Ese día estaba, para Jevons, más cerca que lejos, así que trazó un panorama desolador para el fin del siglo, el XIX, que vendría marcado por la pobreza extrema y el sufrimiento.
Stanley Jevons, por lo demás un economista brillante, se equivocó de medio a medio. El carbón no sólo no se acabó, sino que desde su grito de alarma hasta el final del siglo se hizo mucho más abundante, accesible y económico. Jevons no contaba con la capacidad innata del hombre para descubrir, inventar e innovar sobre esas mismas invenciones. Y no sólo Jevons, la sociedad de la época era –como la actual– extremadamente temerosa de quedarse sin su chute diario de energía barata.
Los periódicos británicos le cogieron el gusto a eso de meter miedo a la gente y organizaron una fabulosa campaña en la que se anunciaba el fin del carbón y el inevitable colapso de la todavía incipiente civilización industrial. De las portadas de los diarios la historia, que era totalmente fantasiosa, saltó presurosa a Westminster. Allí, los parlamentarios, voz y conciencia de la nación, se afanaron en buscar soluciones rápidas para, sino evitar, si amortiguar las consecuencias del que ya se conocía como "peak coal".
El entonces primer ministro, el liberal William Gladstone, anunció la creación inmediata de una Comisión Real que monitorizase las reservas de carbón. Llegado el momento esa comisión sería la encargada de administrarlas hasta el agotamiento final, momento en el que la poderosa Inglaterra tendría que volver a los bucólicos, felices y despreocupados tiempos de Cromwell. La Comisión, obviamente, no sirvió para nada. El carbón no se acabó. Más bien todo lo contrario. En esos mismos años vetas vírgenes del preciado mineral empezaron a aparecer por Alemania, Rusia, España, Bélgica, el Imperio Austro-Húngaro y los Estados Unidos.
Al mismo tiempo nacía otra floreciente industria sin que Jevons ni, naturalmente, Gladstone y su Comisión Real pudiesen siquiera imaginarla: la del petróleo. En el último cuarto del siglo XIX esa sustancia negra y viscosa que arruinaba los campos –el mal de Texas lo llamaban los ganaderos de aquel Estado– comenzó a hacerle la competencia al carbón. Era muy abundante, fácilmente transportable y, una vez refinado, tenía multitud de usos.
Pero, ¡ay!, también era de origen fósil y tan pronto como en 1914 los agoreros empezaron a predecir su inmediato agotamiento. El departamento de Minas de Estados Unidos predijo aquel año que las reservas durarían hasta mediados de la década de 1920. Por supuesto no pasó nada. En 1925 el petróleo era más abundante y barato que antes de la guerra mundial, pero eso no frenó a los adivinos. En 1939 el departamento de Interior anunció que quedaban reservas para trece años. El 1954, lejos de agotarse, su disponibilidad había aumentado de manera exponencial.
¿Sirvió aquello para que los profetas del desastre energético se lo pensasen dos veces antes de hacer sonar la alarma? No, de ningún modo. En 1953 el mismo departamento dio una nueva fecha: 1966, ese año no quedaría en el planeta ni una sola gota de oro negro con la que alimentar las máquinas. Después de eso la malvada civilización industrial se vendría abajo como un castillo de naipes.
Lo que sucedió en el 66 fue que los habitantes del primer mundo corrían enloquecidos al concesionario más cercano a comprarse un automóvil para ganar con él independencia, libertad y un medio extraordinariamente rápido de transporte individual. La gasolina, obtenida al 100% del petróleo, era ridículamente barata. Los coches consumían cantidades industriales y eran grandes, aparatosos y pesados. Los aviones a reacción, que habían hecho su debut estelar durante la década anterior, pulverizaban las distancias entre los continentes sí, pero tragaban queroseno sin medida. No había problema, chorros de petróleo manaban por todos los rincones de la Tierra y siempre había algún espabilado esperando con una torre de extracción y un oleoducto para aprovecharlos.
Entonces, unos años después, sucedió algo que no estaba previsto. Los principales productores, hartos de que se les pagase con un dólar que cada vez valía menos, subieron de golpe el precio del barril. Nadie se planteó que era por una cuestión puramente monetaria aderezada con una rabieta política. Al contrario, a un lado y otro del Atlántico se desató una feroz competencia por ponerle punto y final a la industria petrolera. En Estados Unidos el nefasto Jimmy Carter, muy concienciado con el tema, se atrevió a dar una fecha: finales de los ochenta. Para entonces el mundo tendría que ingeniárselas para dar con nuevas fuentes de energía –renovables, claro– si quería mantener el nivel de desarrollo.
Llegó 1990 y la presidencia de Carter estaba ya felizmente olvidada, casi tanto como su predicción de que el petróleo se habría acabado para ese año. A principios de los noventa las reservas mundiales doblaban a las de la década de los setenta y el precio del barril había caído dramáticamente. Como el petróleo se negaba a cumplir con las expectativas de los pesimistas, aparecieron en escena una nueva generación de profetas que revitalizaría la causa del fin de los recursos: los ecologistas.
Ya no se trataba de agotamiento, que también, sino de proteger el planeta de las emisiones derivadas de la combustión del petróleo. De modo que, antes de que se acabasen el carbón, el petróleo o el gas, la humanidad debería dejar de consumirlos por su propio bien. La humanidad, en cambio, tiene la manía de ir a su aire buscando siempre la manera de vivir un poco mejor y durante más tiempo. En la primera década del siglo XXI se incorporaron al consumo masivo de petróleo China y la India, los dos países más poblados del globo.
El petróleo, entretanto, sigue sin acabarse a pesar de que los sucesores de Stanley Jevons se han multiplicado como por ensalmo y han redoblado sus esfuerzos propagandísticos. Lo que ha hecho últimamente es subir de precio. No podía ser de otro modo cuando 2.500 millones de personas empiezan a consumir un bien del que antes apenas tenían noticia. También ha influido el hecho de que el dólar persevera en su devaluación, por lo que los 159 litros que contiene un barril de petróleo cuestan unos cuantos dólares más que hace diez años.
Pagado en dólares, euros, yuanes, rublos o yenes al petróleo y a sus primos sólido y gaseoso les queda cuerda para rato. El año en que se acaben aún está lejano, mucho más de lo que a muchos les gustaría.