Repudiado por Occidente, el régimen de Franco tuvo que buscar otros aliados, y los encontró en Hispanoamérica y en el mundo árabe. Martín-Artajo, ministro de Exteriores desde julio de 1945, propuso al dictador el acercamiento a países que no tuvieran escrúpulos en aceptar la condición del régimen español. Y encontró la aceptación de Arabia Saudí, Irak, Yemen, Siria, Líbano, Transjordania y Egipto. Estos países suponían casi el 10% de los votos de la Asamblea General de la ONU. La idea fue inmediatamente aceptada; de hecho, Franco pertenecía a la generación de militares que tenía un interés africanista y arabista.
A los países árabes les agradaba el trato con la España de Franco por el recuerdo mitificado de Al Ándalus, y les gustaba el discurso franquista, netamente anticomunista, antijudío, antiliberal, defensor de principio de no injerencia y hostil a Francia y Gran Bretaña, que, además, estaba encarnado en un dictador. Así, los países de la Liga Árabe se abstuvieron en la votación para ratificar la condena a España en diciembre de 1946. Egipto, sede de la Liga, envió un embajador a Madrid contraviniendo la resolución de la ONU. A esto respondió Franco no reconociendo al Estado de Israel en mayo de 1948 y apoyando la causa palestina. Comenzó así el mito de la "tradicional amistad hispano-árabe", que de tradicional no tenía nada, después de una reconquista que duró 800 años, la guerra de África de 1859 y 1860 y la guerra de Marruecos, en la que estuvo el propio Franco. Era simplemente un matrimonio de conveniencia que se adornaba con una mentira.
La España de Franco preparó una vía nueva para entrar en la ONU e intensificó las relaciones con el mundo árabe a partir de 1950. El rey Abdulá de Jordania fue el primer jefe de Estado en visitar el país desde 1945. La delegación de El Cairo se convirtió en embajada, y, también en Madrid, se inauguró el Instituto Faruq I de cultura árabe. Martín-Artajo hizo una gira en 1952 por aquellos países, en la que le acompañó la hija de Franco.
La situación con el mundo árabe parecía buena, pero en realidad con quien el régimen quería reconciliarse era con Estados Unidos. Franco deseaba presentarse como el muro contra el comunismo en el Mediterráneo y el intermediario con los países árabes y latinoamericanos. La nueva imagen del régimen, después del rancio antiamericanismo mostrado en los años filofascistas, tuvo éxito y le abrió las puertas de los organismos internacionales.
Sin embargo, la amistad con el mundo árabe se complicó. Para dar satisfacción a Estados Unidos se adoptó una nueva política respecto a los judíos, si bien al tiempo se trataba de mantener el tonto eslogan de la "conspiración judeo-masónica". Así, el régimen protegió la tradición cultural serfardí y reabrió las sinagogas, cerradas desde 1939. Y se cubrió con un tupido velo la ambigua actuación oficial española con los refugiados judíos durante la segunda guerra mundial, cuando en el verano de 1942, en la estela de la Francia de Vichy, se persiguió a los que pasaban por España y se les deportaba a Alemania. Solamente la presión británica y el deseo de no enemistarse con Estados Unidos hicieron que el régimen de Franco se apartara de esta práctica y que nuestro país volviera a ser un lugar de tránsito. Esto no quita que hubiera esfuerzos personales encomiables para salvar a los judíos, como el del diplomático Ángel Sanz Briz. Por otro lado, el gran valedor de España en la zona, Egipto, se acercó a la Unión Soviética tras el ascenso de Naser a la presidencia del país, en 1953. ¿Cómo casar entonces la "tradicional amistad" con el mundo árabe y el discurso anticomunista? Franco ordenó entonces rechazar los ofrecimientos de cooperación política y económica que siguieron llegando desde El Cairo.
Los gestos del régimen de Franco hacia los países árabes, que eran dictaduras, continuaron. Durante la Guerra de los Seis Días (1967), iniciada por el Egipto prosoviético de Naser, España apoyó a los atacantes. El gobierno de Franco advirtió a Estados Unidos en 1970 de que no permitiría nunca más el uso de las bases españolas en otra guerra árabe-israelí, lo que ratificó en 1973, y votó a favor de la resolución de la ONU que pedía a Israel la vuelta a sus fronteras de 1967 y reconocía la legitimidad de la causa palestina.
Esa entrega a la "tradicional amistad hispano-árabe" de poco sirvió en el conflicto con Marruecos. En 1955 los incidentes provocados por grupos nacionalistas marroquíes traspasaron la frontera española del Protectorado. Franco no quería una guerra e invitó a Mohammed V a Madrid para acordar la retirada. El acuerdo firmado el 7 de abril de 1956 fue muy malo para España. Se reconocía la independencia de Marruecos sin garantía alguna y se accedía a prestar asistencia técnica para organizar el ejército marroquí. A cambio, el sultán permitía que España mantuviera su soberanía sobre Ceuta, Melilla y los Presidios (Gomara, Alhucemas y Chafarinas). Sin embargo, no se firmaron garantías territoriales precisas sobre Ceuta y Melilla, no se negociaron los acuerdos de pesca o moneda ni se logró vencer la resistencia de Marruecos a fijar su frontera sur. Todo esto fue un enorme error que alimentó las reivindicaciones marroquíes y los conflictos.
La maniobra de convertir en provincias de régimen especial las colonias africanas fue otro fracaso. No calmó al nacionalismo marroquí, que reclamaba el Gran Marruecos y que tenía un grupo armado numeroso que hostigaba a las tropas españolas. La guerra abierta obligó al ejército español a refugiarse al interior de Ifni, cuya capital, Sidi Ifni, quedó sitiada. Lo mismo sucedió al norte del Sahara y en Tartaya, donde los españoles se refugiaron en la costa. En junio de 1958 se acordó el alto el fuego. Franco cedió y entregó a Marruecos la zona sur del Protectorado. La guerra, que había causado 198 muertos, 84 desaparecidos y unos 500 heridos, se ocultó a la sociedad española.
Franco no tenía un plan para solucionar el problema africano, y sólo quiso ganar tiempo. Esto benefició a Marruecos, que castigó a España donde más dolía: la denuncia internacional, formulada en octubre de 1960 ante la ONU, por la "retención ilegal" de Ifni, Sahara, Ceuta y Melilla. La respuesta española fue, de nuevo, alargar el proceso; reconoció que las provincias africanas no eran tales y se comprometió a informar de su situación. Pero la política de Carrero Blanco agravó la situación. En 1966 puso en marcha un Plan de Desarrollo del Sahara con la explotación de los fosfatos, un mayor despliegue militar, unos 9.000 colonos españoles y un acuerdo con los jefes de las tribus saharauis para mantener la unión a España. La ONU invitó a Madrid a hacer un referéndum de autodeterminación del Sahara y a ceder Ifni. Madrid sólo hizo esto último, en 1969, cuando lo primero –a lo que se negó en redondo– habría supuesto la independencia del Sahara y, por tanto, el final del problema para España. Con la victoria de Ifni en la mano, y la crítica de la ONU a España, Marruecos incrementó la presión: apresó barcos pesqueros españoles y se negó al referéndum utilizando los mismos argumentos que el gobierno franquista para Gibraltar. A esto añadió denuncias ante la Organización de la Unidad Africana y la Conferencia Islámica –el "tradicional amigo árabe"–, al tiempo que aumentaba las acciones del Frente de Liberación y Unidad del Sahara y la propaganda en prensa.
El gobierno de Franco, aterrado por la revolución portuguesa y la victoria de Giscard d’Estaing en Francia, amigo de Marruecos, inició el proceso de autonomía saharaui. Se elaboró un estatuto de autonomía, que nunca se aprobó, y en agosto de 1974 se anunció un referéndum de autodeterminación para el primer semestre de 1975. Sin embargo, este proyecto era del ministro de Exteriores, contra el que se opuso Presidencia y el Alto Estado Mayor del Ejército, lo que obligó a adoptar la tesis abandonista. Hasán II dio la puntilla aprovechando el deterioro físico de Franco: anunció una Marcha Verde de trescientos cincuenta mil hombres. Los ministros Carro y Solís viajaron a Rabat a negociar con el rey marroquí. El último gobierno franquista cedió a las pretensiones de Hasán II obviando los compromisos internacionales contraídos, y el 14 de noviembre de 1975 entregó el Sahara a Marruecos y Mauritania.
El "tradicional amigo árabe", aquella falsedad levantada sobre una conveniencia, daba entonces su auténtica medida, culminando una diplomacia colmada de errores.