¿Pero por qué hablamos de su cabeza perdida y finalmente hallada, ahora, 400 años después de su muerte? Pues sencillamente porque los franceses se despertaron pocos días antes de Navidad con un brillante reportaje de Paris-Match:
"Hallada la cabeza momificada del rey Enrique IV de Francia".
Un jubilado de 84 años la guardaba en el fondo de su armario, en una caja de cartón, envuelta en celofán púrpura. Su autenticidad fue puesta a prueba por el experto forense Philippe Charlier, apodado el Indiana Jones de los Cementerios.
Lo cierto es que el hallazgo es fruto del azar, de la ciencia y del tesón de aquellos que se empeñaron en seguir las rocambolescas peripecias de una cabeza real vapuleada, de una almoneda a otra, por los fetichistas de la historia. Desaparecida en 1793 durante el Terror jacobino, hace su entrada por la puerta pequeña de la prestigiosa casa de subastas Hôtel Drouot en 1919 y es adquirida a precio de ganga. Nadie da un duro por ella.
Tête momifié, 3 francs. Adjugé vendu.
Como en un vodevil detectivesco a lo Arsène Lupin, el objeto propio de la nigromancia acaba imponiendo su propio destino. Esa cabeza es, sí, según el British Medical Journal, la auténtica cabeza del monarca asesinado por Ravaillac en 1610.
Francia, país antimonárquico donde los haya, tiene a su pléyade de académicos y aficionados locos por la necrofilia real. Todos ellos coincidieron en una fecha como punto de partida de la desaparición de la cabeza: el 12 de octubre de 1793. Todos se reunieron el pasado 16 de diciembre de 2010 para certificar oficialmente el feliz hallazgo en el auditorio del Grand Palais de París.
Caso cerrado, pues. Allí estaba el especialista Babelon, los miembros de la real familia del finado descabezado, así como los dos periodistas, Stéphane Gabet y Pierre Belet –verdaderos sabuesos–, que dieron con la magna testa.
El aspirante a rey de Francia, el príncipe Luis de Borbón, duque de Anjou, afirmó querer hablar con el presidente Sarkozy para que la cabeza retorne a la necrópolis real de Saint-Denis, de donde fue sacada.
El nieto del general Franco insistió en el auditorio:
Esta cabeza es patrimonio familiar, pero es sobre todo patrimonio nacional.
Habrá que creerlo.
Deseo que esta re-inhumación sea la ocasión de una reconciliación nacional entre franceses.
Releo la frase. Me sorprende. No sabía yo que hubiera habido peligro de disgregación de la patria gala.
Los lazos de la sangre hablan: será eso.
Fuera de cualquier polémica absurda, este episodio de necrofilia friki –si se me permite la expresión– cierra la primera década del siglo XXI. Pero no parece haber perturbado sobremanera a los franceses. En la vida política de nuestro país vecino la monarquía es cosa extravagante. La razón republicana, el decoro igualitario y el rigor intelectual impiden que pueda prosperar cualquier nostálgica chifladura borbónica. Pero lo cierto es que su patrimonio nacional es uno de los mejores del mundo, y por eso estoy convencida de que la cabeza del primer Borbón volverá al santuario real de Saint-Denis.
Enrique IV queda en la hagiografía popular como el monarca más rabelaisiano, vitalista y acomodaticio. El que fuera nieto de la humanista Margarita de Navarra desempeñó un papel relevante en la primera cohesión nacional y en la reestructuración de las finanzas. La imaginería escolar lo representa como el bon roi, jovial y hombre con suerte, seductor y glotón. Enrique IV pasó del protestantismo al catolicismo –y viceversa– en un santiamén, sin por ello sufrir graves problemas místicos. Y resolvió las guerras de religión firmando el Edicto de Nantes (1598), que impuso los términos de una coexistencia entre las dos religiones.
Los historiadores lo ven como el campeón de la diplomacia renacentista, el rey que hizo el Pont-Neuf y el barrio del Marais. Y su espíritu hedonista quedó atrapado en el Château de Fontainebleau.
Pero su fama camaleónica se hizo universal tras abjurar del calvinismo en la basílica de Saint-Denis el 25 de julio de 1593, cuando dejó para la posteridad la más legendaria declaración de amor y sacrificio:
París bien vale una misa.
En Francia, todo parte y todo vuelve a la guillotina. Todo gira en torno a la Revolución.
Y la misteriosa desaparición de la real cabeza, también.
El primer testimonio literario que levanta acta de la magna decapitación lo encontramos entre las bellísimas páginas de El genio del cristianismo, escritas en 1804 por Chateaubriand. En este asombroso libro se halla una relación fehaciente de los episodios de profanaciones y expolios que ocurrieron del 6 al 8 de agosto y del 12 al 25 de octubre de 1793 en la catedral de Saint-Denis.
En tres días se destruyó la obra de doce siglos.
Es lo sublime y lo aterrador de la Revolución. Este texto, que ha sido recientemente editado y traducido al español por M. M Flamant, habla de los gestos de aquellos hombres que destruían todo, tal vez, porque habían sido condenados a no ser nada desde su nacimiento; no ser nada, no tener nada, generación tras generación.
En una simple nota, la nota U, perteneciente al capítulo sobre la catedral de Saint-Denis, Chateaubriand relata día por día, hora por hora, el lento trabajo de profanación y exhumación de cadáveres reales, y lo hace basándose en el testimonio de un sacerdote presente en aquellas fechas en la catedral. La sobriedad notarial de su estilo obliga al lector a detenerse ante el abismo escatológico y la dimensión aterradora de los actos.
Il s'est élevé un vent de la colère autour de l'edifice de la Mort.
"Un viento de cólera se elevó en torno al edificio de la Muerte".
La cólera trasformaba a los miserables en ciudadanos. Y esa fiebre pujante arrasó con todo. Se impuso sobre todo, sobre lo más atroz: el olor nauseabundo que dejan los sarcófagos abiertos. La pestilencia de los cuerpos licuados inunda súbitamente el templo y hace que los hombres enfermen, pero otros toman el relevo y siguen serrando los sepulcros, porque la rabia de la injusticia es tan potente, el hambre tan inexplicable, el sufrimiento tan inútil, que nadie puede ya detenerlos. Y sierran para desenterrar uno a uno a quienes ya nada eran, sólo carne putrefacta.
Y aun eso les debió de parecer insuficiente.
Matar al muerto.
Decapitar al que ya no tiene cabeza.
El mundo de hoy hace lo mismo: los vivos se ensañan con los muertos a los que no pudieron matar. La circularidad de la barbarie de todos los tiempos revolucionarios y antirrevolucionarios.
El 12 de Octubre se abrió el sepulcro de Enrique IV, el lunes 14 por la mañana, la gente lo contemplaba fuera ya de su tumba.
Apareció, ante el estupor de los profanadores, el cuerpo del monarca momificado. En pocas horas, a la momia le faltaron unos dedos y la cabeza.
¿Quién robó la cabeza de Enrique IV? ¿Quién la empuñó para emprender con ella unos macabros viajes a través de una geografía sólo apta para idólatras?
Guillotinar simbólicamente al muerto momificado. ¿Obra de un fanático o de un coleccionista de merchandising?
Existe un pequeñísimo y delicioso relato de terror que Alejandro Dumas escribió en 1849, titulado Las tumbas de Saint-Denis. Se repite el mismo escenario, la misma locura, y el mismo escepticismo doloso ante el género humano. Pero Dumas personaliza a aquellos profanadores. Los humaniza, porque son seres pensantes y no cucarachas los que remueven la tierra y levantan el polvo de los sepulcros.
Dumas reconstruye con gran comicidad la triste historia del obrero que abofeteó a Enrique IV. Aquel pobre diablo ebrio de sangre y libertad se acercó al cuerpo momificado de Enrique IV, que habían apoyado contra una pared del templo.
¿Con qué derecho sigues ahí de pie, cuando se corta la cabeza de los reyes en la Plaza de la Revolución?
Y con su mano derecha abofeteó al cadáver real.
Y cayó el cuerpo. Y la cabeza.
Entre carcajadas y humor negro, Dumas aborda con meditación lo esencial del espejismo revolucionario:
Pobres locos los que no comprenden que los hombres pueden a veces cambiar el futuro... pero jamás el pasado.