La guerra que ganaron a España en 1898 los convirtieron en una suerte de potencia colonial de corte tradicional en Cuba y en Filipinas. Y su expansión comercial hizo de ellos un competidor de los tradicionales imperios coloniales europeos, especialmente el británico, en Extremo Oriente y en Latinoamérica.
Allí, los Estados Unidos sucedieron a los ingleses en esa especie de colonialismo blando que éstos habían venido ejerciendo en las antiguas posesiones españolas y portuguesas, de forma que se respetaba su independencia formal pero se establecían lazos comerciales que de facto sometían a las repúblicas latinoamericanas a cierta dependencia comercial. Los estadounidenses no fueron más considerados que los británicos, se arrogaron incluso el papel de policía continental, ahogando desórdenes y obligando a los Estados a cumplir sus obligaciones financieras y comerciales con las compañías privadas norteamericanas.
La llegada de Roosevelt a la Casa Blanca en 1933 mejoró las cosas gracias a su política de Buena Vecindad, en parte obligada por la llegada de Hitler al poder, en ese mismo año. La nueva Alemania se reactivó como potencia comercial. En Latinoamérica vivían un millón de alemanes, en su mayoría empresarios, y existía en Washington el fundado temor de que los germanos pudieran hacerse con parte de la tarta comercial que hasta ese momento habían disfrutado los estadounidenses.
La política de Roosevelt dio resultado. Los Estados Unidos conservaron los lazos comerciales con Latinoamérica, y cuando –en diciembre de 1941– fueron atacados por los japoneses y los alemanes les declararon la guerra, toda América se puso de su lado: de hecho, todas las repúblicas latinoamericanas declararon, antes o después, la guerra a Alemania. En su mayor parte se trató de apoyos morales, pero Brasil y México llegaron a enviar tropas, y el primero autorizó a los norteamericanos el empleo de la estratégica base de Natal, en el extremo más oriental de América del Sur.
Así pues, en la inmediata posguerra la posición de los Estados Unidos en el hemisferio era privilegiada. Su gran necesidad de materias primas durante el conflicto hizo que los lazos económicos con la mayoría de los países al sur de Río Bravo se estrecharan. La guerra además borró todo rastro de la presencia comercial británica y alemana. El único lugar donde los Estados Unidos no eran bien vistos era Argentina.
Había razones de todo tipo para este desencuentro. Siendo Argentina un país integrado por una masa de inmigrantes europeos sin apenas población indígena, es fácil que se sintiera más próxima a las naciones de donde procedía la mayoría de sus habitantes, Alemania, Italia y España. Pero, sobre todo, importa el hecho de que la economía argentina no era complementaria de la de los Estados Unidos, sino que más bien competía con ella. Además, su ejército tenía inclinaciones fascistas y dio un golpe de estado en 1943. Los Estados Unidos y el resto de países latinoamericanos, con México a la cabeza, boicotearon al nuevo Gobierno, pero las presiones fueron insuficientes para derrocar al régimen militar.
El Tratado de Río. La nueva versión de la Doctrina Monroe
Conforme se aproximó el final de la guerra, se fue haciendo necesario diseñar las relaciones de la superpotencia americana con el resto de países del hemisferio occidental. En el nuevo orden mundial no cabían los viejos imperios coloniales, pero tampoco las antiguas estructuras de dominio comercial.
Roosevelt diseñó un nuevo esquema basado en el viejo sueño wilsoniano de la Sociedad de Naciones. Ya no sería posible basar la política exterior en las negociaciones diplomáticas secretas, el equilibrio de poder y las esferas de influencia. Los conflictos se resolverían pacíficamente. Lo novedoso en Roosevelt respecto al programa de Wilson al final de la Primera Guerra Mundial fue la introducción de un elemento de realismo político, los Cuatro Policías (Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la URSS), que se ocuparían de velar por la paz y castigar a los que la perturbaran. En este cuadro no había mucho espacio para la Doctrina Monroe. Si nadie iba a tener ya esferas de influencia, Estados Unidos no podía pretender reservarse para sí el continente americano.
La idea de renunciar a la doctrina Monroe no gustó en el Departamento de Estado. Así que sus funcionarios se pusieron a trabajar para resolver el problema. La solución fue la de introducir en la carta fundacional de las Naciones Unidas la posibilidad de que existieran organizaciones de seguridad regional. Ese fue finalmente el contenido del famoso artículo 51, que se introdujo en la Carta durante la Conferencia de San Francisco (1946). Ese artículo ha servido para crear un sinfín de organizaciones (entre otras, la OTAN) que desmienten el sistema originario de seguridad mundial vigilada por los Cuatro Policías, que terminaron siendo cinco por la incorporación a última hora de Francia. Pero el 51 nació para dar carta de naturaleza al Tratado de Río, que firmó el 2 de septiembre de 1947 la práctica totalidad de los Estados americanos. En virtud del mismo, cualquier ataque a uno de los firmantes ha de ser considerado un ataque a todos ellos, o sea, la típica alianza defensiva.
Sabemos que la OTAN no fue un invento de los Estados Unidos para controlar Europa, sino una idea de los europeos para protegerse de la URSS. Pero el Tratado de Río sí fue una idea estadounidense para controlar el hemisferio occidental. La prueba es que, mientras la OTAN tuvo que superar el grave escollo del aislacionismo del Partido Republicano y de parte del demócrata, Río no tuvo el menor problema para ser ratificado. Y si su firma se retrasó algo fue por resolver el problema planteado por Argentina.
La República Austral había declarado la guerra a Alemania, pero sólo unos meses antes de la rendición del Reich. La URSS, de hecho, vetó su acceso a las Naciones Unidas. Los norteamericanos lograron que fuera admitida, pero a cambio la URSS obtuvo que sus repúblicas de Bielorrusia y Ucrania tuvieran un voto cada una, como si fueran países independientes. Este gesto fue apreciado en Buenos Aires. Luego, el recrudecimiento de las tensiones entre la URSS y los Estados Unidos hizo el resto. Como pasó con Franco unos años más tarde, el visceral anticomunismo del general Perón permitió que se superaran todos los obstáculos.
Todo esto explica la política de los Estados Unidos respecto de su hemisferio, pero no termina de aclarar por qué Latinoamérica en bloque se entregó a la tutela del gigante norteamericano.
Las razones de Latinoamérica
Ya hemos dicho que, durante la guerra, los países latinoamericanos exportaron buena parte de su producción de materias primas a los Estados Unidos, y que sus compradores europeos dejaron de serlo. El final del conflicto implicó también la reducción drástica de pedidos. Latinoamérica se había quedado con un solo cliente, que era muy rico y que pagaba al contado, pero que no dejaba de ser uno solo. La esperanza de estos países era que, en la posguerra, los Estados Unidos siguieran siendo el carro que tirara de sus atrasadas economías. Y, de hecho, pidieron ser tratados como Europa Occidental, con un paralelo Plan Marshall que les ayudara a salir del atraso. Les fue negado por Truman con el irrebatible argumento de que el Marshall estaba pensado para países arrasados por la guerra y que Latinoamérica no la había padecido, más bien se había beneficiado de ella.
Pero el problema no era sólo económico. Durante el período de entreguerras el comunismo había arraigado en buena parte de Latinoamérica. La Comintern, hasta su disolución –en plena contienda–, se había preocupado de vigilar su ortodoxia, y la URSS tenía en el continente numerosas legaciones diplomáticas. Las elites latinoamericanas consideraban el movimiento una amenaza directa a sus privilegios, además de peligrosamente subversivo. A tal efecto, estimaron que la protección de la poderosa superpotencia del norte era esencial, por eso firmaron el Tratado de Río.
La miopía norteamericana
Durante la guerra, el Departamento de Estado mostró su preocupación por la expansión del comunismo en el continente. Pero la doctrina oficial de la Administración Roosevelt era que las relaciones con la URSS eran buenas y que el comunismo no entrañaba peligro alguno.
Al finalizar el conflicto los movimientos comunistas seguían allí, en toda Latinoamérica. Es cierto que Truman no era tan optimista como Roosevelt acerca de las intenciones de Stalin. Pero también lo es que los análisis, en esencia correctos, de George Kennan le convencieron de que Stalin no tenía intención de extender la revolución al hemisferio occidental. El diplomático norteamericano destinado en la embajada de Moscú creía que la prioridad del Stalin de la posguerra era asegurarse alrededor de la URSS un espacio de seguridad, antes que dedicarse a apoyar a cualquier movimiento comunista que surgiera en cualquier lugar del mundo. Que su pensamiento era ése lo demostraba la política de apoyo al Kuomintang, a cambio de Mongolia y de Manchuria, en perjuicio del Partido Comunista Chino. Sin embargo, Truman no se dio cuenta de que eso no significaba renunciar a largo plazo a la revolución universal. Stalin, como buen marxista-leninista, estaba convencido de que el comunismo sólo sobreviviría si se extendía a todo el mundo: de no hacerlo, las potencias capitalistas, tarde o temprano, tratarían de sofocarlo allí donde hubiera triunfado. No arriesgaría la posición de la URSS por extender el comunismo a Grecia, Francia o Italia, y mucho menos por verlo hacerse con el poder en el hemisferio occidental. Pero cuando la URSS hubiera afianzado sus posiciones e igualado el poderío nuclear norteamericano, haría lo posible por extender la revolución comunista, especialmente en los lugares más inclinados a ello. Latinoamérica sería uno de ellos.
Truman llegó a Río a firmar el tratado muy poco después de haber proclamado su doctrina. Los Gobiernos latinoamericanos lo recibieron creyendo que se les podría aplicar también a ellos y que eran, por tanto, titulares de toda la ayuda económica que los Estados Unidos pudieran prestarles para defenderse del peligro comunista. Truman equivocadamente creyó que tal peligro no existía sin comprender que no era tanto que no existiera... como que no era inminente.
Cuando, en los años cincuenta, la URSS estuvo en disposición de promover la revolución comunista por todo el continente en un terreno especialmente abonado, gracias no sólo al abandono de Washington, sino a la torpeza de las elites latinoamericanas, fue demasiado tarde. Entonces no hubo más remedio que emplearse a fondo e intervenir militarmente o apoyar regímenes abominables. Al final, la Guerra Fría se ganó, pero Latinoamérica y los Estados Unidos todavía están pagando los errores cometidos al final de la década de los cuarenta. Ahí está sobre todo Cuba para atestiguarlo, pero no hay que olvidar los regímenes que padecen Venezuela, Ecuador, Bolivia o –ahora– Perú. Es lo que podría llamarse una historia de ocasiones perdidas.
LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA: Los orígenes de la Guerra Fría (1917-1941) – De Barbarroja a Yalta – Yalta – La Bomba – Polonia, tras el Telón de Acero – Checoslovaquia, en brazos de Stalin – Tito frente a Stalin – La división de Alemania – Irán, la primera batalla fuera de Europa – Stalin presiona en Turquía – La Doctrina Truman – Italia en la encrucijada – La posguerra en Francia: entre la miseria y la Grandeur – El Plan Marshall – El bloqueo de Berlín – El nacimiento de la OTAN – Los primeros pasos de la CIA – El escudo y la espada de la URSS: el KGB – El nacimiento de Israel – China, el tercero en discordia.