inversores que lo habían perdido todo... y a hábiles corredores airosos por haber podido salir a tiempo de la espiral alcista. En esto de la Bolsa, todo el que entra lo hace pensando en ganar mucho en poco tiempo: de ahí que nunca haya faltado una bien nutrida reserva de tontos codiciosos que piden a gritos que alguien les estafe.
Nueve años después, cuando las aguas parecían haberse calmado, el 10 de mayo de 1866 un banco inglés: el Overend, Gurney and Company, que había empleado el dinero de los depósitos en inversiones a largo plazo en sectores como el del ferrocarril, se quedó sin liquidez y presentó suspensión de pagos. Dos días después, la crisis ya estaba en la Ciudad Condal. A lo largo de la misma mañana quebraron el Crédito Mobiliario Barcelonés y la Catalana General de Crédito. Ese mismo día, el Marqués de Salamanca se deshizo de cien millones de duros en títulos tóxicos. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, y para evitar más bancarrotas, las autoridades suspendieron los pagos en metálico. Un detalle: los directivos del Overend, Gurney and Company fueron llevados ante la Justicia.
El pánico del 66 fue el aperitivo de lo que habría de venir siete años más tarde, en 1873, coincidiendo con la proclamación en España de la I República. Se juntaron el hambre y las ganas de comer. Acababan de terminar tres guerras: la de Secesión norteamericana, la Austro-Prusiana y la Franco-Prusiana. A un periodo de gran liquidez, inflación y optimismo le sobrevino el ajuste con descuento. El disparador fue distinto en cada país. En Estados Unidos, el abandono del patrón bimetálico y el subsiguiente derrumbe del precio de la plata anticipó la crisis, que se intensificó con la quiebra de varios bancos que se habían dejado hasta la cartera en la burbuja de los ferrocarriles. En Alemania, la abundancia de dinero fresco proveniente del pago de las indemnizaciones de guerra hinchó un combinado de burbujas: inmobiliaria, ferroviaria y naviera, que estalló de repente.
Las plazas europeas fueron cayendo a lo largo de la primavera. Viena fue la primera, y se desmoronó en una sola jornada. Nadie se lo explicaba, pero el origen de todo estaba en una sobreinversión ciega mantenida durante varios años. La perfecta sincronización de los sucesivos cracks hizo exclamar al Barón de Rothschild: "El mundo entero se ha convertido en una ciudad".
Para acabar de empeorar las cosas, se dictaron leyes proteccionistas por doquier, lo que provocó que la crisis se alargase hasta el final de la década.
En 1882, las bolsas mundiales se volvieron a hundir. El pánico empezó en París, con la bancarrota de la Union Générale, uno de esos bancos-milagro, que había multiplicado por seis su cotización bursátil en sólo tres años. Al final era todo paja, títulos fiduciarios y esperanzas vanas. Pronto se contagió a Barcelona, donde se produjo una corrida antológica, y no precisamente de toros. Fue la última del siglo, que consumió sus últimos años con cierta tranquilidad bursátil, sólo salpicada por pánicos puntuales y localizados. Lo bueno estaba por venir.
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Lo único que la diferencia de otros mercados, como el mercadillo de verduras que se celebra semanalmente en todos los pueblos de España, es que lo que impera allí es lo intangible. Cualquier producto puede entrar en ella, incluidas, por supuesto, las verduras, o las empresas verduleras, que también las hay.
Existe la idea equivocada de que la Bolsa es una lotería, que entrar en ella es, como decía Ruhland, como hacerlo en el Casino de Montecarlo... "pero sin música". Nada más lejos de la realidad: a diferencia de lo que ocurre en el bacará, los flujos bursátiles siempre responden a estímulos reales. El siglo XIX, que viene a ser el siglo de oro del capitalismo moderno, vivió cinco batacazos bursátiles de alcance mundial. Los cinco, perfectamente explicables. Así que de lotería nada.
El primero fue el crack de 1825, también conocido como "crack de la minería". Al finalizar las guerras napoleónicas, Europa entró en una era de exuberante inversión y gasto a raudales. La paz, compañera imprescindible de la prosperidad, hizo posible que durante aquellos años ingleses y franceses se lanzasen desbocados a hacer negocios por el mundo. El escopetazo de salida lo dieron las minas de Sudamérica, que se convirtieron en activos valiosísimos tras su abandono forzoso por parte de la corona española.
La plata americana empezó a recorrer el mundo a velocidad pasmosa, y, como siempre que se amplia de golpe la masa monetaria, sus propietarios empezaron a buscar negocios donde invertir ese dineral. Unos eran buenos; otros, ruinosos. Se construyeron canales y caminos, se armaron flotas enteras, se emitieron bonos a mansalva contra las minas..., hasta que se descubrió que la plata había jugado, de nuevo, una mala pasada a los europeos y el sistema colapsó. En Inglaterra quebraron 66 bancos, seis de ellos en la City, epicentro de la economía mundial. Desde allí, la crisis se extendió al resto del planeta. Como aún no se habían inventado los rescates públicos, la herida cicatrizó pronto y el mundo se puso otra vez a negociar.
La bonanza duraría más de 30 años. En 1857 las bolsas de todo el mundo volvieron a temblar. El año anterior había terminado la guerra de Crimea, la primera de las modernas, la primera en la que se empleó el ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo y la fotografía, lo cual la hizo tremendamente popular: por primera vez en la historia se podía seguir un conflicto casi en tiempo real y viendo las caras de los que combatían. Toda Europa se apuntó entusiasmada a la experiencia de vivir las operaciones en directo. En España se decía que para hacer buenos negocios sólo eran necesarios "agua, sol y guerra en Sebastopol", lo que refleja el optimismo del momento.
Durante la década anterior el mundo civilizado había registrado un crecimiento económico sorprendente, gracias a la rápida implantación de la industria y el crecimiento demográfico. Parte era real y parte ficticio. Los bancos prestaban mucho más dinero del que tenían en depósito, con la ilusión de que la euforia iba a durar indefinidamente. El final de la guerra hizo caer de golpe el precio del grano, y algunos ahorradores empezaron a retirar sus fondos de los bancos. Por si acaso. No hizo falta más. Automáticamente se produjo una corrida bancaria, y las bolsas cayeron como fichas de dominó; empezando por la de Nueva York, la más expuesta al dinero-basura que habían creado los bancos americanos. Entonces no existía un banco central que ejerciese de prestamista de última instancia y todo se fue al garete súbitamente: nada de agonías interminables, como la actual.
Esta de 1857 pilló de lleno a España. La Bolsa de Barcelona se derrumbó. Muchas de sus sociedades habían emitido papel y más papel sin respaldo; por ejemplo, la Compañía de Seguros Marítimos La Salvadora, que quebró en una mañana. Todo el tinglado especulativo se vino abajo, dejando en la miseria a desconsolados inversores que lo habían perdido todo... y a hábiles corredores airosos por haber podido salir a tiempo de la espiral alcista. En esto de la Bolsa, todo el que entra lo hace pensando en ganar mucho en poco tiempo: de ahí que nunca haya faltado una bien nutrida reserva de tontos codiciosos que piden a gritos que alguien les estafe.
Nueve años después, cuando las aguas parecían haberse calmado, el 10 de mayo de 1866 un banco inglés: el Overend, Gurney and Company, que había empleado el dinero de los depósitos en inversiones a largo plazo en sectores como el del ferrocarril, se quedó sin liquidez y presentó suspensión de pagos. Dos días después, la crisis ya estaba en la Ciudad Condal. A lo largo de la misma mañana quebraron el Crédito Mobiliario Barcelonés y la Catalana General de Crédito. Ese mismo día, el Marqués de Salamanca se deshizo de cien millones de duros en títulos tóxicos. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, y para evitar más bancarrotas, las autoridades suspendieron los pagos en metálico. Un detalle: los directivos del Overend, Gurney and Company fueron llevados ante la Justicia.
El pánico del 66 fue el aperitivo de lo que habría de venir siete años más tarde, en 1873, coincidiendo con la proclamación en España de la I República. Se juntaron el hambre y las ganas de comer. Acababan de terminar tres guerras: la de Secesión norteamericana, la Austro-Prusiana y la Franco-Prusiana. A un periodo de gran liquidez, inflación y optimismo le sobrevino el ajuste con descuento. El disparador fue distinto en cada país. En Estados Unidos, el abandono del patrón bimetálico y el subsiguiente derrumbe del precio de la plata anticipó la crisis, que se intensificó con la quiebra de varios bancos que se habían dejado hasta la cartera en la burbuja de los ferrocarriles. En Alemania, la abundancia de dinero fresco proveniente del pago de las indemnizaciones de guerra hinchó un combinado de burbujas: inmobiliaria, ferroviaria y naviera, que estalló de repente.
Las plazas europeas fueron cayendo a lo largo de la primavera. Viena fue la primera, y se desmoronó en una sola jornada. Nadie se lo explicaba, pero el origen de todo estaba en una sobreinversión ciega mantenida durante varios años. La perfecta sincronización de los sucesivos cracks hizo exclamar al Barón de Rothschild: "El mundo entero se ha convertido en una ciudad".
Para acabar de empeorar las cosas, se dictaron leyes proteccionistas por doquier, lo que provocó que la crisis se alargase hasta el final de la década.
En 1882, las bolsas mundiales se volvieron a hundir. El pánico empezó en París, con la bancarrota de la Union Générale, uno de esos bancos-milagro, que había multiplicado por seis su cotización bursátil en sólo tres años. Al final era todo paja, títulos fiduciarios y esperanzas vanas. Pronto se contagió a Barcelona, donde se produjo una corrida antológica, y no precisamente de toros. Fue la última del siglo, que consumió sus últimos años con cierta tranquilidad bursátil, sólo salpicada por pánicos puntuales y localizados. Lo bueno estaba por venir.
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