El problema más grave de los varios que ocasiona esa tendencia de los filósofos de la historia es la clasificación en períodos, de la que me he ocupado hace un tiempo en este periódico.
La periodización de la historia es necesariamente efímera porque el pasado está en constante crecimiento. No sólo hacia delante, con los sucesos que cada día vamos sumando al relato general de la epopeya de la humanidad, también hacia atrás.
Hace poco más de cien años, entre 1900 y 1906, Sir Arthur Evans desenterró la ciudad de Cnosos, en Creta, donde se había alzado hace unos veintitrés siglos el palacio de Minos, el Laberinto de la leyenda. Eso hizo retroceder el inicio de la civilización que llamamos globalmente griega en unos cuantos siglos.
La ruta recorrida por Evans había sido abierta treinta años antes, en 1870, por Heinrich Schliemann, el único historiador al que se le ocurrió que lo que Homero contaba podía ser verdad, y que Troya no tenía por qué ser una leyenda: siguiendo el relato homérico, localizó el lugar en que la ciudad de Príamo debía de estar enterrada y se puso a excavar hasta encontrarla. Un siglo antes, Edward Gibbon había afirmado que Homero era padre de la historia en la misma medida en que lo era Herodoto, pero nadie le había prestado la atención suficiente. Runciman lo recuerda en su Historia de las Cruzadas, publicada entre 1951 y 1954.
Evans no es tan conocido por el gran público como Schliemann. Es probable que el sistema académico no esté preparado, como dice Martín Bernal en Atenea Negra. Las raíces afroasiáticas de la civilización clásica, para aceptar la noción de que los símbolos del cretense, el sistema de escritura silábico Lineal A, sean muy similares a los del alfabeto fenicio, que lo precedió. Y no está preparado porque el régimen oficial de estudio de la historia es antisemita: Bernal lo aprendió tardíamente a propósito de los trabajos de Michael Astour y Cyrus Gordon.
Bernal denomina modelo antiguo al que incluye la presencia de los fenicios y los egipcios en el proceso de formación de la civilización clásica. Éste estuvo vigente hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando el Romanticismo recrea la Antigüedad para satisfacer las necesidades de pasado nacional de cada Estado europeo y se impone el modelo ario, que defiende la noción de un origen de la civilización europea exclusivamente europeo. Esta nueva tendencia, de la que las universidades distan mucho de haberse liberado, fue funcional al nacionalsocialismo y otros racismos que prosperaron a principios del XX.
No se trata, desde luego, de un debate ideológico que no se pueda resolver por medio de la documentación acumulada, a menos que haya una férrea voluntad de una de las partes en negar el pan y la sal a la otra.
El pasado se había extendido hasta los fenicios cuando llegaron los schollars, principalmente alemanes, con las rebajas. Bernal está intentando, él solo, pobre hombre, volver a estirar los plazos hacia atrás. Para su desgracia, como suele ocurrir, su obra no mejora la enseñanza en los claustros, donde sigue predominando el modelo ario, pero da argumentos –elaboración malévola mediante–, por ejemplo, a los africanistas que sostienen que ellos –esto abarca desde Lucy hasta Mugabe, pasando por todos los negros que en el mundo hayan sido– son los fundadores de la civilización.
La civilización, claro está, no tiene fundadores. Ignoramos el color de los primeros sapiens sapiens que controlaron el fuego, y el nombre del que empezó a usar, quién sabe para qué modesta finalidad, una rueda. Pero hay incontables descendientes de esclavos que ocupan puestos de relieve en las universidades americanas que enseñan historia negra y roban argumentos a Bernal para construir una cosa que describe muy bien Philip Roth en La mancha humana: en el capítulo dedicado a la conquista del Polo Norte no se nombra a Robert Peary, sino al negro que se encontraba –no es necesario que sea rigurosamente demostrado que ese hombre haya existido– entre los que acompañaban al explorador. Tal vez Peary no haya llegado exactamente hasta el Polo –el punto alcanzado es materia de debate–, pero si él no llegó, el negro tampoco. Pura corrección política. Puro racismo progre.
Tenemos que llegar a los fenicios otra vez, devolver su lugar y su cronología a las lenguas semíticas remotas, para que el pasado se abra nuevamente y poder ir más allá, hasta donde nos lleven la inteligencia, las fuentes y la capacidad narrativa. Hacia el comienzo de la historia: hay un vacío entre Altamira y los fenicios, entre Altamira y el rey Minos, de varios siglos. Que tienen historia. Claro que sólo podremos contar lo que encontremos: después de todo, lo único que sabemos de los galos es lo que sobre ellos dijo Julio César, como señalara Lucien Febvre.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
La periodización de la historia es necesariamente efímera porque el pasado está en constante crecimiento. No sólo hacia delante, con los sucesos que cada día vamos sumando al relato general de la epopeya de la humanidad, también hacia atrás.
Hace poco más de cien años, entre 1900 y 1906, Sir Arthur Evans desenterró la ciudad de Cnosos, en Creta, donde se había alzado hace unos veintitrés siglos el palacio de Minos, el Laberinto de la leyenda. Eso hizo retroceder el inicio de la civilización que llamamos globalmente griega en unos cuantos siglos.
La ruta recorrida por Evans había sido abierta treinta años antes, en 1870, por Heinrich Schliemann, el único historiador al que se le ocurrió que lo que Homero contaba podía ser verdad, y que Troya no tenía por qué ser una leyenda: siguiendo el relato homérico, localizó el lugar en que la ciudad de Príamo debía de estar enterrada y se puso a excavar hasta encontrarla. Un siglo antes, Edward Gibbon había afirmado que Homero era padre de la historia en la misma medida en que lo era Herodoto, pero nadie le había prestado la atención suficiente. Runciman lo recuerda en su Historia de las Cruzadas, publicada entre 1951 y 1954.
Evans no es tan conocido por el gran público como Schliemann. Es probable que el sistema académico no esté preparado, como dice Martín Bernal en Atenea Negra. Las raíces afroasiáticas de la civilización clásica, para aceptar la noción de que los símbolos del cretense, el sistema de escritura silábico Lineal A, sean muy similares a los del alfabeto fenicio, que lo precedió. Y no está preparado porque el régimen oficial de estudio de la historia es antisemita: Bernal lo aprendió tardíamente a propósito de los trabajos de Michael Astour y Cyrus Gordon.
Bernal denomina modelo antiguo al que incluye la presencia de los fenicios y los egipcios en el proceso de formación de la civilización clásica. Éste estuvo vigente hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando el Romanticismo recrea la Antigüedad para satisfacer las necesidades de pasado nacional de cada Estado europeo y se impone el modelo ario, que defiende la noción de un origen de la civilización europea exclusivamente europeo. Esta nueva tendencia, de la que las universidades distan mucho de haberse liberado, fue funcional al nacionalsocialismo y otros racismos que prosperaron a principios del XX.
No se trata, desde luego, de un debate ideológico que no se pueda resolver por medio de la documentación acumulada, a menos que haya una férrea voluntad de una de las partes en negar el pan y la sal a la otra.
El pasado se había extendido hasta los fenicios cuando llegaron los schollars, principalmente alemanes, con las rebajas. Bernal está intentando, él solo, pobre hombre, volver a estirar los plazos hacia atrás. Para su desgracia, como suele ocurrir, su obra no mejora la enseñanza en los claustros, donde sigue predominando el modelo ario, pero da argumentos –elaboración malévola mediante–, por ejemplo, a los africanistas que sostienen que ellos –esto abarca desde Lucy hasta Mugabe, pasando por todos los negros que en el mundo hayan sido– son los fundadores de la civilización.
La civilización, claro está, no tiene fundadores. Ignoramos el color de los primeros sapiens sapiens que controlaron el fuego, y el nombre del que empezó a usar, quién sabe para qué modesta finalidad, una rueda. Pero hay incontables descendientes de esclavos que ocupan puestos de relieve en las universidades americanas que enseñan historia negra y roban argumentos a Bernal para construir una cosa que describe muy bien Philip Roth en La mancha humana: en el capítulo dedicado a la conquista del Polo Norte no se nombra a Robert Peary, sino al negro que se encontraba –no es necesario que sea rigurosamente demostrado que ese hombre haya existido– entre los que acompañaban al explorador. Tal vez Peary no haya llegado exactamente hasta el Polo –el punto alcanzado es materia de debate–, pero si él no llegó, el negro tampoco. Pura corrección política. Puro racismo progre.
Tenemos que llegar a los fenicios otra vez, devolver su lugar y su cronología a las lenguas semíticas remotas, para que el pasado se abra nuevamente y poder ir más allá, hasta donde nos lleven la inteligencia, las fuentes y la capacidad narrativa. Hacia el comienzo de la historia: hay un vacío entre Altamira y los fenicios, entre Altamira y el rey Minos, de varios siglos. Que tienen historia. Claro que sólo podremos contar lo que encontremos: después de todo, lo único que sabemos de los galos es lo que sobre ellos dijo Julio César, como señalara Lucien Febvre.
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