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1812

Fundadores de la libertad

Ahora que se acerca el bicentenario de la Constitución de Cádiz, no faltarán los fastos que recuerden las Cortes y el texto de 1812. Está bien, pero a mi entender lo que hay celebrar es a los hombres que la elaboraron y la hicieron posible, sus ideas, principios y valores; aquella brillantez que dio contenido político moderno al levantamiento de 1808 y puso a España en la vanguardia de la historia de la libertad.


	Ahora que se acerca el bicentenario de la Constitución de Cádiz, no faltarán los fastos que recuerden las Cortes y el texto de 1812. Está bien, pero a mi entender lo que hay celebrar es a los hombres que la elaboraron y la hicieron posible, sus ideas, principios y valores; aquella brillantez que dio contenido político moderno al levantamiento de 1808 y puso a España en la vanguardia de la historia de la libertad.

La Constitución consagraba la libertad moderna, fundada en la soberanía nacional, el reconocimiento y garantía de los derechos individuales, y la división de poderes. Además, instituía dos elementos claves de la modernidad: el constitucionalismo como concepción de un régimen basado en una norma suprema creada por una institución elegida por la nación y el parlamentarismo, que tiene las Cortes como origen y centro de la vida política y legislativa. Por otro lado, el código de Cádiz establecía un sistema "democrático" para la renovación de las instituciones representativas (excepción hecha de la Jefatura del Estado), lo que hacía a los políticos susceptibles de un mínimo control de su acción o de sus ideas por parte de la opinión pública. La nueva relación con la América española que inspiró a los liberales y plasmó el texto de Cádiz abrió vías de colaboración y entendimiento. Y en lo referido a las relaciones con la Iglesia, la Constitución estableció la confesionalidad del Estado, al definir a la nación española como "perpetuamente" católica y prohibir el resto de religiones, si bien eliminaba la Inquisición, lo que era algo lógico, dado que reconocía la libertad de expresión y dejaba sus límites a las leyes y a los tribunales de justicia.

Sin embargo, La Pepa era una Constitución ingenua, rígida o complicada de reformar, concebida para enfrentar al Parlamento con el Rey; no tenía una tabla de derechos y era demasiado larga, minuciosa y reglamentista, lo que hizo difícil la alternancia de opciones políticas. Popularmente, tampoco era eficaz. Los realistas y el integrismo católico siempre la vieron como un texto masónico, francés, antiespañol, antimonárquico y contrario a los derechos de la Iglesia, lo que para algunos era lo mismo que decir demoníaca. Del mismo modo, el radicalismo liberal la concibió a partir de 1814, tras el golpe fernandino, como un instrumento de revancha, de venganza de una España sobre la otra.

Por suerte, la generación nacida en la década de 1830 comenzó a ver la Constitución de 1812 como el inicio de la nación política y de la libertad moderna, esto es, la nación española concebida como nación de ciudadanos –no de vasallos–; en sentido práctico, se buscaba un régimen basado en la soberanía nacional, los derechos individuales y la separación de poderes. Como mito del nacionalismo español, figuraba entre los episodios de patriotismo, especialmente el Dos de Mayo y la resistencia de Gerona o Zaragoza; pero, a diferencia de estos, el Cádiz de las Cortes tenía un sentido liberal.

Quedaron entonces tres cosas que celebrar: la Constitución de Cádiz, como símbolo del inicio de la modernidad ligada a la libertad; las Cortes que la alumbraron, como reivindicación del parlamentarismo, y el vínculo con la América española, en un intento de recuperar las relaciones perdidas tras los procesos de independencia. Esto fue lo más señalado en el siglo XIX y en el primer centenario, y lo será ahora, doscientos años después. Sin embargo, quedará desdibujado, quizá olvidado, el elemento básico, el de los hombres que protagonizaron aquel proceso revolucionario entre 1808 y 1812, con sus aciertos y errores. Esos individuos que emplearon su tiempo y su hacienda, la vida en ocasiones, para fundar la libertad en España.

Eran hombres de raíz ilustrada, que creían en el poder de la razón, en la capacidad para convencer a partir de argumentos, en la ciencia, en la educación en los saberes modernos, y en que el motor del progreso estaba en la libertad de los individuos. Por eso había que luchar contra las tiranías, en concreto contra la francesa de Napoleón y la despótica de Carlos IV, del mismo modo que había que combatir la superstición, la ignorancia y el fanatismo.

Antes de que las Cortes se reunieran en Cádiz en septiembre de 1810, fueron dos los liberales que configuraron el cambio político: Manuel José Quintana y José María Blanco (luego conocido como Blanco White); pero no hay que olvidar la importantísima labor e influencia de Jovellanos, aunque fuera del liberalismo. Fue el tiempo de la propaganda y la organización del grupo liberal. Quintana (1772-1857) definió el patriotismo como la entrega a una patria, la tierra de los padres, ligada de manera indispensable a la libertad. "Sin libertad no hay patria", que escribió Flórez Estrada. Ese patriotismo iba ligado a las virtudes cívicas, a esos principios éticos que guiaban el buen gobierno y al buen ciudadano. Quintana difundió sus ideas en el Semanario Patriótico, la publicación más influyente de su tiempo, y su teatro y su poesía pusieron los cimientos para la interpretación liberal de la historia de España, algo que no comenzó a realizarse hasta la década de 1830, y de forma sistemática con Modesto Lafuente.

Blanco White (1775-1841), perseguido por los realistas, marchó a Londres en marzo de 1810, y allí publicó la revista El Español, desde donde criticó el proceso político. En su etapa española, Blanco destacó por su defensa de la soberanía nacional, su campaña a favor de la reunión de unas Cortes unicamerales y su crítica de los privilegios estamentales de la Iglesia y la nobleza. Tanto Quintana como Blanco, ambos en el Semanario Patriótico, consideraban que era necesario crear liberales, es decir, generar una opinión pública con una cultura política sobre la cual edificar un régimen representativo. Su concepto de libertad era moderno: consistía en que la nación sólo estuviera sujeta a las leyes que ella misma se diera. De ahí que su idea de independencia no fuera la mera vuelta de Fernando VII, sino el que la nación española se considerara un sujeto capaz de darse su propia norma, su ley y su rey. Libertad e independencia cobraban así un nuevo sentido.

Junto a estos merecen ser destacados Isidoro de Antillón (1778-1814) y Alberto Lista (1775-1848), aunque en un segundo plano respecto a los anteriores. Antillón formó parte del grupo de Quintana hasta que se vio obligado a ir a Mallorca, donde desarrolló su actividad política a través de la publicación Aurora Patriótica Mallorquina y pese a la desenfrenada crítica episcopal. A consecuencia de la detención que sufrió en 1814, tras el golpe fernandino, su enfermedad se agravó y murió. Pero aun después de muerto los realistas, ya en 1823, violaron su tumba y quemaron sus restos. Alberto Lista se dedicó a propagar el ideario liberal de forma muy pedagógica en el periódico El Espectador Sevillano (1809), hasta que Sevilla, su ciudad, se rindió a las tropas napoleónicas; entonces se hizo afrancesado.

Entre 1810, cuando se reunieron las Cortes, y 1812, en que se promulgó la Constitución, hay un nombre que resalta, el de Agustín de Argüelles (1776-1844). Viajó desde Londres con el conde de Toreno para combatir al francés, pero la edad se lo impidió. Trabajó para la Junta Central protegido por Jovellanos, otro de los grandes hombres del momento. Refugiado en Cádiz, organizó junto a su amigo Toreno el grupo de liberales que destacó en las Cortes por su eficacia. Defendió en la Cámara la libertad de imprenta, verdadero pilar de un régimen de opinión. Dirigió la comisión constitucional y elaboró su Discurso preliminar, auténtico decálogo del liberalismo clásico español. Argüelles sostuvo que la "nueva Constitución" hundía sus raíces en la tradición española, en la tradición de una Monarquía limitada, tal y como les había contado Martínez Marina.

La fórmula de su tiempo era una Monarquía controlada por un Parlamento nacional y con una Constitución elaborada por la nación soberana. A este parlamentarismo y constitucionalismo Argüelles sumaba lo que los Quintana, Blanco, Lista y otros tantos habían estado predicando desde 1808: la soberanía nacional como motor del sistema, los derechos individuales reconocidos y garantizados para asegurar la libertad de los ciudadanos y la separación de poderes, que impidiera la arbitrariedad de las instituciones.

Argüelles quiso que hubiera una revolución a la española, sin los desmanes de la francesa ni la guerra civil que desangró Norteamérica. No propugnó la liquidación social de los privilegiados o de los realistas, ni la secularización de la vida política y social, y cuando se tuvo que retirar lo hizo. Su comportamiento fue tan intachable, que cuando fue capturado por los golpistas fernandinos de 1814 tuvieron que involucrarlo en una falsa conspiración, la de Audinot. Pese a que acabó descubriéndose la farsa, fue confinado en el Fijo de Ceuta, donde, por otro lado, fue muy bien tratado.

Junto a Argüelles es obligado citar a Diego Muñoz Torrero, el clérigo que como diputado proclamó la soberanía de la nación y murió en la cárcel; al conde de Toreno, a Álvaro Flórez Estrada, a Antonio Alcalá Galiano y a Francisco Martínez de la Rosa.

Sirva el bicentenario de la Constitución de 1812 para recordar a aquellos hombres que, según feliz frase de Quintana, fueron los "fundadores de la libertad" en España. 

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