El riesgo de que se produzcan terremotos y maremotos es muy inferior en la Península Ibérica que en Japón, Irán, Sicilia o Chile, lo cual no quiere decir que no hayamos padecido aquí este tipo de catástrofes. La más impresionante, que aún pervive en el recuerdo y las tradiciones, fue el terremoto que arrasó Lisboa en 1755, que causó por lo demás una honda conmoción intelectual en la Europa de la Ilustración.
El 1 de noviembre de 1755, en Lisboa se siente muy de mañana un espantoso temblor, que se prolonga durante varios minutos, entre siete y nueve. Muchas casas se desmoronan y atrapan a sus habitantes bajo los escombros. Antes de que acaben las sacudidas empiezan los incendios, y cuando las llamas no han hecho más que prender, el mar parece hincharse como el pecho de un monstruo: una gigantesca ola se levanta junto a la orilla y penetra en las ruinas, ahogando a cientos de supervivientes.
La desgracia alcanzó a todas las capas sociales, a los aristócratas como a los mendigos. Uno de los muertos fue el embajador español, Bernardo de Rocaberti: al salir a la calle, se derrumbó sobre él –y sobre nueve criados– la fachada de su residencia. El rey José I, que había sido coronado en 1750, y la familia real se salvaron de sufrir cualquier daño porque habían salido al campo, por insistencia de una de las infantas.
En los días siguientes se procedió al conteo de los muertos: en torno a 12.000 en todo el país, 5.000 de ellos en Lisboa. Pese a la espectacularidad del maremoto, se calcula que sólo 900 personas murieron ahogadas. La mayor mortandad la causaron los incendios posteriores al terremoto. Y el terremoto fue tan catastrófico no sólo por su magnitud (más de 7 puntos en la escala de Richter), también por su duración: no menos de siete minutos, con varias pausas.
Las sacudidas se notaron en tierra firme hasta en Alemania, y el maremoto anegó las costas de Portugal, España y Marruecos. Cornualles (Inglaterra), Argelia, las Antillas y el Brasil experimentaron subidas del nivel del mar en sus costas, que igualmente fueron alcanzadas por el oleaje. Se escribió que una ola de 15 metros de altura rompió en el Cabo de San Vicente, aunque los sismólogos lo consideran una exageración.
Más de 1.000 muertos en Andalucía
El rey Fernando VI (1746-1759) se encontraba en San Lorenzo de El Escorial, y en cuanto cesaron las sacudidas regresó a Madrid. El maremoto llegó a las Canarias y a las costas vascas; en el interior, de Huelva a Cataluña, los temblores derribaron edificios y puentes, enloquecieron a los animales y agrietaron numerosos caserones. La región más afectada fue Andalucía Occidental, y más en concreto la costa de Cádiz y Huelva. De los 1.275 muertos que se adjudican a la catástrofe, el maremoto se cobró 1.214; de éstos, 400 cayeron en Ayamonte, 200 en Cádiz, 276 en La Redondela, 203 en Lepe, 66 en Huelva, 24 en Conil de la Frontera... El lugar del interior donde más gente murió a causa del terremoto fue Coria: 21 personas murieron allí al ser alcanzadas en la cabeza por fragmentos de construcciones que no resistieron la sacudida. El Guadalquivir se desbordó, y el Tinto cambió de cauce. La destrucción en su ermita obligó a la Virgen del Rocío a mudarse a Almonte entre 1755 y 1757.
En Salamanca, la gente corrió a refugiarse en el interior de la catedral nueva, acabada de construir en 1733. Cabe preguntarse por el pánico que atenazaría a los salmantinos cuando oyeran el repique desordenado de las campanas de las catedrales y las iglesias, mientras el suelo temblaba bajo sus pies y a su alrededor caían tejas. La torre de la catedral se inclinó ligeramente: por eso ha tenido que ser apuntalada varias veces. El cabildo catedralicio decidió que la víspera de Todos los Santos subiese alguien a tocar las campanas para dar gracias por la protección dispensada por Dios a la ciudad y a sus habitantes. Como entonces vivía en la catedral una familia, apellidada Mariquelos, fueron sus miembros los encargados de tal cometido. Así nació la tradición del Mariquelo, que sigue viva.
Las olas del maremoto tardaron unos cincuenta minutos en alcanzar el Golfo de Cádiz, mientras que a Corcubión (La Coruña) llegaron a las dos horas y cuarto y ya debilitadas.
La encuesta de Fernando VI
El 8 de noviembre, a la semana de haberse producido el terremoto, Fernando VI, casado con una infanta portuguesa, Bárbara de Braganza, ordenó al gobernador supremo del Consejo de Castilla, el obispo de Cartagena, la realización de una encuesta sobre los daños del terremoto, a la que contestaron 1.216 ayuntamientos de todas las provincias y reinos.
Los archivos de la Monarquía contienen pruebas de que el español era, desde los Reyes Católicos, uno de los pueblos más avanzados y serios del mundo. Los datos de la encuesta se recogen en el libro Los efectos en España del terremoto de Lisboa, de José Manuel Martínez Solares, y los originales se conservan en el Archivo Histórico Nacional. En Portugal, Sebastián de Melo, futuro marqués de Pombal, primer ministro de José I, organizó una encuesta similar.
El rey español mandó a Portugal víveres y donativos y, como se había quedado sin embajador, envió como emisario especial al conde de Aranda. A los pocos días éste, cansado de moverse entre incendios, ruinas y muertos insepultos, cumplimentó a los reyes portugueses y se volvió a Madrid. Años más tarde, Aranda regresó a una Lisboa reconstruida como embajador de Carlos III.
Si hoy se repitiese un maremoto como el de 1755, seguramente las consecuencias serían peores, por la gran cantidad de población concentrada en las costas. Donde antes había playas desiertas ahora se levantan hoteles y urbanizaciones. Quizá la tecnología permitiese dar un aviso temprano y salvar a las personas, pero la destrucción de bienes sería mayor.
El optimismo se desvanece
La noticia del terremoto se extendió pronto por Europa. Fue un mazazo para una época en la que los hombres cultos, en especial los llamados filósofos (que hoy definimos como intelectuales), estaban convencidos de que se acercaban la felicidad, el buen gobierno y el fin de las supersticiones. El terremoto recordó la fragilidad de las vidas y las obras humanas.
El filósofo Emanuel Kant publicó en 1756 tres artículos en un periódico de Könisberg, una ciudad prusiana del Báltico. Al indagar las razones de los terremotos, Kant afirmó que éstos eran causados por incendios producidos en cavernas subterráneas, en las que habría una materia inflamable de composición desconocida que al incendiarse, como la tapa de una olla donde hierve el agua, ascendería a la superficie, resquebrajándola.
Los estudios hechos a partir del terremoto de Lisboa sentaron las bases de la ciencia sismológica. En ella destacaron, sobre todo, los jesuitas, que establecieron la primera red mundial de sismógrafos. Tal fue la importancia de los estudios de estos religiosos, que durante mucho tiempo se denominó a la sismología ciencia jesuita. Pero esto merece otro reportaje.