La humanidad del siglo XXI será republicana de cabeza, pero es monárquica de corazón. Incluso disponemos en Corea del Norte de una monarquía comunista con todo un linaje. En el México de los revolucionarios, del "¡Abajo los gachupines!" y de las victorias electorales por el 90% de los votos, el presidente, llamado "ciudadano", disponía de un poder insospechado por los reyes visigodos, los califas de Bagdad y los sultanes turcos: el de escoger a su sucesor y coronarlo.
En el sistema instaurado por el PRI (Partido Revolucionario Institucional), el presidente mexicano tenía poder omnímodo e imponía su voluntad al resto de las instituciones, a los sindicatos, al Ejército y por supuesto al pueblo. Lo único que no podía hacer era eternizarse en la jefatura del Estado. Lo que hacían en la República Dominicana Rafael Leónidas Trujillo, en Paraguay Alfredo Stroessner y en Nicaragua la familia Somoza, a los presidentes mexicanos les estaba vedado, so pena de muerte. Desde el general Lázaro Cárdenas (1934-1940), todos los mandatarios mexicanos han concluido su mandato de seis años y ninguno ha sido reelegido.
Después de la huida del general Porfirio Díaz (1911), en México estalló una serie de revoluciones, cuartelazos y guerras que hundieron el país y le hicieron perder el desarrollado conseguido durante el Porfiriato.
Una silla para muchos
En 1917 entró en vigor la Constitución que sigue aplicándose en el país hispanoamericano. En ella se fijaban un mandato presidencial de cuatro años y la prohibición de la reelección. Pero las elecciones eran una guerra. Cuando se acercaba la fecha, tal o cual gobernador o general se sublevaba o asesinaba a sus rivales. En algunas ocasiones sólo se presentaba un candidato. Como ha escrito Enrique Krauze:
Cada región tenía su caudillo revolucionario convertido en cacique, nuevo dueño de vidas y haciendas que soñaba con alcanzar la silla presidencial. Noticia diaria eran el crimen de cantina, el asesinato político, la puñalada trapera, el envenenamiento, las ejecuciones sumarias.
Después del asesinato, en 1928, del general Álvaro Obregón, que se había hecho reelegir –para lo cual sus partidarios habían modificado la Constitución–, los revolucionarios, encabezados por Plutarco Elías Calles –presidente entre 1924 y 1928 y el mandatario mexicano más anticatólico del siglo XX–, fundaron un partido que los agrupase a todos e impidiese las matanzas intestinas. Dicha formación, cuya presidencia ostentó el propio Calles, se llamó Partido Nacional Revolucionario, y su control de la Administración y la sociedad sería tal, que conseguiría que sus candidatos triunfasen con porcentajes propios de las elecciones de la URSS stalinista. El PNR cambió de nombre dos veces: en 1938, por el de Partido de la Revolución Mexicana, y en 1946, por el aún vigente de Partido Revolucionario Institucional.
Los superpoderes del presidente
El presidente mexicano disponía de unos poderes inmensos, mayores que los del de Estados Unidos. Participaba en la reforma agraria, nombraba al alcalde de la capital, arbitraba las relaciones laborales y fijaba subidas salariales... Aparte de estas facultades, otorgadas por la Constitución, tenía otras, denominadas metaconstitucionales: ostentaba la jefatura real del PRI, elegía a su sucesor y designaba y removía a los gobernadores de los estados. En tiempos del PRI se le llamaba, y sin exagerar, "emperador sexenal", "dictador constitucional" y "emperador azteca mil veces más intocable que la familia real inglesa"; el régimen era definido como "monarquía absoluta sexenal y hereditaria en línea transversal [dentro de la familia revolucionaria]".
La alternancia fue el factor que permitió al referido régimen persistir por espacio de más de 70 años. Así lo analizaba el analista venezolano Carlos Rangel:
Cada seis años se suscitan, justificadamente o no, nuevas expectativas, nuevas oportunidades reales o imaginarias para casi todos los que de otra manera podrían sentirse tentados, según la tradición latinoamericana, a buscar satisfacción para sus ambiciones a través de una salida (así se la llama) no institucional (como se dice). Y la esclerosis del poder, la cual, en el caso del Porfiriato, desembocó además en la gerontocracia, es evitada. Más sencillamente se podría decir que un racimo de aprovechadores del poder (el que se había constituido en torno al presidente saliente, hasta sus más remotas y capilares ramificaciones) se encuentra forzado sin violencia, con suavidad, a ceder el paso a otro grupo, que se va a constituir en torno al presidente entrante.
El cambio de personas implicaba el cambio de grupos de poder, y además permitía una especie de venganza popular, la atribución al presidente saliente de todas las desgracias y corrupciones del sexenio.
Se dice que la elección de papa en la Iglesia Católica es la elección más libre de la Tierra, ya que los cardenales tienen asegurado el secreto del voto y están incomunicados del exterior. La elección por parte del presidente de México de su sucesor, en cambio, era la más íntima, ya que correspondía únicamente a aquél, que no tenía que dar cuentas a nadie de su decisión. Entre los mexicanos, el sucesor era denominado tapado, y el acto por el se le descubría y se le presentaba al pueblo, como los reyes presentaban a sus hijos, el dedazo. El último año solía ser el más entretenido de cada sexenio, ya que los periodistas y la ciudadanía en su conjunto podían jugar a adivinar quién sería el tapado y cuándo se produciría el dedazo.
El tapado era siempre el siguiente jefe del Estado, ya que la maquinaria del PRI (sindicatos obreros, maestros, asociaciones populares, funcionarios, policías locales...) garantizaba la victoria en las elecciones. Nadie del PRI con un poco de sensatez discrepaba, pues criticar al presidente o al pre-presidente acarreaba la expulsión a las tinieblas y por tanto la exclusión de un futuro reparto.
Decadencia y primarias
A finales de los años 60, con la represión armada de los disidentes de izquierdas (los de derechas habían sido aniquilados en las guerras cristeras de los años 20 y 30), el régimen entró en decadencia. Para evitar el bloqueo político, las escisiones y la pérdida de legitimidad, en los 70 los presidentes emprendieron una serie de reformas que introdujeron cierta pluralidad política. En 1989 el Partido de Acción Nacional (centro-derecha) ganó la gobernación de Baja California: era la primera vez que la oposición lograba un puesto semejante desde la revolución.
El último tapado que alcanzó la presidencia fue Ernesto Zedillo, destapado por Salinas. En marzo de 1994 había sido asesinado el primer candidato de éste, Luis Donaldo Colosio. El siguiente candidato del PRI, Francisco Labastida, fue el primer candidato presidencial de los revolucionarios institucionales en perder una elección frente a un candidato del PAN: el hito se produjo en 2000, y su protagonista fue Vicente Fox.
La apertura de la sociedad mexicana en las últimas décadas es imparable, y es difícil que la mayoría admita un regreso a las viejas prácticas caciquiles. El propio PRI montó en 1999 unas primarias de pantomima que sólo sirvieron para mostrar la debilidad del candidato oficial, el ya citado Labastida. Desde entonces, los tres grandes partidos, PRI, PAN y PRD (Partido de la Revolución Democrática), han recurrido en ocasiones a primarias para elegir a sus candidatos a la presidencia (y a la gobernación de numerosos estados); y han sido varias las veces en que se ha alzado con el triunfo alguien ajeno al aparato. Sin ir más lejos, el actual presidente, Felipe Calderón, se impuso al favorito de su predecesor, Fox.
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Hace unos días el PAN celebró sus elecciones internas, en las que los militantes escogieron entre tres candidatos. La vencedora fue la exministra de Educación Josefina Vázquez Mota, con el 55% de los votos. Esta vez sólo el PAN recurrió a las primarias; el PRI quiso pero no pudo y proclamó al exgobernador del estado de México Enrique Peña Nieto, mientras que el PRD recurrió a unas encuestas de las que salió el nombre de Andrés Manuel López Obrador, candidato en 2006 que no aceptó su derrota.
Quizás la condición de Vázquez Mota de candidata surgida de la voluntad popular y no de pactos o equilibrios de los aparatos partidistas la ayude a superar a Peña Nieto el próximo 1 de julio.