La persona que anunció la posesión de tan interesante legado puso una condición para su consulta: no podían estudiarlo historiadores españoles; tenían que ser hispanistas, es decir, extranjeros. La razón era que desconfiaba de la profesionalidad de la gente de aquí. Total, que entregó los documentos a un hispanista y el archivo sigue durmiendo el sueño de los justos.
Y es una pena, porque Espartero, que pudo ser rey y presidente de la República, desempeñó el cargo de regente y lideró el ejército liberal en la guerra contra el carlismo. Fue uno de los santones del liberalismo a mediados del XIX, pero no se sabe muy bien cuáles fueron sus ideas políticas; de hecho, el que luego fuera ídolo liberal denunció en 1826 el plan insurreccional de Espoz y Mina al gobierno de Fernando VII.
Tentado por los dos grandes partidos durante los primeros años del conflicto con los carlistas, acabó decidiéndose por el progresista. Aun así, siempre desconfió de los políticos. A su lado colocó a un buen y selecto grupo de militares que le servían de consejeros y hombres de acción. No en vano su primera acción política fue un pronunciamiento, en 1837, en Pozuelo de Aravaca (Madrid), para destituir al gobierno de Mendizábal, también progresista pero totalmente fracasado en su política económica y militar.
Espartero fue tremendamente popular. Quizá porque simbolizaba el prototipo popular español construido por el nacionalismo liberal de la época. De origen humilde, nacido en 1793 en un pueblecito de Ciudad Real, lo había dejado todo para luchar contra el francés en 1808. Esto le había revestido ante la gente de las cualidades del patriota liberal: amor a la tierra de los padres tanto como a la libertad, la igualdad y la justicia, sacrificio particular, honestidad, virtud pública y privada.
Además, adquirió un gran protagonismo en el ejército; posiblemente, como señaló Cánovas, favorecido por el error político y posterior muerte del general Luis Fernández de Córdova, que al parecer le ganaba en inteligencia. Sea como fuere, no hay que olvidar la importancia de su victoria en Luchana, en diciembre de 1836, que liberó Bilbao. Su poder fue entonces inmenso, tanto que firmó por su cuenta el Convenio de Vergara, en 1839, con el carlista general Maroto. Lo hizo sin que mediara la regente María Cristina o el gobierno. Espartero se convirtió en el Pacificador de España.
Para rematar el edificio, sus discursos públicos eran tan populistas como generales. Su frase más célebre, sin desarrollo posterior, fue: "Cúmplase la voluntad nacional". Romanones le tenía por un gran orador porque sus expresiones eran "electrizantes". Espartero era consciente de esto. En una carta le confesó a su mujer que en sus arengas utilizaba el término camaradas porque tenía un efecto "mágico": "Es con la que me conoce y me denomina el soldado y con la que les electrizo".
El Espartero patriota se presentaba como un ciudadano ajeno a "los políticos" –a esos que se metían en la cosa pública para medrar y enriquecerse–, algo que resultó crucial en los momentos críticos. Hasta el socialista Fernando Garrido le escribió en 1854 una loa fantástica, titulada "Espartero y la revolución". Sus retratos poblaban las barricadas que se levantaron en España aquel año. Era el general del pueblo, y su nombre era sinónimo de libertad.
No siempre fue así. En 1840 echó a la regente María Cristina. Los moderados habían ganado las elecciones desde la oposición –algo inédito–, y presentaron una ley que preveía el control gubernamental de los ayuntamientos que no cumplieran con la legislación mediante la sustitución del alcalde. Estaba pensada para los carlistas, cuya popularidad seguía siendo grande, pues dejaba en manos de los primeros ediles la recaudación fiscal y el reclutamiento de las quintas. Sin embargo, los progresistas vieron en ella motivo de insurrección, y a insurreccionar se dedicaron en septiembre de ese mismo año. La regente pidió ayuda a Espartero, y éste se mostró dispuesto a brindársela... bajo unas condiciones políticas inaceptables para aquélla. El 12 de octubre, María Cristina salió de España dejando al general la misión de asegurar la continuidad de la dinastía Borbón.
Espartero se convirtió entonces en un dictador. Desde la Regencia, configuró la política nacional a su gusto: formó su propio partido, el llamado ayacucho –por la batalla americana de 1824–, que copó el Senado, nombró al gobierno sin tener en cuenta las mayorías parlamentarias y contó con el auxilio de la milicia nacional, especialmente la de Madrid, que se presentaba como esparterista. Asimismo, era asesorado por un grupo de militares dirigidos por el general Linaje, que era el verdadero hombre fuerte del momento.
Su regencia comenzó a declinar en 1841, cuando un grupo de militares moderados, entre ellos el general O'Donnell, trató de acometer a una vez un pronunciamiento a favor de María Cristina y el secuestro de Isabel II en el mismísimo Palacio Real. Fracasaron, y el general Diego de León fue ejecutado a pesar de las peticiones de indulto de todos los partidos y de la reina niña.
La popularidad de Espartero cayó en picado debido a la manera en que afrontó el levantamiento en Barcelona, que tenía por objeto obligarle a formar una junta central que retrotrajera la revolución a 1840. Su solución fue el bombardeo de la ciudad desde Montjuich. Esto unió a todos los partidos contra él: moderados y progresistas de Cortina, Olózaga y Joaquín María López, que acabaron rebelándose y echándole de España. La opinión pública le zarandeó tanto como hasta entonces le había ensalzado. José Amador de los Ríos, gran historiador, escribía en 1843 que era "un hombre aborrecido, que todo lo sacrificaba a su ambición y a su antojo", un "déspota", un "tirano". Derrotado y perseguido, tuvo que huir precipitadamente a Inglaterra.
En Londres fue agasajado. En los primeros días le visitaron Wellington, Clarendon y Peel. Fue recibido en audiencia por la reina Victoria. Lord Clarendon le invitó a cenar en su residencia, y el alcalde de la capital inglesa organizó una cena en su honor. Su popularidad había traspasado fronteras: de hecho, recibió la Legión de Honor de manos de Luis Felipe de Francia, la Orden de la Torre de las de María de Portugal y la Orden de Bath de las de la reina Victoria.
Cinco años más tarde, en 1848, nadie parecía acordarse de su tiranía. La reina le restauró sus títulos y volvió a España. El partido progresista le acogió con los brazos abiertos. Fue recibido en Madrid en loor de multitudes; a tal punto, que el gobierno de Narváez tuvo miedo. Se le jaleaba como el ídolo de 1840 que fue, aquel patriota de origen popular, honesto y sacrificado; pero jamás volvió a ser el mismo. Aquel 1843 no pasó en balde.
Acudió a la revolución de 1854, pero dejó el protagonismo a otros militares y a los civiles, pese a la idolatría que se le profesaba entre las clases más humildes. Se convirtió entonces en un auténtico referente para los que tenían aspiraciones de corte progresista y democrática. Su figura fue utilizada por los que intentaron limitar el ascenso de Olózaga y Prim, aunque de todas formas la juventud, ímpetu e inteligencia de éste acabaron por eclipsarla.
Derrocados los Borbones en 1868, hubo un grupo de progresistas, encabezados por Francisco Salmerón, hermano de Nicolás, que se empeñaron en hacer del general el rey de la revolución: Baldomero I. Y eso a pesar de que éste se había manifestado partidario de instaurar una regencia hasta la mayoría de edad de Alfonso de Borbón. El gobierno provisional de Prim, Serrano y Rivero conocía la respuesta de nuestro hombre, que vivía retirado en su finca de La Rioja con su mujer. Hasta allí fue una comisión, más que a intentar convencerle, a silenciar las voces de los esparteristas. A los republicanos les gustaba la idea porque Espartero tenía ya 76 años y no tenía hijos, por lo que se le veía como la transición hacia la República. Espartero declinó la oferta, lo que aumentó su popularidad. El rey Amadeo de Saboya le hizo Príncipe de Vergara, y Alfonso XII pasó por su casa, quizá aconsejado por Cánovas, en su primer año de reinado. Murió poco después, en 1879, entre la típica consternación general por el ídolo desaparecido.
Hay muchas zonas oscuras en su biografía. Es posible que algún día sepamos qué le condujo a la tiranía, o qué pasó el 16 de julio de 1856, cuando abandonó Madrid justo en el momento en el que los progresistas, atrincherados en el Congreso y bajo el fuego del general Serrano, le pidieron auxilio. Necesitamos un Diego de León que secuestre su archivo para que los historiadores españoles le echemos un vistazo, una miradita tan sólo...
Y es una pena, porque Espartero, que pudo ser rey y presidente de la República, desempeñó el cargo de regente y lideró el ejército liberal en la guerra contra el carlismo. Fue uno de los santones del liberalismo a mediados del XIX, pero no se sabe muy bien cuáles fueron sus ideas políticas; de hecho, el que luego fuera ídolo liberal denunció en 1826 el plan insurreccional de Espoz y Mina al gobierno de Fernando VII.
Tentado por los dos grandes partidos durante los primeros años del conflicto con los carlistas, acabó decidiéndose por el progresista. Aun así, siempre desconfió de los políticos. A su lado colocó a un buen y selecto grupo de militares que le servían de consejeros y hombres de acción. No en vano su primera acción política fue un pronunciamiento, en 1837, en Pozuelo de Aravaca (Madrid), para destituir al gobierno de Mendizábal, también progresista pero totalmente fracasado en su política económica y militar.
Espartero fue tremendamente popular. Quizá porque simbolizaba el prototipo popular español construido por el nacionalismo liberal de la época. De origen humilde, nacido en 1793 en un pueblecito de Ciudad Real, lo había dejado todo para luchar contra el francés en 1808. Esto le había revestido ante la gente de las cualidades del patriota liberal: amor a la tierra de los padres tanto como a la libertad, la igualdad y la justicia, sacrificio particular, honestidad, virtud pública y privada.
Además, adquirió un gran protagonismo en el ejército; posiblemente, como señaló Cánovas, favorecido por el error político y posterior muerte del general Luis Fernández de Córdova, que al parecer le ganaba en inteligencia. Sea como fuere, no hay que olvidar la importancia de su victoria en Luchana, en diciembre de 1836, que liberó Bilbao. Su poder fue entonces inmenso, tanto que firmó por su cuenta el Convenio de Vergara, en 1839, con el carlista general Maroto. Lo hizo sin que mediara la regente María Cristina o el gobierno. Espartero se convirtió en el Pacificador de España.
Para rematar el edificio, sus discursos públicos eran tan populistas como generales. Su frase más célebre, sin desarrollo posterior, fue: "Cúmplase la voluntad nacional". Romanones le tenía por un gran orador porque sus expresiones eran "electrizantes". Espartero era consciente de esto. En una carta le confesó a su mujer que en sus arengas utilizaba el término camaradas porque tenía un efecto "mágico": "Es con la que me conoce y me denomina el soldado y con la que les electrizo".
El Espartero patriota se presentaba como un ciudadano ajeno a "los políticos" –a esos que se metían en la cosa pública para medrar y enriquecerse–, algo que resultó crucial en los momentos críticos. Hasta el socialista Fernando Garrido le escribió en 1854 una loa fantástica, titulada "Espartero y la revolución". Sus retratos poblaban las barricadas que se levantaron en España aquel año. Era el general del pueblo, y su nombre era sinónimo de libertad.
No siempre fue así. En 1840 echó a la regente María Cristina. Los moderados habían ganado las elecciones desde la oposición –algo inédito–, y presentaron una ley que preveía el control gubernamental de los ayuntamientos que no cumplieran con la legislación mediante la sustitución del alcalde. Estaba pensada para los carlistas, cuya popularidad seguía siendo grande, pues dejaba en manos de los primeros ediles la recaudación fiscal y el reclutamiento de las quintas. Sin embargo, los progresistas vieron en ella motivo de insurrección, y a insurreccionar se dedicaron en septiembre de ese mismo año. La regente pidió ayuda a Espartero, y éste se mostró dispuesto a brindársela... bajo unas condiciones políticas inaceptables para aquélla. El 12 de octubre, María Cristina salió de España dejando al general la misión de asegurar la continuidad de la dinastía Borbón.
Espartero se convirtió entonces en un dictador. Desde la Regencia, configuró la política nacional a su gusto: formó su propio partido, el llamado ayacucho –por la batalla americana de 1824–, que copó el Senado, nombró al gobierno sin tener en cuenta las mayorías parlamentarias y contó con el auxilio de la milicia nacional, especialmente la de Madrid, que se presentaba como esparterista. Asimismo, era asesorado por un grupo de militares dirigidos por el general Linaje, que era el verdadero hombre fuerte del momento.
Su regencia comenzó a declinar en 1841, cuando un grupo de militares moderados, entre ellos el general O'Donnell, trató de acometer a una vez un pronunciamiento a favor de María Cristina y el secuestro de Isabel II en el mismísimo Palacio Real. Fracasaron, y el general Diego de León fue ejecutado a pesar de las peticiones de indulto de todos los partidos y de la reina niña.
La popularidad de Espartero cayó en picado debido a la manera en que afrontó el levantamiento en Barcelona, que tenía por objeto obligarle a formar una junta central que retrotrajera la revolución a 1840. Su solución fue el bombardeo de la ciudad desde Montjuich. Esto unió a todos los partidos contra él: moderados y progresistas de Cortina, Olózaga y Joaquín María López, que acabaron rebelándose y echándole de España. La opinión pública le zarandeó tanto como hasta entonces le había ensalzado. José Amador de los Ríos, gran historiador, escribía en 1843 que era "un hombre aborrecido, que todo lo sacrificaba a su ambición y a su antojo", un "déspota", un "tirano". Derrotado y perseguido, tuvo que huir precipitadamente a Inglaterra.
En Londres fue agasajado. En los primeros días le visitaron Wellington, Clarendon y Peel. Fue recibido en audiencia por la reina Victoria. Lord Clarendon le invitó a cenar en su residencia, y el alcalde de la capital inglesa organizó una cena en su honor. Su popularidad había traspasado fronteras: de hecho, recibió la Legión de Honor de manos de Luis Felipe de Francia, la Orden de la Torre de las de María de Portugal y la Orden de Bath de las de la reina Victoria.
Cinco años más tarde, en 1848, nadie parecía acordarse de su tiranía. La reina le restauró sus títulos y volvió a España. El partido progresista le acogió con los brazos abiertos. Fue recibido en Madrid en loor de multitudes; a tal punto, que el gobierno de Narváez tuvo miedo. Se le jaleaba como el ídolo de 1840 que fue, aquel patriota de origen popular, honesto y sacrificado; pero jamás volvió a ser el mismo. Aquel 1843 no pasó en balde.
Acudió a la revolución de 1854, pero dejó el protagonismo a otros militares y a los civiles, pese a la idolatría que se le profesaba entre las clases más humildes. Se convirtió entonces en un auténtico referente para los que tenían aspiraciones de corte progresista y democrática. Su figura fue utilizada por los que intentaron limitar el ascenso de Olózaga y Prim, aunque de todas formas la juventud, ímpetu e inteligencia de éste acabaron por eclipsarla.
Derrocados los Borbones en 1868, hubo un grupo de progresistas, encabezados por Francisco Salmerón, hermano de Nicolás, que se empeñaron en hacer del general el rey de la revolución: Baldomero I. Y eso a pesar de que éste se había manifestado partidario de instaurar una regencia hasta la mayoría de edad de Alfonso de Borbón. El gobierno provisional de Prim, Serrano y Rivero conocía la respuesta de nuestro hombre, que vivía retirado en su finca de La Rioja con su mujer. Hasta allí fue una comisión, más que a intentar convencerle, a silenciar las voces de los esparteristas. A los republicanos les gustaba la idea porque Espartero tenía ya 76 años y no tenía hijos, por lo que se le veía como la transición hacia la República. Espartero declinó la oferta, lo que aumentó su popularidad. El rey Amadeo de Saboya le hizo Príncipe de Vergara, y Alfonso XII pasó por su casa, quizá aconsejado por Cánovas, en su primer año de reinado. Murió poco después, en 1879, entre la típica consternación general por el ídolo desaparecido.
Hay muchas zonas oscuras en su biografía. Es posible que algún día sepamos qué le condujo a la tiranía, o qué pasó el 16 de julio de 1856, cuando abandonó Madrid justo en el momento en el que los progresistas, atrincherados en el Congreso y bajo el fuego del general Serrano, le pidieron auxilio. Necesitamos un Diego de León que secuestre su archivo para que los historiadores españoles le echemos un vistazo, una miradita tan sólo...