Un observador algo avisado podría pensar que las grandes declaraciones siempre fueron fáciles, y albergar dudas al comprobar que entre aquellos gobiernos tan deseosos de la libertad y la justicia se encontraba el stalinista, extendido ya por gran parte de Europa central; que países como Francia e Italia, con poderosos partidos comunistas, aplicaban una sangrienta represión en sus países; que entre los demócratas entraban no solo la URSS y los países por ella sometidos, sino las repúblicas bananeras latinoamericanas; o que la paz incluía a los imperios inglés, francés y holandés, ganados mediante guerras y que serían perdidos por guerras. Aparte de que Usa nunca se distinguió por un espíritu muy pacífico. Y de que, como advirtió muy a tiempo Franco a Londres, la paz y colaboración entre las democracias y los países comunistas no podía durar.
Los exiliados intrigaron en San Francisco para que España fuera apestada y excluida del nuevo orden mundial y lo consiguieron a través de México, una democracia ficticia conocida por su extrema corrupción: quedaban rechazados de la ONU regímenes que hubieran recibido ayuda de los países que habían luchado "contra las Naciones Unidas". La moción no se refería a la URSS, por ejemplo, que había recibido la mitad de Polonia y permiso generoso para adueñarse de otras zonas. Se refería a España. Quedar fuera de la ONU, de todas formas, no era nada grave, Suiza lo ha estado voluntariamente –hasta hace poco–; lo grave era que preludiaba mociones más drásticas y agresivas, claramente implícitas en la conferencia de Yalta de unos meses antes.
Menudeaban las declaraciones amenazantes. El jefe laborista Harold Laski anunciaba pomposamente que en el nuevo orden la democracia y el totalitarismo no podrían convivir. No lo decía por la URSS, sino por España. El embajador soviético Nóvikof alardeaba de que pronto el general Franco sería procesado como criminal de guerra. Con no menos seguridad, De Gaulle calificaba a Franco de "ese anacronismo que nosotros, junto con los rusos, nos encargaremos de que dure pocos meses". Las citas podrían multiplicarse: a los vencedores de Alemania les bastaría con poco más que un soplo para derribar el supuesto castillo de naipes del franquismo.
Ya el año anterior Don Juan, aspirante al trono, había escrito a Franco:
V. E. es uno de los contados españoles que creen en la estabilidad del régimen (...), en que nuestra nación, todavía no reconciliada, tendrá fuerzas sobradas para resistir los embates de los extremistas (...) Estoy convencido de que V. E. y el régimen que encarna no podrán subsistir al término de la guerra, y que de no restaurarse antes la monarquía serán derribados por los vencidos de la guerra civil.
Era, desde luego, irreal la idea de que la monarquía, desprestigiada por su caída un tanto abyecta en 1931, podía resultar estable, pero los juanistas creían contar con Inglaterra. A finales de 1944, Gil-Robles consignaba: "Los diplomáticos anglosajones expresan con claridad su criterio absolutamente opuesto a la continuación del régimen franquista. Algunos generales, incluso jóvenes, hablan de la necesidad de un cambio radical". "En España hay verdadero pánico (...) Sir Samuel Hoare dijo, sin el menor disimulo, que el único medio de evitar en España una guerra civil era restaurar la monarquía". Así, Londres se arrogaba el derecho de decidir quiénes mandarían en España, como en una semicolonia. Y tanto a Gil-Robles como a Don Juan les parecía bien, porque creían ser los agraciados.
En fin, casi todo el mundo daba por inminente la caída del franquismo. ¿Cómo iba a resistir España, pobre y mal armada, al apabullante poder de los vencedores del III Reich? Los exiliados, que habían creado y destruido la II República, los comunistas, los anarquistas, los separatistas, etc., volverían en triunfo sobre los tanques useños e ingleses. El PCE, con más visión de futuro, había comenzado en 1944 el maquis, con vistas a crear un ejército guerrillero que le permitiera en su momento imponer su concepto de la democracia al resto de las fuerzas antifranquistas, y la Pasionaria salía de Moscú y se asentaba en Francia, escala hacia España; los servicios secretos useños jugaban a preparar saboteadores e incluso a utilizar, de acuerdo con el entorno juanista, a los guerrilleros comunistas como provocación para invadir España so pretexto de que ella ponía en peligro la paz y la seguridad europea (lo ha explicado Ansón en su biografía de Don Juan). Lo cual siempre se llamó alta traición.
Frente a una agresiva hostilidad que parecía abarcar al mundo entero, Franco tenía pocas bazas: el Vaticano, carente de divisiones (militares), como recordaba Stalin –pero donde intrigaban contra España clérigos separatistas vascos y catalanes–; el apoyo activo y pasivo que pudiera encontrar en la población; las divisiones entre los antifranquistas, que, como al reinicio de la guerra en julio del 36, daban por tan segura la victoria que se preocupaban más de rivalizar entre ellos por la hegemonía que por unir sus fuerzas; y sobre todo la firmeza y habilidad con que jugara esas escasas bazas.
Esta época ha sido mal estudiada, casi siempre distorsionada por ficciones tipo memoria histórica. La mayoría de las historias suponen una maldad esencial del franquismo, consideran a Franco meramente beneficiario pasivo de la guerra fría, lamentan el fracaso de los demócratas derrotados en la guerra civil o de una monarquía entonces desprestigiada, justifican los ataques y el hambre impuesta a España por una combinación de stalinistas, seudodemócratas y demócratas extraviados e implican que sería viable aquí una democracia a la inglesa o a la francesa bajo protectorado anglosajón, como si España hubiera sido derrotada en la guerra mundial. Básicamente se trata de la hispanofobia de siempre. En Años de hierro he abordado algunos de sus problemas, que podrían dar pie a investigaciones interesantes. Haré aquí unos pequeños apuntes orientativos.
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