Se llamaban Jack Kilby y Robert Noyce.
El invento del transistor había permitido jubilar los viejos tubos de vacío como amplificadores y ladrillos con que construir los circuitos lógicos que alimentaban los ordenadores y demás artefactos electrónicos. Sin embargo, ya a mediados de los años 50 se había empezado a vislumbrar un grave problema. Mientras los ingenieros pergeñaban circuitos cada vez más complejos y útiles, las fábricas les contestaban que aquello no se podía construir de ninguna de las maneras. Lo bautizaron como "la tiranía de los números".
Hay que pensar que cada transistor (y cada resistencia, cada diodo y cada condensador, que eran los otros tres elementos de todo circuito electrónico) era un objeto en sí mismo, que debía conectarse con los demás por medio de cables soldados a las patas del componente. En cuanto el circuito empezaba a crecer, también lo hacía el número de cables y soldaduras, de modo que un circuito con 100.000 elementos podía requerir un millón de conexiones, la mayor parte de las cuales debían hacerse a mano. Esto no sólo desorbitaba el coste, sino que hacía casi inevitable la aparición de errores. Además, impedía reducir el tamaño de los componentes, porque el que fueran más pequeños sólo servía para hacer más difícil la labor de conectarlos.
A finales de los años 50, al optimismo que había dado brío a la industria tras la aparición del transistor le había sucedido un fuerte pesimismo, ante los límites prácticos que imponía la tiranía de los números. Naturalmente, eso no implicaba que no hubiera gente buscando una solución al problema. Lo hacía todo dios. Pero no se encontraba la vía hasta que Kilby y Noyce tuvieron la misma idea, independientemente, con sólo unos meses de distancia: la "idea monolítica".
Jack Kilby, el inventor
Kilby era ingeniero; o, como diría él, era un tipo al que le gustaba encontrar soluciones a los problemas, no explicar las cosas. Trabajaba para una pequeña empresa de electrónica donde supo de primera mano el grave problema al que se enfrentaba la industria electrónica, y pensó que la compañía que lo solucionara tendría que invertir muchos recursos en ello, algo fuera del alcance de Centralab, que es donde curraba. Así que emigró a Dallas y comenzó a trabajar en 1958 para Texas Instruments, la compañía que había popularizado el transistor gracias a la idea de su presidente, Patrick Haggerty, de colocarlo en las radios portátiles.
TI estaba trabajando en algo que gustaba mucho al Ejército: los micromódulos. La idea era construir todos los componentes del mismo tamaño y forma, con las conexiones ya hechas. Luego bastaría ensamblarlos como si fueran piezas de Lego para formar un circuito. Kilby odiaba la dichosa idea, pues pensaba que era una solución para el problema equivocado, así que aprovechó la llegada del verano y que todo el mundo se había ido de vacaciones menos él, que era el nuevo y no tenía ese derecho, para pensar, lo más rápido que pudiera, en una solución alternativa que acabara con la tiranía de los números de una vez por todas. Y se le ocurrió que aunque los semiconductores se utilizaran sólo para construir transistores y diodos, también podían funcionar como resistencias y condensadores. No tan bien como los materiales que se empleaban específicamente para ello, pero sí lo suficiente como para hacer su función. De modo que podría emplearse una pieza de silicio o germanio para construir en ella todos los componentes necesarios para que funcionara un circuito electrónico.
Cuando los demás regresaron de sus vacaciones, Kilby enseñó su idea al jefe, el cual... pues tampoco es que mostrara demasiado entusiasmado. Sin embargo, le propuso un trato: si lograba construir con semiconductores una resistencia y un condensador, le permitiría usar los recursos necesarios para hacer un circuito integrado. Kilby, por supuesto, cumplió con su parte, y el 12 de septiembre de 1958 probaron el primer circuito completamente construido con una sola pieza (chip) de germanio. Y funcionó perfectamente. Pero no lo patentaron porque seguía teniendo un problema: aunque los componentes estuvieran juntos, no había forma de conectarlos entre sí que no fuera con cables soldados a lo bruto. Así que Kilby se puso manos a la obra.
Robert Noyce, el líder
Noyce era un líder nato, al que con el tiempo llamarían el "alcalde de Silicon Valley". Esa habilidad lo acompañaría en todo lo que hiciera, fuera profesional o no: en los 80, por ejemplo, ingresó en un coro para cantar madrigales y a las pocas semanas ya lo estaba dirigiendo. Así, no fue raro que cuando ocho ingenieros –los "Ocho Traidores"– que trabajaban para el inventor del transistor y Premio Nobel, William Shockley, decidieran dejar la empresa, se convirtiera en el director de la filial de semiconductores de Fairchild, que fue donde terminaron todos dando el callo.
El éxodo tuvo lugar en 1957, y al año siguiente ya habían encontrado su primera gran y patentable idea: uno de los ocho, el físico suizo Jean Hoerni, había encontrado una vía para evitar los problemas que daba la contaminación del silicio cuando se fabricaban los transistores: colocar encima de las placas donde se "imprimían" éstos una capa de óxido de silicio que los aislaba del exterior y sus impurezas. El abogado de la compañía quería que la patente fuera lo más amplia posible, de modo que le preguntó a Noyce qué más se podía hacer con esa idea. Y Noyce pensó que se podría aprovechar la capa de óxido para hacer las conexiones de los transistores, "pinchando" el cable en el óxido como si fuera una vela en una tarta de cumpleaños. Era el mes de enero de 1959.
Dándole aún más vueltas, se le ocurrió que ya teniendo el transistor y sus conexiones hechas, no sería difícil enlazar entre sí dos transistores de una misma capa de silicio poniendo una línea de metal entre esas conexiones hechas a través del óxido. Es más, se podrían imprimir por medio de máquinas, solucionando el problema que suponía hacerlo a mano. Y una vez ahí, no tardó mucho en darse cuenta que el resto de componentes también podían hacerse en el silicio, lo cual implicaría un circuito electrónico completo en un solo fragmento de material. Había llegado, por una vía completamente distinta, a la misma "idea monolítica" que Kilby.
La batalla de las patentes
Cinco días después de que Noyce tuviera su idea y se la contara a su colega Gordon Moore, llegaron a TI rumores de que alguien más había llegado a la solución de Kilby. Pero no es que Moore se hubiera ido de la lengua; el rumor era completamente falso, pues decía que era RCA quien había tenido la idea. Pero aunque no fuera verdad, tuvo la virtud de espolear tanto a ingenieros como a los abogados de TI para poder enviar una solicitud de patente lo antes posible.
Las patentes son de dos tipos. Las ofensivas suelen proteger ideas verdaderamente revolucionarias y están expresadas en términos amplios y generales para atacar a cualquiera que tenga una innovación parecida o derivada; el mejor ejemplo es la del teléfono. Por el contrario, las defensivas protegen una idea que, aunque importante, no supone un cambio tan notable sobre lo que ya hay, y suelen redactarse con mucha precisión para protegerse de las ofensivas. Algunas de ellas son muy famosas, como la radio de Marconi, el avión de los hermanos Wright o el dirigible de Zeppelin.
Texas Instruments registró una solicitud de patente ofensiva. Sin embargo, con las prisas, tuvo que incluir el diseño original de Kilby, en el que aún se usaban conexiones hechas a mano sobre el germanio. No obstante, se incluyó un texto en el que se indicaba que éstas podían realizarse con otras técnicas, incluyendo la posibilidad de pincharlas sobre una capa de óxido de silicio, la técnica de Fairchild, que en TI aún no habían logrado hacer funcionar.
Unos meses después llegó a Silicon Valley el rumor de que TI había logrado un gran avance, y en Fairchild se temieron lo peor. Como empresa joven y preocupada por su supervivencia, no habían avanzado en la idea de Noyce, que tardaría todavía un tiempo en dar sus frutos, pero de todos modos solicitaron una patente, en este caso defensiva, en la que se detallaba con todo lujo de detalles el diseño del chip, con su capa de óxido de silicio, sus velas de cumpleaños y sus líneas de metal impresas por encima.
A comienzos de los años 60 los abogados de una y otra compañía ya estaban peleándose para ver quién era el beneficiado de la invención, con documentos enviados a la junta que tomaba esas decisiones dentro de la Oficina de Patentes con títulos como "Respuesta a la Petición para la Suspensión de la Acción contra la Petición de Aceptar o Rechazar el Testimonio de la Contrarrefutación y para la Moción Condicional de Aceptar el Testimonio de Contra-Contrarrefutación". Sí, en serio. Finalmente, en 1967 decidieron otorgar la patente a Kilby. Pero Fairchild reclamó a los tribunales y finalmente, en 1970, el Supremo decidió a favor de Noyce.
Tampoco tuvo mayor importancia. Evidentemente, ninguna empresa podía esperar tanto, así que TI y Fairchild acordaron regalarse cada uno la licencia del otro y obligar a las demás empresas que quisieran entrar en el mercado a comprar las dos. Y así, pese a que al principio los chips no fueran una gran sensación, la decisión del jefazo de TI, Haggerty, de construir calculadoras de bolsillo –cuya invención y patente, de nuevo, correspondió a Kilby– llevó los circuitos integrados a comienzos de los 70 a los hogares de todos los norteamericanos, y enseguida del resto del mundo desarrollado. Lo mismo que hizo con los transistores, vamos.
Kilby recibió el Nobel de Física en el año 2000, y en el discurso afirmó que, de estar vivo Noyce, lo habría compartido con él, del mismo modo que ambos habían aceptado siempre el título de coinventores del circuito integrado. Gordon Moore, que había acudido a Estocolmo, estaba de acuerdo. En 1968 se había marchado de Fairchild con Noyce para fundar con él Intel. Se hicieron multimillonarios. Pero el segundo inventor del chip había muerto diez años antes de un ataque al corazón, mientras se daba un chapuzón matutino en su piscina, y no pudo recibir ese honor. Para que luego digan que el deporte es bueno.
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