Dejando a un lado la manipulación que los autores de la campaña difamatoria han hecho en torno a una frase debidamente amputada y descontextualizada, lo que subyace en toda esta polémica es la cuestión de si el comunismo debe ser considerado o no una secta criminal.
Desde el punto de vista teórico, evidentemente no. No delinquen las ideas sino las personas. Decir, por ejemplo, que la burguesía debe de ser borrada de la faz de la Tierra, guerra de clases mediante, no es ni debería ser delictivo bajo ningún orden político que se considerase libre. Las palabras pueden herir la sensibilidad, pero nunca han matado a nadie. Desde este punto de vista, alguien que se defina como comunista y haga profesión de fe de marxismo-leninismo no es ni de lejos un delincuente; lo sería si decidiese aplicar por su cuenta y riesgo el manual revolucionario y tomar al asalto la casa de un burgués para después socializar la riqueza incautada.
Si la ideología comunista en sí no es ni puede ser delictiva, ¿de dónde viene la fama de criminal que arrastra el comunismo, especialmente en los países que han padecido sus excesos ideológicos? De la experiencia, obviamente. Si al liberalismo lo caracteriza el libre intercambio de bienes y servicios entre individuos, al comunismo lo hace la revolución, objetivo máximo que se deriva inevitablemente de la teoría. Doquiera se ha impuesto o se ha tratado de imponer un régimen comunista se han cometido multitud de crímenes, algunos especialmente aberrantes como los de las tiranías de Stalin, Mao y Pol Pot. Esto es un hecho histórico, no una opinión.
Estos crímenes han venido dictados por la ideología. El ideal comunista, que sobre el papel es inocuo, se convierte siempre en la práctica en una pesadilla totalitaria. Ejemplos históricos sobran. Desde la primera revolución típicamente socialista –la bolchevique– hasta la más reciente –la Venezuela bolivariana–, la praxis revolucionaria se ha cobrado la vida de unos 100 millones de seres humanos. Eso, siendo conservador con los números, porque puede que sean muchos más. Los responsables de todas estas muertes son quienes las infligieron, pero –y aquí está el quid de la cuestión–, con toda seguridad, sin el componente ideológico que motivaba a los verdugos esos asesinatos jamás se hubiesen cometido.
¿Hay, por lo tanto, que proscribir por ley la ideología comunista? No y mil veces no. El comunismo ruso, por ejemplo, fue prácticamente inofensivo hasta que llegó al poder en 1917, y volvió a la inanidad tras la caída de la URSS, en 1991. Lo mismo podría decirse de los comunistas españoles, muchos de los cuales cometieron verdaderas atrocidades durante la Guerra Civil, si bien luego, cuarenta años después, contribuyeron de mejor o peor gana a la transición democrática. Algunos dicen que obraron así porque se sentían débiles. Tal vez sea cierto. Es una constante histórica que, cuando se ven faltas de apoyo, las organizaciones comunistas piden un diálogo que luego, cuando ganan fuerza, niegan a los demás.
Sea como fuere, el hecho es que las ideas de Marx, Engels, Lenin, Mao, Enver Hoxa y compañía son intelectualmente erróneas, pero perfectamente inocuas si no salen del papel. Abimael Guzmán sembró el terror en Perú con una banda de asesinos conocida como Sendero Luminoso; justificaban sus crímenes con la idea, pero, al cabo, eran ellos mismos los criminales, no la idea, que por lo demás sigue ahí, rondando de cabeza en cabeza...
Si la experiencia, es decir, la historia, nos enseña que el comunismo sólo tiene un modo, necesariamente violento, de alcanzar y conservar el poder, la teoría nos advierte de los riesgos que se corren al adoptar como propias ciertas ideas que clasifican a los seres humanos en buenos y salvables, por un lado, y malos y condenables, por el otro. El comunismo debería ser, por consiguiente, una ideología poco atractiva y con un fuerte estigma social, como lo son otras de corte parecido, como el nazismo o el fascismo, surgidas ambas de la matriz socialista en los años veinte del siglo pasado. Sin embargo, mantiene una suerte de bula, justificada en algo tan simple como las intenciones. La intención del comunista es construir una sociedad más justa. Punto. Eso le ha salvado de la quema; bueno, eso y su depuradísima técnica propagandística y un transformismo político digno de encomio. Ese es el secreto de que la momia siga vivaqueando.
En cuanto al sectarismo, lo cierto es que si algo ha caracterizado a los partidos comunistas es que se han comportado como sectas, es decir, como organizaciones muy cerradas en sí mismas, en tensión con el resto de la sociedad, y que se han presentado como depositarios de una verdad revelada y esotérica, que habían de imponer al resto. Los comunistas siempre han sido una minoría. El propio Lenin, fundador del primer partido-secta de la historia, el bolchevique, tomó precisamente ese nombre para transformar la realidad mediante el uso de las palabras.
Bolshevik, en ruso, significa "mayoría", pero el grupo de Lenin no era más que una minúscula escisión del Partido Socialdemócrata ruso. Esa minoría estaba conformada por pocos militantes; pocos pero, en palabras de Lenin, "obedientes, mentalizados y disciplinados". Los bolcheviques serían la vanguardia encargada de guiar a las masas, y todo les estaba permitido en el cumplimiento de su misión. Así, mediante la conversión de un partido en secta, una ideología que propugnaba la violencia terminó generando crímenes sin cuento.
Partidos como el que fundó Lenin, o el del citado Abimael Guzmán, sí que eran sectas criminales, a fuer de comunistas. Y a los hechos hay que remitirse. Otros, que se denominan comunistas, no son ni una cosa ni la otra. El comunismo, pues, sólo es secta y sólo es criminal cuando sigue al pie de la letra los dictados de Marx y Lenin. Y no es una opinión, es un hecho.
Pinche aquí para acceder a la web de FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA.