En abril de 1940 László y György, judíos, pusieron rumbo a la acogedora Argentina de entonces para escapar de la insania nazi. Allí montaron con un compatriota una empresa a fin de perfeccionar y comercializar su invento, que en la República Austral aún se llama birome.
Los hermanos Bíró recibieron en plena guerra mundial miles de pedidos de los gobiernos británico y estadounidense. A diferencia de las estilográficas, las biromes no goteaban en los aviones de combate cuando volaban a gran altura. Sin embargo, una vez acabada la contienda la empresa quebró por falta de financiación y gestión inadecuada.
Comenzó entonces otra guerra, esta vez comercial y entre empresas –mayormente norteamericanas–, por hacerse con la explotación del invento de los hermanos Biró. Los primeros en conseguir la patente no lograron aumentar las ventas, debido a (pequeños) fallos de producción y, sobre todo, al alto precio del producto: llegó a alcanzar los 100 dólares por unidad, que lo hacía prácticamente inaccesible para la mayor parte de la gente.
En 1950 Marcel Bich, un aristócrata emprendedor italiano naturalizado francés, viajó a la Argentina para comprar a los Biró su patente para Europa. Bich consiguió su objetivo e introdujo mejoras en el artefacto. Así, diseñó una punta cónica rematada por una bolita de carburo de tungsteno que tenía por objeto regular el flujo de la tinta, para de una vez por todas acabar con los engorrosos manchones. El cuerpo de la birome tendría forma hexagonal y estaría compuesto de poliestireno transparente, y la tinta quedaría almacenada en un tubito de plástico. Los remates serían una capucha y un pequeño tapón, ambos igualmente de plástico.
En 1952 salió de fábrica el primer bolígrafo con la marca Bic. Marcel decidió quitar la hache de su apellido... más que nada, para evitar la indeseable confusión fonética con la palabra inglesa bitch, que vale por la española puta.
Enseguida los mercados europeos se le quedaron pequeños. Compró la compañía estadounidense de plumas Waterman y logró, con su nuevo producto, conquistar América, Australia y África. Ningún lugar del mundo se resistía a esa maravilla de la simplicidad. Escribir nunca fue tan fácil, rápido y, sobre todo, barato. De los 100 dólares que podía costar un bolígrafo en 1945, pasó a costar 4 o 5; para 1960 ya valían entre 29 y 69 centavos –dependiendo del modelo–. Los Bic arrasaron por su fácil manejo y por su duración: un año o, lo que es lo mismo, dos kilómetros de escritura. De las 1.000 unidades diarias del primer momento se pasó en tres años a las 250.000.
Hoy, los ordenadores y los móviles puede que hayan apartado a muchos de este icono del siglo XX; ¿o no? Porque los datos nos dicen que cada vez se fabrican más. Actualmente se vende la friolera de 15 millones de bolis Bic al día en 160 países. Lo que da una respuesta adecuada a alguna necesidad humana permanece en el tiempo.
En 1972 la empresa del barón Bich salió a bolsa en París. Fiel el barón a su idea de reinvertir los beneficios, se adentró en otros sectores con el objetivo de simplificar la vida a la gente: en 1973 puso en el mercado el encendedor Bic, el primero de usar y tirar, y en 1975 plantó cara a Gillette y a Wilkinson lanzando la primera maquinilla de afeitar totalmente desechable (hoja y mango).
Cosechó la firma un fracaso en el ámbito de los perfumes, y está por ver si sale con bien de su incursión en los deportes acuáticos y en la industria de la telefonía móvil (Bic Phone). Errar, no obstante, es algo que asume todo aquel que tiene en la experimentación una de sus pasiones.
Cuando ya se acercaba al final de sus días, y antes de dejar su cargo como presidente del grupo empresarial que había creado, el Sr. Bich animó a sus socios a dar responsabilidad a los empleados y les alertó contra la creciente burocracia, a la que consideraba la enfermedad del momento. Cosas de la aristocracia emprendedora...