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RUMANÍA

El experimento Pitesti

De los incontables crímenes que, en nombre del comunismo, se cometieron en Europa del Este, el más desconcertante fue el perpetrado por la Securitate, la policía política rumana, en la prisión de Pitesti entre 1949 y 1952.  


	De los incontables crímenes que, en nombre del comunismo, se cometieron en Europa del Este, el más desconcertante fue el perpetrado por la Securitate, la policía política rumana, en la prisión de Pitesti entre 1949 y 1952.  

Fue un experimento macabro concebido para reeducar mediante la tortura. Y no cualquier tortura, sino un auténtico lavado de cerebro que arrebataba a los presos su personalidad para introducirlos en un delirante inframundo de sufrimientos físicos y psicológicos hecho a la medida de cualquiera de esos sádicos fanatizados por la ideología que tanto menudean en los regímenes totalitarios.

La Rumanía de 1949 tenía todos los ingredientes para que una historia de terror como la de Pitesti se hiciese realidad. Los comunistas acababan de hacerse con el poder tras expulsar al rey Miguel y proclamar una república popular que fue extraordinariamente rápida aplicando el manual comunista. En sólo unos meses, los primeros de 1948, se colectivizó el campo, se nacionalizó la economía y se prohibió el disenso. Todo un récord, incluso para un país tan amigo de los extremos como ha sido siempre Rumanía.

La versión local de la NKVD, la Securitate, nació en agosto. El invento se lo entregaron a Alexandru Nicolschi, un judío de Tiraspol que había ejercido de espía soviético durante la guerra. Nicolschi conocía bien la URSS y los métodos de la Cheka –en la que había alcanzado el rango de coronel–, pero no le terminaban de convencer los resultados. La Cheka castigaba con dureza ejemplarizante, pero aun así era incapaz de reeducar a los disidentes, de reconvertirlos en hombres nuevos que perpetuasen el socialismo. La nueva Rumanía habría de levantarse sobre un país tradicional, muy religioso y de gentes desconfiadas, es decir, diametralmente opuesto a lo que tenían en mente los comunistas.

Como sucedería más tarde con la Stasi, los primeros operativos de la Securitate se nutrieron con antiguos fascistas reconvertidos a toda prisa. Uno de los que cambió de camisa en aquellos días fue Eugen Turcanu, que se despojó de los correajes de la Guardia de Hierro de Corneliu Codreanu y Horia Sima para abrazar con entusiasmo el marxismo-leninismo en su variante estalinista. Turcanu era, además, un sádico de crueldad inaudita dispuesto a cualquier cosa para hacer méritos y labrarse un futuro dentro de la revolución. El hombre ideal en el momento adecuado.

Nicolschi quería emprender un experimento muy personal de reeducación de presos que le granjease buena prensa y le hiciese escalar puestos en el Politburó. Tras obtener los permisos necesarios trasladó a Turcanu a Pitesti, un penal a 100 kilómetros de Bucarest. Allí el antiguo guardia de hierro se inventó una organización fantasma, la ODCC (Organización de Prisioneros con Convicciones Comunistas), compuesta por antiguos militantes fascistas que mostraban propensión a convertirse en buenos camaradas.

La única misión de los presos de la ODCC era torturar a sus compañeros de presidio hasta que, machacados física y moralmente, se uniesen a ellos. Así, el grupo iría creciendo sostenidamente. Cualquier condenado, por muy reincidente que hubiese sido, terminaría por ablandarse y, lo más importante, se pasaría al otro bando por voluntad propia. Ese era, en resumidas cuentas, el experimento de Nicolschi, que llenaría los pueblos y ciudades rumanas de comunistas puros despojados de todo resabio del orden anterior.

Conseguir que un jovenzuelo fascistón proclive a la violencia se transformase en un perfecto comunista era relativamente sencillo. Es más, para conseguirlo no hacía falta intimidarle demasiado. En lo teórico, comunismo y fascismo son doctrinas hermanas, no es casualidad que el fascismo lo crease Benito Mussolini, un exmilitante socialista. En la práctica se parecen como dos gotas de agua, por eso los puentes entre ambos han estado siempre tan transitados.

El problema aparecía cuando el preso no era un legionario de Codreanu, sino una persona normal. Turcanu, que no era un bárbaro iletrado como luego se quiso hacer ver, condensó el camino que había que seguir en un sucinto manual que tenía que aplicarse en Pitesti punto por punto. El proceso constaba de cuatro fases, y en ninguna intervenían los carceleros. La primera se llamaba desenmascaramiento externo y consistía en un larguísimo interrogatorio, trufado de torturas, durante el cual el reo tenía que contar hasta el detalle más ínfimo de su vida privada fuera de la prisión.

Desnudo por fuera y por dentro, el preso pasaba a la segunda fase del programa: el desenmascaramiento interno. Utilizando el mismo sistema convencional de preguntas y torturas, se pedía al prisionero que delatase a todos los que, dentro de Pitesti, le habían tratado bien o habían buscado su complicidad. Esto daba lugar a una retroalimentación continua de las depuraciones. Si cantaba de plano y satisfactoriamente, le pasaban al siguiente escalón, denominado desenmascaramiento moral público: en este punto del recorrido debía renegar mediante insultos de todo aquello que tuviese por sagrado: su mujer, sus hijos, sus amigos o, directamente, Dios. En este último caso se le obligaba a blasfemar repetidas veces.

A estas alturas del itinerario, el preso era un guiñapo humano, lleno de heridas, con algún hueso roto, desnutrido y vencido mentalmente por semanas o meses de tormento. Cuando ya se había convertido en un robot ideológicamente intachable tenía que afrontar la prueba más dura, la que señalaría si su conversión era sincera. La cuarta fase, tras la cual se pasaba a militar en la ODCC, se cifraba en convertir al torturado en torturador. Se ordenaba al preso que tomase a un compañero de celda y le torturase con sus propias manos hasta obtener una confesión. Si lo conseguía, pasaba a ser considerado uno de los elegidos. Pero para entonces, con toda seguridad, ya era irrecuperable para sociedad, incluso hasta para sí mismo.

La mayor parte de los que sobrevivían a tan peculiar programa de reeducación por la tortura enloquecían o se suicidaban. Una minoría se convertía en asesinos natos al servicio de la causa. El resto perecía víctima de los abusos y la violencia desatada de los verdugos que, a un tiempo, eran sus propios compañeros de presidio.

Si Pitesti desde fuera aparentaba ser una cárcel como cualquier otra, las torturas que se practicaban en su interior estaban lejos de ser convencionales. Los hombres de Turcanu ensayaron suplicios inimaginables. La saña con que se empleaban en las palizas no se había visto jamás. El escritor y superviviente Eugen Magirescu fue de los que pudo contarlo, y lo hizo en estos sobrecogedores términos en sus Memorias de Pitesti:

Me desnudaron, me metieron unos calcetines en la boca con el mango de una cuchara hasta que empecé a sangrar, me ataron las manos por detrás con una cuerda y los pies con otra cuerda. Lo que siguió no se puede describir... golpes en la cabeza para embrutecerme, golpes en la cara para desfigurarme, miles de golpes en la espalda, debajo de las costillas, en el plexo, en las plantas de los pies. Docenas de desmayos, y así una y otra vez durante horas, mientras el guardia vigilaba. Me rompieron los huesos, los pulmones y el hígado, todos bailaban calzados sobre mis huesos, sobre mis pulmones.

El tipo de prisioneros que más despertaban el espíritu homicida de Turcanu eran los cristianos, sobre todo los seminaristas. Con ellos se empleaba a fondo. Virgil Ierunca, reputado crítico literario de posguerra y uno de los mayores críticos del régimen comunista rumano, lo consigna así en El fenómeno de Pitesti, la obra capital sobre este genocidio silencioso:

La imaginación de Turcanu se desataba contra los creyentes que no querían renegar de Dios. Algunos eran bautizados todas las mañanas del siguiente modo: se les sumergía la cabeza en cubos llenos de orines y restos fecales. Para continuar indefinidamente con el suplicio les sacaban la cabeza para que pudiesen respirar y volvían a hundírsela en aquel magma. Uno de los bautizados, que había sido sometido sistemáticamente a esta tortura, adquirió un tic que le duró unos dos meses, para gran regocijo de los reeducadores: todas las mañanas iba él mismo a meter la cabeza en el orinal.

El sistema de Nicolschi era inhumano, precisamente por eso fue acogido con agrado por los jerarcas del Partido, hasta el punto de que el Gobierno de Gheorghiu-Dej pensó en extenderlo a las obras del canal Danubio-mar Negro, donde algunos de los fanáticos egresados de Pitesti prestaban servicio como guardianes. Pero entonces sucedió lo impredecible. La prensa occidental, en especial algunas emisoras como Radio Europa Libre –donde, por cierto, había comenzado a trabajar Virgil Ierunca–, empezaron a hacerse eco de las atrocidades que se estaban cometiendo en Pitesti.

Gheorghiu-Dej, uno de los lacayos más perfectos que jamás tuvo Stalin, quiso evitarse líos y ordenó en agosto de 1952 que se interrumpiese el experimento. Se detuvo a Turcanu junto a veinte de los suyos y se les condenó a muerte en un proceso relámpago. La justificación oficial fue la típica de los regímenes comunistas de todos los tiempos: todo se había debido a una infiltración en la Securitate de agentes imperialistas y elementos fascistas provenientes de la Guardia de Hierro.

Nicolschi se fue de rositas y fue premiado con la secretaría general del Ministerio del Interior. Moriría cuarenta años más tarde, en 1992, ya en la Rumanía post Ceaucescu, justo un día antes de que tuviese que prestar declaración ante el fiscal general por una denuncia que los familiares de las víctimas le habían puesto a cuento de la infamia de Pitesti. Al final, tanto él como sus crímenes quedaron impunes. Toda una metáfora del comunismo.

 

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