Hace poco comenté en este periódico la reveladora observación que el profesor francés expone al principio de la obra: los filósofos que los alemanes Diels y Krantz clasificaron en 1912 –fecha de publicación, aunque el trabajo estaba hecho en 1903– como "presocráticos", error que Juan David García Bacca reiteró en su edición española de sus fragmentos conservados, no eran tales: eran contemporáneos netos y, en algunos casos, posteriores a Sócrates. Es a partir de cosas así que se hace necesario reparar daños informativos en el relato del pasado que vamos elaborando y reelaborando constantemente.
Desde luego, yo no comulgo con el análisis de Onfray a propósito de por qué ha sucedido esto. Él alude a dos causas, ambas interesadas, para la disminución del papel de estos pensadores, sobre todo Leucipo y Demócrito, materialistas y hedonistas: la primera es que la historia la escriben los vencedores y la segunda es que la Iglesia Católica, de raigambre platónica, hizo todo lo posible por ocultarlos a la luz pública.
La historia, lo repito una vez más, no la escriben los vencedores, sino los supervivientes. Platón sobrevivió en una etapa en que el cristianismo aún no era ni siquiera un proyecto: de él se conservan obras completas y extensas, en las que el personaje Sócrates es empleado para la transmisión de las ideas del discípulo. De los demás se conservan fragmentos, generalmente citados dentro de piezas de otros autores, rara vez con garantías de fidelidad. Esos fragmentos tienen que ser reproducidos y organizados de modo de deducir de ellos un pensamiento organizado, una concepción del mundo. El primer triunfo es, pues, de Platón en alianza con el tiempo. A lo que hay que sumar una cierta mala fe del maestro griego, que se ocupó de ignorar y despreciar sistemáticamente a sus contemporáneos, como cualquier maestro posterior de filosofía o de cualquier otra materia.
En mi artículo anterior de esta sección de Libertad Digital transcribía yo las palabras del profesor Luciano Canfora a propósito de la conservación de obras griegas, o, mejor dicho, de su no conservación. Y reflexionaba acerca del constructo llamado Antigüedad, edificado, como el dinosaurio, a partir de unos pocos huesos sueltos.
La Iglesia entra en liza nada menos que unos setecientos años más tarde, yo diría que en el Concilio de Nicea de 325, donde se separaron los evangelios canónicos de los apócrifos. Platón había muerto en 347 a. C., y Sócrates en el 399, cincuenta y dos años antes. Es sólo la catolicofobia de Onfray lo que le lleva a acusar a la Iglesia de existir cuando no existía. Y, lo que es peor, a atribuir una clasificación de las fuentes que se realiza hasta el romanticismo y la ilustración, al calor de cuyo enfrentamiento nace la idea o el proyecto de componer una historia científica, objetiva.
No obstante, al proponer la noción de contrahistoria, Onfray se libera por obra de una palabra de la nefasta influencia de otra: revisionismo, un término de poca entidad por sí mismo que adquirió trascendencia por la obra de unos historiadores, en general considerados de derechas, que intentaron precisar hechos más allá del mito y de la propaganda. Pío Moa es tachado de revisionista, por ejemplo. Desde luego, del revisionismo desaforado nació el negacionismo, escuela de nazis que pretender acabar con la memoria de la Shoá y de turcos y kurdos que aspiran a que el mundo les reconozca que ellos jamás mataron un solo armenio. Toda tendencia da al crecer ramas podridas: el marxismo y el racionalismo se unieron para generar la tara positivista, que era casi la única cosa en materia de pensamiento que podía alcanzársele a Stalin. Pero eso no invalida las aportaciones originales.
La verdad es que revisionismo es lo que hacemos todos los historiadores. De otro modo, nuestra labor no tendría sentido y consistiría únicamente en copiar lo heredado, sin salir a buscar confirmaciones o desmentidos documentales.
Régine Pernoud escribió hace tiempo Para acabar con la Edad Media –publicada en España por José de Olañeta en Palma de Mallorca en 1984–, y todavía es encontrable su libro sobre Blanca de Castilla, editado por Belacqua. El magnífico Históricamente incorrecto de Jean Sévillia apareció con el sello de Ciudadela y se encuentra en el portal de internet de Criteria. Pensar la Revolución Francesa, de François Furet, traducido por Petrel en 1978, resulta inencontrable, aunque hay otras obras del autor en español. Eso sí, tenemos vivo y disponible en Ediciones de la Torre el monumental estudio de María Teresa González Cortés sobre Los monstruos políticos de la Modernidad: de la Revolución Francesa (1789) a la Revolución Nazi (1939). Los doy como ejemplos de lo que se está haciendo y de lo que hay que hacer.
Y es una labor urgente, en la que debemos empeñarnos con todo, porque ahora no nos enfrentamos a un relato oficial de vencedores, sino a uno enteramente fabricado para responder a intereses inmediatos de los políticos de nuestra época, que pretenden exhumar a Lorca para monumentalizar sus restos al servicio de la mayor gloria del actual gobierno; cuando, en realidad, cuentan con menos datos exactos acerca del lugar de enterramiento de los que Schliemann tenía, vía Homero, para localizar Troya. La familia del poeta, sensata, no quiere abrir la tumba. Y de nada sirve esa precisión a estas alturas, cuando no existe la menor duda de que Lorca fue llevado en la noche y jamás volvió a aparecer, lo que permite darlo legítimamente por muerto. ¿O es que vamos a pedir un certificado de defunción, como hizo el juez de marras con Franco?
Hay que hacer la revisión de la guerra civil española. Pío Moa tiene muchísimos lectores. Paro antes de él estaban Bolloten y su sucesor, Stanley G. Payne. Hay que hacerla para que se materialice una reconciliación nacional que impulsaron Herrero Tejedor y Adolfo Suárez; para que sea imposible que un juez Garzón empiece a desenterrar cadáveres de "desaparecidos" –él mismo recaudó el término de la reciente historia argentina, en la que también se miente a troche y moche, ejerciendo libremente el anacronismo–; para que la II República Española tenga su lugar en el pasado y no en el futuro.
La memoria ocasiona venganza. La historia conserva y comenta.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
Desde luego, yo no comulgo con el análisis de Onfray a propósito de por qué ha sucedido esto. Él alude a dos causas, ambas interesadas, para la disminución del papel de estos pensadores, sobre todo Leucipo y Demócrito, materialistas y hedonistas: la primera es que la historia la escriben los vencedores y la segunda es que la Iglesia Católica, de raigambre platónica, hizo todo lo posible por ocultarlos a la luz pública.
La historia, lo repito una vez más, no la escriben los vencedores, sino los supervivientes. Platón sobrevivió en una etapa en que el cristianismo aún no era ni siquiera un proyecto: de él se conservan obras completas y extensas, en las que el personaje Sócrates es empleado para la transmisión de las ideas del discípulo. De los demás se conservan fragmentos, generalmente citados dentro de piezas de otros autores, rara vez con garantías de fidelidad. Esos fragmentos tienen que ser reproducidos y organizados de modo de deducir de ellos un pensamiento organizado, una concepción del mundo. El primer triunfo es, pues, de Platón en alianza con el tiempo. A lo que hay que sumar una cierta mala fe del maestro griego, que se ocupó de ignorar y despreciar sistemáticamente a sus contemporáneos, como cualquier maestro posterior de filosofía o de cualquier otra materia.
En mi artículo anterior de esta sección de Libertad Digital transcribía yo las palabras del profesor Luciano Canfora a propósito de la conservación de obras griegas, o, mejor dicho, de su no conservación. Y reflexionaba acerca del constructo llamado Antigüedad, edificado, como el dinosaurio, a partir de unos pocos huesos sueltos.
La Iglesia entra en liza nada menos que unos setecientos años más tarde, yo diría que en el Concilio de Nicea de 325, donde se separaron los evangelios canónicos de los apócrifos. Platón había muerto en 347 a. C., y Sócrates en el 399, cincuenta y dos años antes. Es sólo la catolicofobia de Onfray lo que le lleva a acusar a la Iglesia de existir cuando no existía. Y, lo que es peor, a atribuir una clasificación de las fuentes que se realiza hasta el romanticismo y la ilustración, al calor de cuyo enfrentamiento nace la idea o el proyecto de componer una historia científica, objetiva.
No obstante, al proponer la noción de contrahistoria, Onfray se libera por obra de una palabra de la nefasta influencia de otra: revisionismo, un término de poca entidad por sí mismo que adquirió trascendencia por la obra de unos historiadores, en general considerados de derechas, que intentaron precisar hechos más allá del mito y de la propaganda. Pío Moa es tachado de revisionista, por ejemplo. Desde luego, del revisionismo desaforado nació el negacionismo, escuela de nazis que pretender acabar con la memoria de la Shoá y de turcos y kurdos que aspiran a que el mundo les reconozca que ellos jamás mataron un solo armenio. Toda tendencia da al crecer ramas podridas: el marxismo y el racionalismo se unieron para generar la tara positivista, que era casi la única cosa en materia de pensamiento que podía alcanzársele a Stalin. Pero eso no invalida las aportaciones originales.
La verdad es que revisionismo es lo que hacemos todos los historiadores. De otro modo, nuestra labor no tendría sentido y consistiría únicamente en copiar lo heredado, sin salir a buscar confirmaciones o desmentidos documentales.
Régine Pernoud escribió hace tiempo Para acabar con la Edad Media –publicada en España por José de Olañeta en Palma de Mallorca en 1984–, y todavía es encontrable su libro sobre Blanca de Castilla, editado por Belacqua. El magnífico Históricamente incorrecto de Jean Sévillia apareció con el sello de Ciudadela y se encuentra en el portal de internet de Criteria. Pensar la Revolución Francesa, de François Furet, traducido por Petrel en 1978, resulta inencontrable, aunque hay otras obras del autor en español. Eso sí, tenemos vivo y disponible en Ediciones de la Torre el monumental estudio de María Teresa González Cortés sobre Los monstruos políticos de la Modernidad: de la Revolución Francesa (1789) a la Revolución Nazi (1939). Los doy como ejemplos de lo que se está haciendo y de lo que hay que hacer.
Y es una labor urgente, en la que debemos empeñarnos con todo, porque ahora no nos enfrentamos a un relato oficial de vencedores, sino a uno enteramente fabricado para responder a intereses inmediatos de los políticos de nuestra época, que pretenden exhumar a Lorca para monumentalizar sus restos al servicio de la mayor gloria del actual gobierno; cuando, en realidad, cuentan con menos datos exactos acerca del lugar de enterramiento de los que Schliemann tenía, vía Homero, para localizar Troya. La familia del poeta, sensata, no quiere abrir la tumba. Y de nada sirve esa precisión a estas alturas, cuando no existe la menor duda de que Lorca fue llevado en la noche y jamás volvió a aparecer, lo que permite darlo legítimamente por muerto. ¿O es que vamos a pedir un certificado de defunción, como hizo el juez de marras con Franco?
Hay que hacer la revisión de la guerra civil española. Pío Moa tiene muchísimos lectores. Paro antes de él estaban Bolloten y su sucesor, Stanley G. Payne. Hay que hacerla para que se materialice una reconciliación nacional que impulsaron Herrero Tejedor y Adolfo Suárez; para que sea imposible que un juez Garzón empiece a desenterrar cadáveres de "desaparecidos" –él mismo recaudó el término de la reciente historia argentina, en la que también se miente a troche y moche, ejerciendo libremente el anacronismo–; para que la II República Española tenga su lugar en el pasado y no en el futuro.
La memoria ocasiona venganza. La historia conserva y comenta.
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