Pues bien: no hubo golpe de estado, ni fue una toma del poder ilegal y violenta. Tampoco, por cierto, se impidió la libre expresión de los españoles, incluidos los americanos, para constituir las Cortes en 1810 y 1813. Si aceptamos que lo que tuvo lugar en Cádiz fue un golpe de estado, cualquier cambio político, desde una Transición a una reforma constitucional, podría ser calificado así.
Veamos cómo se produjeron los acontecimientos.
Tras las renuncias de Carlos IV y Fernando VII en Bayona a principios de mayo de 1808, los españoles se quedaron solos. El Consejo de Castilla y la Junta de Gobierno nombrados por el Borbón se plegaron a la nueva situación. La Iglesia católica aceptó al Bonaparte y condenó cualquier protesta, incluida la que tuvo lugar el Dos de Mayo en Madrid. Muchos españoles con formación y perspectiva histórica, cansados de los últimos veinte años de gobierno borbónico y convencidos de la decadencia del país, decidieron apostar por José Bonaparte como instrumento de renovación y progreso; fueron los afrancesados. Otros muchos, la mayoría, se levantaron en armas contra el invasor y formaron Juntas Provinciales. El propósito era claro: recobrar la independencia, sinónimo entonces de libertad nacional, echando al francés y restaurando a Fernando VII. Sin embargo, el proyecto político sobre el que asentar dicha restauración no estaba claro. Mientras, para coordinar la dirección política y el esfuerzo militar, las Juntas decidieron crear un Gobierno nacional, al que llamaron Junta Central. Esta Junta se reunió en Aranjuez el 25 de septiembre de 1808, presidida por el viejo conde de Floridablanca. Sus miembros convinieron, recogiendo la opinión de Juntas, instituciones y personalidades, que la mejor solución era la reunión de las Cortes como expresión de la nación para resolver la cuestión política.
La Junta Central creó entonces una Comisión de Cortes –presidida por el arzobispo de Laodicea y en la que estuvo Jovellanos–, que a su vez formó siete juntas de apoyo, de la cuales la más importante fue la Junta de Legislación, cuya tarea fue examinar y proponer a las futuras Cortes las reformas legislativas que estimase oportunas, para lo cual era imprescindible seguir las leyes fundamentales del Reino. En la Junta Central hubo tres posturas en cuanto a cómo debían convocarse las Cortes y cuáles debían ser sus poderes.
La primera fue la que defendió Jovellanos, el hombre más destacado de aquel Gobierno nacional. Los dictámenes que elaboró fueron recogidos y publicados como Memoria en Defensa de la Junta Central. Jovellanos elaboró entonces el ideario que con variaciones fue defendido por los realistas en las Cortes, y cuyo espíritu animó el pensamiento liberal conservador hasta Cánovas. A juicio de Jovellanos, las Cortes debían representar lo conservador y lo cambiante de la opinión y de los intereses del país, y, continuando la historia de España, tenían que ser convocadas y reunidas al modo tradicional, es decir, por estamentos. Esas Cortes, abundó, debían respetar las leyes fundamentales para elaborar la nueva Constitución. Esta fórmula no era entonces un seguro de conservadurismo institucional o tradicionalismo; de hecho, así se convocaron en Francia los Estados Generales en 1788, y luego se constituyeron en Asamblea Nacional revolucionaria.
Una segunda postura fue la que sostuvieron los absolutistas Francisco Javier Caro y Rodrigo Riquelme, que solicitaron la convocatoria de unas Cortes no estamentales basadas en el llamamiento a las ciudades y villas que habían tenido voto en dicha institución. No tuvieron en cuenta América ni las ciudades que no habían tenido voto. Su propuesta era que las nuevas Cortes se limitaran a restablecer las antiguas Leyes Fundamentales y marginar todo intento de elaborar una Constitución. Se trataba de una simple vuelta a marzo de 1808, cuando Fernando VII tomó el poder con –éste sí– un golpe de estado, el llamado Motín de Aranjuez.
La tercera postura la expuso el liberal Lorenzo Calvo de Rozas. Invocaba la soberanía nacional y pedía la convocatoria de unas Cortes unicamerales y constituyentes, porque una sola era la nación y, por tanto, una sola su representación. Su propósito debía ser la elaboración de unas leyes nuevas que impidieran la tiranía interior y la exterior, porque para evitar ambas de nada habían servido las Leyes Fundamentales. Esta propuesta la formalizó y extendió Manuel José Quintana, secretario de la Junta Central, y fue la que sostuvieron los diputados liberales en las Cortes de Cádiz.
La postura que salió adelante fue la de Jovellanos, quien redactó un decreto el 29 de enero de 1810 por el que se convocaban para el 1 de marzo de ese año unas Cortes Generales y Extraordinarias compuestas de dos cámaras. Esas Cortes, explicaba el citado decreto, tendrían poder legislativo para reformar las leyes, y una Regencia asumiría el ejecutivo y fiscalizaría las iniciativas parlamentarias. Cada cámara tendría un sistema de elección distinto: sufragio universal indirecto la popular, y mediante designación la alta. Se inició entonces la elección de los representantes del Estado General según el decreto del 1 de enero de 1810.
La instrucción electoral general estableció un diputado de cada Junta Superior, otro de cada ciudad con voto en Cortes, según las que se reunieron en 1789, y de forma proporcional a la población en las provincias –1 por cada 50.000 almas, y fracción de 25.000–. Así se contentaba a las autoridades constituidas en el verano de 1808, se enlazaba con la tradición y se daba voz a la nación. La elección era en tres grados: parroquial, de partido y provincial. Los electores habían de tener más de 25 años, con "casa abierta" en el lugar, incluidos los seculares. Las juntas parroquiales elegían a doce hombres, que formaban, con los elegidos por otras parroquias, la junta de partido. Ésta elegía a otros doce, que componían la junta provincial junto a los representantes de otros partidos. Finalmente, la provincial elegía a los diputados.
Mientras las elecciones a la Cámara Baja se celebraron, quedó pendiente la convocatoria de la Alta. Sin embargo, la Regencia –nombrada por la Junta Central y compuesta por el obispo de Orense y Lardizábal (antiliberales), así como por el general Castaños, Francisco de Saavedra y Antonio Escaño (convidados de piedra)– no mostró el menor interés en reunir las Cortes, con lo que la convocatoria de los privilegiados no se efectuó. A esto contribuyó el hecho de que el decreto de convocatoria del 29 de enero desapareciera en el traslado de la Junta Central de Sevilla a Cádiz. Todos culparon a Quintana, oficial mayor de la Secretaría General, pero él siempre se defendió de tal acusación; es más, el papel apareció en octubre de 1810 entre los legajos que se habían entregado en febrero al Ministerio de Gracia y Justicia.
La Regencia provocó una inacción perniciosa, por lo que las Juntas provinciales comisionaron al conde de Toreno y a Guillermo Hualde –uno liberal y otro realista– para que instaran a la pronta reunión de Cortes. Los ponentes alegaron que debía atajarse la crisis política y aumentar el ánimo de los combatientes presentando a los españoles un proyecto político de libertad e independencia. La reunión terminó mal, y el enfado del obispo de Orense fue épico. A pesar de todo, el 18 de junio se decretó la reunión de las Cortes con los electos del Estado General.
¿Por qué nadie, incluidos los realistas, protestó y exigió el cumplimiento del decreto del 29 de enero? La razón es que todos creyeron que así salían ganando. Los realistas, defensores de la tradición y de las Leyes Fundamentales, ya se habían manifestado por una sola cámara, y creían que su prestigio social les granjearía una influencia política decisiva. Manuel Camo, uno de sus representantes, dijo que los privilegiados habían ejercido con eficacia su voto pasivo y activo; es decir, como elegibles y electores. Los liberales también creyeron que el olvido de la Cámara Alta les beneficiaba, dado que dominaban la propaganda mejor que los realistas –los absolutistas aún no habían entrado en juego, lo hicieron tras la abolición de la Inquisición– y estaban mejor organizados en Cádiz, de la mano de Argüelles y Toreno.
Las Cortes se abrieron el 24 de septiembre de 1810. Los liberales habían preparado aquella primera sesión, cumpliendo con su trabajo, con el objetivo de asentar las bases del nuevo orden que terminaron por derribar los pilares del Antiguo Régimen. Había que aprovechar la "ocasión gloriosa" que les presentaba la fortuna, escribió Quintana, y "coronar la obra de la independencia con la fundación de la libertad política y civil, única recompensa digna de una nación tan generosa". Isidoro de Antillón afirmaba que de no actuar se perdería "la singular ocasión (...) de ser libres y de echar abajo el despotismo y la arbitrariedad".
Diego Muñoz Torrero, diputado por Extremadura, catedrático de Filosofía en Salamanca y sacerdote, fue el encargado de leer el discurso que constituiría la "primera piedra de los cimientos", en palabras de Toreno, de los trabajos de las Cortes. La alocución no se recogió porque todavía no existía el Diario de Sesiones. No obstante, sí se tradujo en una proposición, que presentó Manuel Luján. Según el conde de Toreno, Muñoz Torrero se apoyó en las antiguas leyes y en las circunstancias para sostener una serie de proposiciones para la definición del ordenamiento constitucional.
La primera proposición era el reconocimiento de que la soberanía residía en la nación, y que las Cortes eran su representación. La segunda era reiterar la legitimidad de Fernando VII –continuidad y tradición– y la nulidad de lo acontecido en Bayona, especialmente por haberse hecho sin consentimiento de la nación. La tercera establecía la separación entre los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo, y este último quedaba reservado a las Cortes. El Ejecutivo recaía en la Regencia, que debía prestar juramento de reconocimiento de la soberanía nacional y de la autoridad de las Cortes. Además, el juramento aludía a la conservación de la "independencia, libertad e integridad de la nación" y de la religión católica, a trabajar por el restablecimiento de Fernando VII y a "mirar en todo por el bien del Estado". La quinta proposición pretendía mantener la administración militar, administrativa y de justicia, algo que, contando con las razones prácticas en la construcción de un Estado nuevo, pareció entonces lógico, porque la mayor parte de la sociedad se mostró favorable a la reunión de Cortes. Por último, la sexta estableció la inviolabilidad del diputado, a fin de preservar su libertad; quedó sólo sujeto al reglamento que las Cortes se dieran.
El decreto del 24 de septiembre fue el fundamento de la comisión constitucional y de las resoluciones posteriores de las Cortes, y permitió a los liberales concentrar el poder en éstas siempre de forma legal y legítima. Las Cortes manejaron el Legislativo y en la práctica el Ejecutivo, como vio Jovellanos y luego ha señalado el historiador Miguel Artola. En esta situación, el embajador inglés propuso a Argüelles que sustituyeran la Regencia por un Gobierno parlamentario. El líder liberal lo desestimó, no porque no tuviera sentido, sino para mantener la concordia y alejar el fantasma de una revolución como la francesa.
No hubo, por tanto, un golpe de estado, sino un proceso legal, legítimo y aceptado por la nación y las instituciones, para establecer un orden político que impidiera el desgobierno vivido con Carlos IV y asegurara la independencia y, en consecuencia, la libertad. Se trataba de sustituir la Monarquía de 1808 por una mejor, y así pensaban liberales y realistas, no los absolutistas, quienes finalmente consiguieron el poder en 1814, a despecho y por errores de los dos anteriores.