La historia de España ha sido desde hace mucho tiempo, en realidad desde hace varios siglos, interpretada y reinterpretada muy a menudo en clave denigratoria. Achacaba Julián Marías al PSOE el serio defecto de tener una visión negativa de nuestra historia. Pero no solo el PSOE, en lo mismo están muchos otros grupos políticos, incluido el PP, que por algo se empeña en olvidar el pasado y "mirar al futuro" –consigna que sin duda complacerá a las pitonisas y echadoras de cartas–: igual pretenden construir sobre la nada o sobre su nadería racional e intelectual. Desde la Revolución francesa ha habido muchos intentos de construir utopías haciendo como si el pasado no existiera o tratando de arrasar su legado. Y sabemos en qué ha terminado todo ello, una y otra vez.
Por cierto, el pasado no determina el futuro, pero lo condiciona poderosamente, y lo condiciona no solo por una dinámica objetiva que ni siquiera las revoluciones más radicales consiguen romper del todo, sino por la idea que del pasado se hacen los dirigentes políticos y el vulgo. Así, los desmanes del actual gobierno proceden no solo de su interpretación del Frente Popular y del franquismo, sino de la historia en general: el origen de España, el carácter de la Reconquista (que no existió, según las versiones progres, o fue "insidiosa"); el papel de España, después de 1492, con respecto al Imperio otomano y el norte de África (de ahí, por ejemplo, la demagogia en relación con los moriscos); la Inquisición, la Conquista de América, la Ilustración, la invasión napoleónica, el liberalismo, etc.
Podría ocurrir que tuvieran razón los denigradores –entonces serían más bien críticos agudos– de la mayor parte de la historia de España. Sin embargo, ya de entrada observamos que su crítica se agudiza especialmente sobre los hechos que han dado a España mayor relevancia en el mundo. Así, es evidente que España ha creado una subcivilización dentro de la civilización europea, y que la ha expandido por parte considerable del globo, asentando por doquier los elementos de la propia cultura hispana: idioma, religión, derecho, costumbres diversas, etc. Sin ese hecho, España no tendría mayor proyección histórica y cultural que Rumanía o Suecia, nada desdeñable, desde luego, pero muy secundaria por comparación.
Según los críticos o denigradores, esa expansión hispana fue producto de incontables injusticias, matanzas y genocidios, que la vuelven un logro deleznable, demasiado teñido de brutalidad para merecer otra cosa que la condena o, en el mejor de los casos, el olvido. Por supuesto, toda expansión de una cultura –como toda cultura sin expansión– ha tenido siempre su lado oscuro, mayor o menor. Pero se afirma que, en el caso español, ese lado oscuro ocupa casi todo el panorama y que pesa en el balance mucho más que cualquier aspecto positivo discernible. La consecuencia podría ser la propuesta de muchos líderes independentistas americanos: desespañolizarse a fondo (y hasta suicidarse); cosa que no les fue fácil, porque su cultura era inevitablemente hispana.
La base de estas actitudes se encuentra en la obra más conocida de Bartolomé de las Casas, cuyas exageraciones y embustes alcanzan cimas rara vez superadas en la historia de la falsedad. Naturalmente, los lascasistas, como el mismo Las Casas, jamás han demostrado de forma precisa sus acusaciones, pero ello no ha impedido que ciertas concepciones de Goebbels se hayan cumplido avant la lettre: una mentira debe ser muy grande para hacerla creíble, y repetida sin cesar para convertirla en verdad. Cabría añadir: mejor aún si quienes la niegan son estigmatizados como defensores del crimen.
En mi blog y, por supuesto, mucho más en Nueva historia de España he tratado diversos rasgos del lascasismo, un fenómeno muy digno de estudio, de mucha mayor influencia de lo que suele reconocerse, y revelador, precisamente, de cómo las ideas que nos hacemos sobre el pasado condicionan el presente y el futuro.
Quienes con tanto empeño baldonan la Conquista y otros rasgos de nuestra historia se arrogan el papel de jueces de la historia, y esgrimen para ello la excelencia moral que implícitamente se atribuyen a sí mismos. Podríamos creerles en principio y pasar a examinar sus propias acciones, las cuales debieran corroborar su gran talla moral e intelectual. Mas el examen no revela nada parecido. Los lascasistas de la independencia cometieron en América crímenes atroces y dejaron a aquellas naciones sometidas al vaivén de la anarquía y el despotismo, mal no curado hasta hoy; sus semejantes en España crearon una inestabilidad permanente en el siglo XIX y el primer tercio del XX, acompañada de crímenes como las matanzas de frailes, los atentados terroristas, los pronunciamientos e insurrecciones, las conculcaciones de la ley desde el poder, la quema de iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza, prólogo a la más sanguinaria y brutal persecución religiosa de la historia desde el Imperio romano.
De tales datos cabría inducir, o bien que una visión falseada del pasado genera un presente y un futuro repulsivos, o bien que los españoles somos genéticamente tan criminales e inferiores que contra esa tendencia innata sirven de poco las autocríticas: no aprendemos de la experiencia y siempre volvemos a lo mismo. Esta segunda conclusión nadie la sostiene con claridad, pero sí de modo encubierto: está en la base, por ejemplo, de los nacionalismos regionales surgidos a finales del siglo XIX y a principios del XX: todos ellos se asignan una superioridad incluso racial sobre el resto de la nación, de la que quieren separarse para evitar el contagio. Pero también cabe hacer un balance de esos nacionalismos (v. Una historia chocante y, en síntesis, en este último libro); y el balance resulta ciertamente poco alentador: no solo han atentado contra la unidad de España, también contra las libertades y la democracia.
En fin, trataré en esta serie de artículos diversas cuestiones que plantea nuestra historia, no con el propósito de establecer dogmas, sino con el de abrir un debate intelectual que puede resultar fructífero si se corrigen las irracionales réplicas obtenidas por otros libros sobre la república y la guerra civil.
Pinche aquí para acceder al blog de PÍO MOA.
Por cierto, el pasado no determina el futuro, pero lo condiciona poderosamente, y lo condiciona no solo por una dinámica objetiva que ni siquiera las revoluciones más radicales consiguen romper del todo, sino por la idea que del pasado se hacen los dirigentes políticos y el vulgo. Así, los desmanes del actual gobierno proceden no solo de su interpretación del Frente Popular y del franquismo, sino de la historia en general: el origen de España, el carácter de la Reconquista (que no existió, según las versiones progres, o fue "insidiosa"); el papel de España, después de 1492, con respecto al Imperio otomano y el norte de África (de ahí, por ejemplo, la demagogia en relación con los moriscos); la Inquisición, la Conquista de América, la Ilustración, la invasión napoleónica, el liberalismo, etc.
Podría ocurrir que tuvieran razón los denigradores –entonces serían más bien críticos agudos– de la mayor parte de la historia de España. Sin embargo, ya de entrada observamos que su crítica se agudiza especialmente sobre los hechos que han dado a España mayor relevancia en el mundo. Así, es evidente que España ha creado una subcivilización dentro de la civilización europea, y que la ha expandido por parte considerable del globo, asentando por doquier los elementos de la propia cultura hispana: idioma, religión, derecho, costumbres diversas, etc. Sin ese hecho, España no tendría mayor proyección histórica y cultural que Rumanía o Suecia, nada desdeñable, desde luego, pero muy secundaria por comparación.
Según los críticos o denigradores, esa expansión hispana fue producto de incontables injusticias, matanzas y genocidios, que la vuelven un logro deleznable, demasiado teñido de brutalidad para merecer otra cosa que la condena o, en el mejor de los casos, el olvido. Por supuesto, toda expansión de una cultura –como toda cultura sin expansión– ha tenido siempre su lado oscuro, mayor o menor. Pero se afirma que, en el caso español, ese lado oscuro ocupa casi todo el panorama y que pesa en el balance mucho más que cualquier aspecto positivo discernible. La consecuencia podría ser la propuesta de muchos líderes independentistas americanos: desespañolizarse a fondo (y hasta suicidarse); cosa que no les fue fácil, porque su cultura era inevitablemente hispana.
La base de estas actitudes se encuentra en la obra más conocida de Bartolomé de las Casas, cuyas exageraciones y embustes alcanzan cimas rara vez superadas en la historia de la falsedad. Naturalmente, los lascasistas, como el mismo Las Casas, jamás han demostrado de forma precisa sus acusaciones, pero ello no ha impedido que ciertas concepciones de Goebbels se hayan cumplido avant la lettre: una mentira debe ser muy grande para hacerla creíble, y repetida sin cesar para convertirla en verdad. Cabría añadir: mejor aún si quienes la niegan son estigmatizados como defensores del crimen.
En mi blog y, por supuesto, mucho más en Nueva historia de España he tratado diversos rasgos del lascasismo, un fenómeno muy digno de estudio, de mucha mayor influencia de lo que suele reconocerse, y revelador, precisamente, de cómo las ideas que nos hacemos sobre el pasado condicionan el presente y el futuro.
Quienes con tanto empeño baldonan la Conquista y otros rasgos de nuestra historia se arrogan el papel de jueces de la historia, y esgrimen para ello la excelencia moral que implícitamente se atribuyen a sí mismos. Podríamos creerles en principio y pasar a examinar sus propias acciones, las cuales debieran corroborar su gran talla moral e intelectual. Mas el examen no revela nada parecido. Los lascasistas de la independencia cometieron en América crímenes atroces y dejaron a aquellas naciones sometidas al vaivén de la anarquía y el despotismo, mal no curado hasta hoy; sus semejantes en España crearon una inestabilidad permanente en el siglo XIX y el primer tercio del XX, acompañada de crímenes como las matanzas de frailes, los atentados terroristas, los pronunciamientos e insurrecciones, las conculcaciones de la ley desde el poder, la quema de iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza, prólogo a la más sanguinaria y brutal persecución religiosa de la historia desde el Imperio romano.
De tales datos cabría inducir, o bien que una visión falseada del pasado genera un presente y un futuro repulsivos, o bien que los españoles somos genéticamente tan criminales e inferiores que contra esa tendencia innata sirven de poco las autocríticas: no aprendemos de la experiencia y siempre volvemos a lo mismo. Esta segunda conclusión nadie la sostiene con claridad, pero sí de modo encubierto: está en la base, por ejemplo, de los nacionalismos regionales surgidos a finales del siglo XIX y a principios del XX: todos ellos se asignan una superioridad incluso racial sobre el resto de la nación, de la que quieren separarse para evitar el contagio. Pero también cabe hacer un balance de esos nacionalismos (v. Una historia chocante y, en síntesis, en este último libro); y el balance resulta ciertamente poco alentador: no solo han atentado contra la unidad de España, también contra las libertades y la democracia.
En fin, trataré en esta serie de artículos diversas cuestiones que plantea nuestra historia, no con el propósito de establecer dogmas, sino con el de abrir un debate intelectual que puede resultar fructífero si se corrigen las irracionales réplicas obtenidas por otros libros sobre la república y la guerra civil.
Pinche aquí para acceder al blog de PÍO MOA.