En la II Guerra Mundial, la neutralidad permitió a España rehacerse de la Guerra Civil, aun si en medio de grandes e inevitables dificultades, y mantener su unidad e independencia. La intervención habría terminado, en caso de victoria alemana, con una satelización sin esperanzas de España al nuevo orden europeo nazi o, en caso contrario, con nuevas y enconadas luchas internas, más una muy probable desmembración del país, como pretendían los separatistas vascos y catalanes ya durante la Guerra Civil. Ningún partido del Frente Popular mostraba especial interés en la unidad de España si ella no convenía a sus intereses particulares –baste recordar las ofertas de Prieto a Londres–, y desde luego ni los anglosajones ni los soviéticos ni los franceses tendrían tampoco mayor interés en ella, si los españoles eran incapaces de mantenerla.
Si exceptuamos el desafío y victoria sobre el aislamiento injustamente impuesto al país después de la última guerra mundial, los únicos grandes, realmente grandes, logros españoles en política exterior durante el siglo XX fueron las dos neutralidades en las guerras mundiales. Y ello indica mucho sobre nuestra auténtica posición en Europa, e invita a extraer algunas lecciones.
La capacidad de acción internacional de España deriva de dos factores: su posición geoestratégica y su fuerza. En cuanto a la primera, nuestro país ocupa una posición extremadamente sensible entre el Mediterráneo y el Atlántico, y entre Europa y África, y su devenir histórico ha dependido en grado muy alto de ese hecho. En las guerras entre Alemania por una parte y Francia e Inglaterra por otra, España quedaba a espaldas de las dos últimas, de modo que su alineación germanófila habría sido catastrófica para ellas; en cambio, su alineación anglofrancófila apenas habría supuesto más que un apoyo auxiliar de carne de cañón, debido al atraso económico e industrial del país. Es decir, la neutralidad española fue en los dos casos una bendición estratégica impagable para los Aliados y una pérdida de grandes oportunidades para los alemanes. Y sin embargo España no tenía ningún conflicto histórico con Alemania, y sí una muy grave sucesión de ellos con Inglaterra y Francia, que han ejercido y ejercen pesados condicionantes sobre la política hispana. Desde ese punto de vista, la alineación germanófila habría sido una fuerte tentación, si no hubiera primado en la conciencia popular y en la de la mayoría de los políticos la impresión de que aquellas luchas nos eran ajenas y no sacaríamos de ellas ninguna ventaja, más bien al contrario. La ausencia de un pensamiento político ha impedido ir más allá de esa impresión, que no originó una verdadera doctrina.
Por lo que hace a la fuerza real de España, ha sido secundaria, en relación a las grandes potencias, desde finales del siglo XVII, insignificante en el XIX y solo algo mayor en el XX. Este escaso poder en todos los terrenos (industrial, militar, político, cultural) también pesaba en pro de la neutralidad. Pero incluso una España mucho más fuerte debería haber preferido la neutralidad, pues la intervención solo le habría generado nuevos problemas.
¿Ha cambiado la situación desde entonces? Franco abandonó la neutralidad bajo la evidencia de que en una nueva contienda la URSS no se detendría en los Pirineos, y la única garantía frente a tal eventualidad no estaba en los países de Europa, sino en Usa. Con todo, mantuvo una independencia y semineutralidad, sin supeditarse a Washington más de lo imprescindible. Por ejemplo, comerció con Cuba pese al embargo useño, cultivó una política independiente en Hispanoamérica, rehusó mandar tropas a Vietnam, prediciendo la derrota useña, o sometió Gibraltar a un semibloqueo que en escala menor devolvía el sufrido por España de Inglaterra durante la guerra mundial y que causaba serios perjuicios a Londres.
Paradójicamente, el debilitamiento y, luego, desaparición de la amenaza soviética dio lugar a un mayor enfeudamiento con los países anglosajones. Felipe González adoptó una esencial sumisión a la política exterior de Usa e Inglaterra. Entró en la OTAN, que dejaba fuera de su cobertura a Ceuta y Melilla, y la colonia de Gibraltar recibió todas las ventajas del gobierno español, sin reciprocidad alguna. Siendo Ceuta y Melilla, precisamente, las ciudades españolas más expuestas a un ataque, ello significaba que España contribuiría, subalternamente, a la defensa de otros países sin recibir nada a cambio y que aceptaba la interferencia de Inglaterra (y no menos de Francia) en la zona del Estrecho. Luego España participó en la primera guerra de Irak y en operaciones en Yugoslavia que, en rigor, caían totalmente fuera de nuestros intereses reales, y en las que solo podíamos actuar como peones de estrategias ajenas. Esa supeditación o satelización se ha hecho cada vez más pronunciada, mientras vemos cómo nuestros amigos y aliados retienen su colonia y juguetean con la secesión de Cataluña o de Vascongadas, entre otras muestras de entrañable amistad.
La lección básica a extraer es que solo saldremos perjudicados supeditándonos a estrategias de países que no tienen ninguna razón para respetarnos, por cuanto nuestros gobiernos muestran gran incapacidad no ya para defender nuestros intereses, sino incluso para comprenderlos.
En fin, la seguridad de la zona del Estrecho, por su importancia comercial y estratégica, no solo afecta a nuestro país, también a las grandes potencias eurooccidentales y a Usa, que tienen allí sus propios intereses y políticas. España no puede rivalizar con ellas, ni le conviene. Puede actuar, en cambio, como garante de la seguridad occidental de la zona desde la base de su soberanía. Ello convendría a todos, aunque aspectos de nuestra política, como la recuperación de Gibraltar, displaciesen a unos u otros. Pero solo podrá hacerlo desde una doctrina exterior independiente y dotándose de la fuerza suficiente para llevarla a cabo, que tampoco tiene por qué ser abrumadora.
Cuanto más débil, dependiente y errática sea su política, más perjuicios sufrirá España de sus amigos y aliados.
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