El peor error de Benito Mussolini fue aliarse con Adolf Hitler. A causa de ello (y de las victorias alemanas en Polonia, Noruega y Francia), Italia entró en la guerra en junio de 1940 y sólo tres años después, en julio de 1943, el Duce fue derrocado por sus antiguos partidarios. Pero el eje Roma-Berlín, constituido en octubre de 1936, no se limitó a una alianza militar y política, sino que Italia adoptó los principios racistas del nacional-socialismo.
En mayo de 1938 Hitler acudió a Italia para reunirse con el rey Víctor Manuel III y con Mussolini; el papa Pío XI se retiró a Castelgandolfo y ordenó cerrar los Museos Vaticanos para evitar que el dictador alemán los visitase. Pocas semanas después, los italianos se descubrieron arios puros. Mussolini, epítome del político moderno, como Napoleón y Roosevelt, llevaba su cinismo al extremo de imponer un antisemitismo en el que no creía por simple conveniencia, quizás incluso porque lo creía progresista.
Los científicos racistas
El 15 de julio apareció en la prensa italiana un manifiesto de científicos racistas titulado "El fascismo y el problema de la raza". En el verano, el régimen fue promulgando leyes y decretos sobre el nuevo estatus de los judíos, con las leyes de Núremberg como referente. Uno de los más ilustres perjudicados fue el físico Enrico Fermi, que al estar casado con una judía tuvo que emigrar; ya en Estados Unidos, participó en la fabricación de la bomba atómica.
Según recogió el embajador argentino ante el Vaticano en un informe que remitió a su Gobierno, el secretario del Partido Fascista, Achille Starace, explicó así a los profesores universitarios la necesidad repentina de una política racial:
Con la creación del Imperio, la raza italiana ha entrado en contacto con otras razas y debe por ello prevenirse de todo hibridismo (sic) o contaminación. En tal sentido, ya se han elaborado y aplicado leyes razziste (sic) en todo el territorio del Imperio.
En cuanto a los hebreos, ellos se consideran, hacen miles de años, en todas partes como en Italia, una raza diversa y superior a las otras y es notorio que, maguer la política tolerante del Régimen [fascista], los hebreos han constituido —con sus hombres y medios propios— el estado mayor del antifascismo.
Y esto ocurría cuando en el Partido Nacional Fascista había un número apreciable de judíos. De la misma manera, muchos industriales y empresarios judíos habían respaldado a Mussolini en los años 20, ante el auge del socialismo y las huelgas.
Las leyes incluyeron unas excepciones para los judíos que habían combatido en Libia, la Gran Guerra, Etiopía y España. Pero el 22 de diciembre de 1938 las autoridades militares decidieron, por iniciativa propia, licenciar a todos los oficiales judíos en servicio. Y la orden llegó incluso a las unidades de servicio en España. Nadie se iba a librar de ella, como tampoco se libró de las leyes raciales la amante favorita del promiscuo Duce: Margherita Sarfatti, pelirroja, inteligente, rica y judía.
El Corpo di Truppe Volontarie
El Gobierno fascista, en cuya capital se alojaba el exrey Alfonso XIII, había colaborado con los conspiradores monárquicos españoles y nada más estallar la guerra había enviado unos aviones militares al general Mola. En diciembre de 1936 empezaron a llegar a Sevilla los mandos, las tropas y el material de las unidades del Ejército italiano y del Partido Fascista, que formaron el que luego se denominó Corpo di Truppe Volontarie (CTV).
Uno de los principales oficiales italianos en España era el teniente coronel Giorgio Morpurgo. Había nacido en Roma en 1892, y salió de la Academia Militar de Módena con el grado de subteniente (1915). Su primer destino fue la Tripolitana, en la colonia italiana de Libia, recién tomada (1912) a Turquía. En los dos años siguientes aprendió árabe y ascendió a capitán. En 1918 regresó a Italia y participó en las últimas batallas de la Primera Guerra Mundial, que concluyó con su país en el bando de los vencedores.
A continuación reanudó sus estudios y sus ascensos. En 1926 se le trasladó al Estado Mayor, destino que todos los Ejércitos reservan a los más inteligentes de sus oficiales. Mussolini, de acuerdo con el rey Víctor Manuel, ya se había hecho con el poder. Entre los planes del Duce estaba la expansión militar por los Balcanes, el Mediterráneo y África, para lo que reforzó el Ejército y la Marina e impulsó la Aeronáutica.
Un oficial tres veces condecorado
Morpurgo, que ascendió a teniente coronel en 1935, pidió ser destinado a España en cuanto se formaron las unidades. Llegó a Cádiz en febrero de 1937, y el general Mario Roatta, jefe del CTV, le nombró jefe de servicios de Estado Mayor. En poco más de un año, Morpurgo recibió tres Medallas de Bronce al Valor (los militares italianos siempre fueron muy generosos distribuyendo condecoraciones), por su comportamiento en las batallas de Guadalajara (marzo de 1937), Santander (agosto de 1937) y Levante (abril de 1938).
Durante los dos años que permanecieron en España los italianos, sus unidades pasaron varias reorganizaciones, en una de las cuales se llegaron a constituir dos brigadas mixtas que mezclaron italianos y españoles.
En diciembre de 1938, después del triunfo del bando nacional en la batalla del Ebro, el mando franquista se preparaba para la campaña de Cataluña, cuyo comienzo se fijó para el día 23. Morpurgo era entonces jefe de Estado Mayor de la brigada de Flechas Verdes (Frecce Verdi), que se encontraba en una cabeza de puente en el río Segre en el pueblo de Serós (Lérida). La noche del 22, cuando estaba enfrascado en ultimar los planes para el ataque inminente, o bien descansando nervioso, recibió una orden por la que se le apartaba de su puesto.
Un delito imborrable
Sólo había una razón para decisión tan grave la víspera de una operación, y no era militar. Morpurgo no era un espía, ni un indolente, ni un traidor, ni un cobarde ni un ladrón... No, el delito había ocurrido en Italia hacía más de 45 años, y era un delito imborrable e irredimible. Giorgo Morpurgo lo llevaba en la sangre y, según algunos, en la cara y en el alma: sus padres eran judíos y le habían transmitido esa tara.
Abrumado, Morpurgo dio las novedades a su sucesor y se retiró. Horas después, cuando empezó la preparación artillera previa al ataque de infantería, Morpurgo cruzó solo el puente sobre el Serós y se abalanzó contra las trincheras del Ejército Rojo. Fue la primera baja de esa batalla. Sus camaradas del CTV encontraron su cuerpo acribillado y sin zapatos, al otro lado de las alambradas.
Morpurgo había preferido suicidarse antes que ser expulsado con deshonor del Ejército, al que había dedicado su vida. El régimen fascista cometió una última infamia con Giorgio Morpurgo: le concedió la Medalla de Oro al Valor, pero en la justificación, en que se reconocía su competencia y heroísmo, se decía que había muerto encabezando un ataque al frente de los soldados de su brigada.
Cuando hablamos de las muertes que un régimen puede originar por medio de sus leyes y actos, solemos pesar las vidas o contarlas, con lo que podemos llegar a perdernos en los números. El final de Morpurgo y su manipulación por los poderosos nos devuelven la cara y el nombre de una víctima.