La última aconteció durante la Guerra Civil en el otro extremo de la Piel de Toro, en el curso bajo del Ebro, allá donde se funden Aragón y Cataluña en un sindiós de sierras y pedregales yermos, improductivos y deshabitados que bien podría decirse que son una metáfora de la misma España.
Esa vez los protagonistas principales fuimos nosotros, mientras los extranjeros, que también los hubo, se conformaron con el papel de estrella invitada... y fusilada, porque moro o brigadista que caía en manos del enemigo era ejecutado en el acto.
Entre una batalla y la otra pasaron más de dos mil años. Aparte de la querencia fluvial, muy lógica, por otra parte, en un país desigualmente regado, lo que unió a ambas fue el odio –en el Ebro, más que africano, cainita– que se profesaban los contendientes.
La batalla empezó por sorpresa en un momento en el que la guerra estaba ya prácticamente ganada para los nacionales. Meses antes, las tropas de Franco, mejor equipadas y mucho más disciplinadas, habían conseguido partir en dos la España republicana. Al norte Cataluña, al sur Levante y la submeseta meridional: eso era todo lo que le quedaba a la República después de dos años de combate, en los que no había hecho más que perder territorio
Pese a todo, la República no tenía intención de tirar la toalla. El siguiente objetivo de Franco era Valencia. Una vez rendida la ciudad del Turia y cortado el acceso al mar de la capital, Cataluña, desmoralizada, se entregaría sin lucha; tras ella, Madrid caería como fruta madura. Pero la ofensiva nacional se estancó en las cercanías de Valencia. Entonces, al general Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor republicano, se le ocurrió atacar a los nacionales por su retaguardia, muy amplia y atendida por escasos efectivos. Para ello debía reunir un gran ejército en Cataluña y cruzar el Ebro con hombres, armas y pertrechos. Eso obligaría a Franco a luchar en dos frentes, lo que retrasaría lo que parecía ya una victoria inevitable de su bando. La operación era arriesgada y suponía gastar el último cartucho, pero para entonces, julio de 1938, al Gobierno de la República no le quedaban muchas más opciones, después de dos años de descalabros y chapuzas.
En la madrugada del 24 de julio, las tropas del Ejército Popular comenzaron a cruzar el Ebro en barcas. La maniobra estaba muy bien concebida. Constaba de dos señuelos –a la altura de Amposta y Mequinenza– que distrajesen la atención de los nacionales y camuflasen la ofensiva propiamente dicha, que tuvo lugar en la zona de Flix. Los nacionales cayeron en la trampa y fueron cediendo terreno durante dos días seguidos, al término de los cuales el frente tenía ya una extensión de 75 kilómetros y ocupaba cerca de 800 kilómetros cuadrados, mayor, pues, que el Principado de Andorra. Consolidada la cabeza de puente, los republicanos se fijaron como siguiente objetivo el pueblo de Gandesa, situado a varios kilómetros del río, ya en territorio nacional.
El éxito de la operación recargó la baqueteada moral de la República y puso nervioso, por primera vez en muchos meses, al mismísimo Franco, que se encontraba en su cuartel general de Burgos. El general ordenó un despliegue masivo de tropas desde Lérida y Castellón, así como la movilización de todos los aviones que estuviesen disponibles, incluyendo los de la Legión Cóndor. Rojo se imaginaba que algo así iba a suceder, pero no con una rapidez tan pasmosa. En sólo un día los nacionales, que habían visto venir la jugada, ya estaban atrincherados en Gandesa y aumentaban constantemente el número de efectivos en la línea de defensa. La ventaja numérica con la que contaba la República quedaba de este modo neutralizada. Y aún faltaba por llegar lo peor. El ejército franquista contaba con más y mejores armas, incluida una fuerza aérea que en el bando republicano brillaba por su ausencia, ya que sus bombarderos se encontraban en Valencia encargándose de defender la ciudad.
El día 26 la ofensiva republicana se paró en seco. El frente había quedado estabilizado. Ninguno de los contendientes podía avanzar un metro sin que le friesen a morterazos. La única esperanza de la República era seguir trasladando soldados y artillería a la margen derecha y fortificarse allí, confiando en copar al enemigo, tomar Gandesa y obligar a Franco a retranquear la línea. Pero el gallego no tenía prisa. Parsimonioso como de costumbre, esperó hasta el día dos de agosto para desplazarse hasta el teatro de operaciones. Fijó su centro de mando en el Coll de Moro, un altozano con buenas vistas desde donde podía dirigir personalmente la batalla.
Una vez allí se reunió con su Estado Mayor, formado por Kindelán, Aranda, Yagüe y demás fauna del ejército nacional. Propusieron devolver el palo a Rojo atacándole por detrás desde Lérida. Los republicanos del Ebro quedarían así envueltos en una bolsa con la que sería mucho más fácil lidiar. Pero el Generalísimo no estaba para exquisiteces tácticas. Iba a combatir frontalmente, a cara de perro, a la española, sin dar más rodeos de los necesarios. Era una cuestión de paciencia. Él tenía más hombres, aviones, carros de combate y mucho tiempo, todo el que hiciese falta. Rojo sólo tenía hombres y cada vez menos, ya que la machada de cruzar el Ebro había salido carísima en vidas. Los integrantes del llamado Ejército del Ebro no eran como los arrojados pero ineptos milicianos del principio de la guerra, pero seguían cayendo como chinches en las trincheras.
En agosto parecía claro que la voluntad de los generales era resistir a cualquier precio, algo, por lo demás, españolísimo, una especie de venganza contra nosotros mismos. El famoso duelo a garrotazos de Goya encontró en esta batalla larga y de desgaste su mejor encarnación bélica. De día atacaban los nacionales valiéndose de su superioridad técnica; destruían los puentes que, por la noche, habían tendido los republicanos, y bombardeaban sus posiciones; de tanto en tanto, un ataque organizado, al que seguía un contraataque; entre medias, la omnipresente artillería.
La del Ebro fue una confrontación artillera de dimensiones colosales. El plan de ataque, ideado por el propio Franco, era concentrar el fuego artillero sobre un pequeño espacio hasta convertirlo en un caldero, para luego enviar la aviación y la infantería a rematar el trabajo. Una batalla así se termina ganando, pero lleva mucho tiempo hacerlo... y muchos muertos. Hasta el 16 de noviembre, casi cuatro meses después de su comienzo, no se dio por concluida. El vencedor, Francisco Franco, se lo llevaba todo: la batalla, la gloria y la guerra. A los perdedores sólo les quedaba correr. Eso, a los que habían quedado con vida.
La última gran batalla de la historia de España fue, también, la más sangrienta, la más estúpida y la más innecesaria. Una guerra civil es la peor maldición que puede abatirse sobre un país. Después de dos mil y pico años peleándonos con los de fuera, terminar matándonos entre nosotros es de tontos, y quizá lo fuimos, especialmente en días como los de la batalla del Ebro, que fue una carnicería sin cuento. Al terminar se contaron cerca de 17.000 muertos, 65.000 heridos y 25.000 prisioneros.
Tras la fracasada ofensiva del Ebro, la República se vino abajo. Cataluña fue ocupada, y al poco Madrid y Valencia. La guerra había terminado y las grandes batallas de la historia de España, también. Para habernos matado.