Fue el gold rush, la fiebre del oro, y a aquellos hombres se les llamó forty niners, por el año en que acudieron en masa a aquellas tierras.
Podemos imaginarnos por un momento la situación. Millares de hombres, en su mayoría jóvenes, acudiendo a un territorio escasamente explotado y movidos por el sueño de ser inmensamente ricos en muy poco tiempo. Duchos todos ellos en el manejo de las armas, aficionados los más al alcohol, imprimieron tal velocidad a su carrera... que dejaron bastante atrás las instituciones de los Estados Unidos, que año a año ganaban territorio, precisamente, por el oeste del continente.
¿Qué cabría esperar de la llegada en masa a un territorio como la California de aquellos días de unos hombres ávidos de riqueza, dispuestos a explotar recursos valiosos y escasos y sin encomendarse a las instituciones legales? Una guerra sin cuartel, carretadas de muertos, el caos, el crimen convertido en ley y la ley en crimen.
Sin embargo, lo que ocurrió no fue eso. Lee Harris, en The next American Civil War, escribe:
Esas predicciones no se cumplieron. Agudos observadores que habían estado en campamentos de oro quedaron unánimemente asombrados al encontrar que los mineros habían fijado de forma espontánea un conjunto de normas y regulaciones que a todos concernían y que todos aceptaban.
Las normas variaban enormemente de lugar en lugar, "pero todas tenían el mismo objetivo –de nuevo Harris–: la minimización de los conflictos relacionados con reclamos sobre las minas".
El oro es un bien muy preciado, pero lo es menos que la vida. Y el conflicto permanente es muy costoso y una fuente de inseguridad; consume esfuerzos que, de otro modo, se dedicarían a la explotación del territorio. Lo más eficaz para todo el mundo es el sometimiento a unas normas que permitan la extracción del mineral sin conflictos. Los hombres, constituidos en compañías mineras, se dedicaron a fijar tales normas y dar con la forma de hacerlas cumplir.
En "An American Experiment in Anarcho-Capitalism: The Not So Wild, Wild West", Terry L Anderson y P. J. Hill explican que esa sociedad libertaria no se parecía, ni de lejos, al mundo pobre y brutal que Hobbes consideraba consustancial al estado de naturaleza, previo al surgimiento del Estado. Anderson y Hill citan a un historiador, J. H. Beadle, quien en uno de sus libros dice: "No había autoridad constitucional alguna, ni juez o funcionario a menos de quinientas millas. Los invasores quedaban expuestos a las leyes fundamentales de la naturaleza, acaso con los derechos inherentes a la ciudadanía americana". Anderson y Hill añaden: "El primer derecho civil que evolucionó de este proceso se aproxima al anarcocapitalismo tanto como cualquier otra experiencia en los Estados Unidos".
Las compañías que se creaban para explotar las minas fijaban sus propias normas. Normas que a menudo contemplaban "acuerdos (...) para cuidar de los enfermos o desafortunados, reglas de conducta personal [relacionadas con] el uso de las bebidas alcohólicas o las multas que se podían imponer a las conductas impropias", nos cuentan Anderson y Hill.
Cuando se trataba dirimir disputas sobre propiedad, "la solución general era la de mantener reuniones generales y designar comités, a los que se les encargaba la redacción de normas". Anderson y Hill se hacen eco de un caso registrado en Colorado:
Se mantuvo una reunión general de mineros el 8 de junio de 1859, y se designó un comité para que redactase un cuerpo de leyes. Este comité trazó los lindes del distrito y su código civil. Después de un período de discusión y enmiendas, fue unánimemente adoptado en otra reunión general, el 16 de julio de 1859. El ejemplo fue rápidamente seguido en otros distritos, y todo el territorio se dividió pronto en multitud de soberanías locales.
Un historiador del negocio de la minería en aquellos años explica:
Ningún alcalde (...) o juez de paz fue jamás impuesto sobre un distrito por un poder venido de fuera. El distrito era la unidad de organización política, en muchas regiones, tras la creación de un Estado. Y los delegados de los distritos colindantes se reunían para abordar los lindes o las materias del gobierno local, que luego explicaban en sus respectivas circunscripciones en reuniones al aire libre, en una ladera o en la ribera de un río.
La desconfianza hacia las normas venidas de fuera era tal, que en muchos distritos se prohibía a los abogados el ejercicio del derecho. En el distrito Union Mining se dictó la siguiente norma:
Se resuelve que no se permitirá en este distrito el ejercicio del derecho a ningún abogado, bajo la pena de no más de cincuenta ni menos de veinte latigazos, más la expulsión para siempre del distrito.
Se creaban cortes por reclutamiento de voluntarios del lugar. Rara vez eran permanentes. Cualquier ciudadano que cumpliese la ley podía convertirse en acusador o defensor en los procesos, y a cualquiera se le podía encargar la tarea de hacer cumplir las resoluciones de las cortes. Había competencia entre éstas, que cobraban por el servicio de impartir justicia. Las que tenían fama de más justas eran las más solicitadas, de modo que la competencia favorecía que prevaleciese la justicia.
Todo esto le resultará extraño a quien esté habituado a pensar que sin Estado los ciudadanos seríamos incapaces de organizarnos. La experiencia y el hecho de que los hombres hacemos uso de nuestra capacidad de raciocinio dicen lo contrario.