Dominar a los libios no es muy difícil. Por lo general están desarmados, y una sola visita de la policía política a altas horas de la madrugada disuade al más pintado de pensar siquiera en albergar cualquier intención de oponerse a la Jamahiriya, que es como se dice revolución socialista en gadafense. Pero todos esos mercenarios no han servido de nada a Gadafi en las guerras normales, las que se libran contra otros ejércitos o contra guerrilleros; en definitiva, contra gente armada que puede defenderse. El coronel no ha hecho sino encadenar derrotas, algunas realmente dolorosas, durante todo este tiempo.
Nada más convertirse en el hombre fuerte de Libia, Gadafi pensó que lo mejor era postularse como heredero de Naser, que tenía años como para ser su padre y andaba delicado de salud. Naser acogió al cachorro de tirano y aceptó de buena gana el plan de unir Libia y Egipto para mayor gloria del panarabismo socialista, pamema con la que ambos comulgaban. La mala suerte quiso que Naser se muriese de un paro cardiaco al año siguiente, lo que dejó a Gadafi sin mentor. Sin padrino.
El sucesor de Naser, Anuar el Sadat, no era tan idealista, y además tenía algo de tirria al niñato libio que aspiraba a convertirse en el heredero de aquél. Sadat supo ver desde el primer momento que su vecino estaba ligeramente desequilibrado y que, para colmo, tenía muy poco que ofrecer al gigantesco Egipto, más allá de algunos campos petrolíferos perdidos en el desierto y no demasiado productivos. No dijo que no al delirio panarabista, pero tampoco dijo que sí.
Cuando llegó el momento de invadir Israel, en septiembre de 1973, Sadat ignoró por completo a Gadafi, que en la guerra del Yom Kippur no combatió... no por falta de ganas, sino porque no contaron con él. Este desprecio le produjo una crisis emocional tremenda. Airado, mandó al traste la unión entre ambos países y hasta el panarabismo, por el que perdía el sentido sólo unos años atrás. La cosa se fue envenenando hasta que, en el verano de 1977, decidió que había llegado el momento de invadir Egipto y provocar la caída del felón de Sadat. Penetró unos metros en el país vecino... y ahí se acabó la guerrita de opereta, que duró sólo tres días. El balance final fue de cuatro libios muertos por cada egipcio. También se perdieron 60 tanques, 40 tanquetas y 20 cazas Mirage.
Tras esta primera derrota con deshonra incluida –ya es humillante querer entrar en guerra y que a uno no le dejen...–, Gadafi vuelve sus ojos sobre el África Negra y se erige en portavoz oficioso de la susodicha. Para ello cortejó a su vecino del sur, el Chad, que andaba un poco revuelto después de la independencia por culpa de los eternos conflictos entre los musulmanes del Sáhara y los cristianos del Sahel.
Gadafi, empeñado en reordenar el mapa de la zona, apoyó a los musulmanes, liderados por un tal Hissene Habré que era de la piel del diablo. Con dinero y armamento libio, habré ocupó la capital, Yamena, y masacró sin piedad las aldeas cristianas del sur. Pero la guerra dio la vuelta. Habré, conocido ya como el Pinochet africano, se había malquistado con todo el país. Entre unas cosas y otras había liquidado a unas 40.000 personas y atormentado a otras 200.000. Los métodos de tortura de este déspota sanguinario eran muy imaginativos: una de sus especialidades consistía en introducir un tubo de escape en la boca del torturado y luego encender el vehículo en cuestión; el que no moría, quedaba apañado para los restos.
Aparte de asesinar sin tregua, Habré decidió olvidarse de Gadafi, a lo que éste respondió aliándose con los cristianos del sur e invadiendo el Chad por el norte. Todo esto sucedía en 1980, poco más de diez años después de la llegada del libio al poder. Gadafi suponía que la pinza le saldría bien y que en pocas semanas podría pasear en jeep por Yamena, como si fuese un caudillo almorávide saludando desde su camello en el Tombuctú de la Edad Media.
Como era de esperar, la guerra le salió peor que mal.
Franceses y americanos corrieron a apoyar a los chadianos musulmanes, que al fin y al cabo eran menos amenazadores para Occidente que el enloquecido Gadafi, empantanado ya por aquel entonces en operaciones terroristas y coqueteos con el Kremlin. Convencido de que el paseo en jeep tendría que esperar, el tirano salió pitando del Chad y ordenó a sus tropas que se retirasen al norte. Éstas acabarían acantonándose en la franja de Aouzou, una estéril y pedregosa cinta fronteriza de unos 100 kilómetros de ancho en las faldas del reseco macizo de Tibesti.
Aouzou sería como un premio de consolación. Pero ni eso. Habré penetró con unas cuantas camionetas Toyota hasta arriba de guerrilleros armados o con metralletas pesadas instaladas en la caja. Fue la llamada Guerra de los Toyota... y Gadafi la perdió por goleada: los de los Toyota aniquilaron más de 7.000 soldados libios e inutilizaron 800 tanques y 28 aviones de combate recién comprados por el amigo Muamar a la Unión Soviética.
La aventura del Chad le costó tres derrotas bastante lamentables. No serían las únicas ni las últimas. En los 70 perdió muchos hombres y dinero apoyando a Idi Amín en Uganda y a Bokassa en la República Centroafricana. Por cierto, ya en los 80, un año antes de la Guerra de los Toyota, había tenido que soportar el humillante bombardeo de su propia casa, a cuenta de la aviación americana. Fue una advertencia personal que le enviaba Ronald Reagan. No hizo falta nada más. Sabedor de que a diestra y siniestra estaban hartos de él, se tiró por los suelos, pidió clemencia y prometió ser bueno.
Como todo le salía mal, trató de pasar inadvertido, hasta que en 2003 George Bush invadió Irak. Entonces volvió a asustarse y abjuró de su pasado terrorista y de las amistades peligrosas que había cultivado por todo el mundo.
Fue la penúltima de sus derrotas. Sólo le quedaba perder el poder, y en ello está.
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