Seguramente el soviético se felicitó de haber tomado la delantera a Londres y París. Aunque el hecho de que estas no declarasen la guerra al mismo tiempo a la URSS, copartícipe de la agresión a Polonia, permanecía oscuro.
Sin embargo, la declaración de guerra a la URSS estuvo a punto de tener lugar cuando, a finales de noviembre del 39, Stalin invadió Finlandia, con la neutralidad benévola de Alemania. Previamente, al abrigo del pacto con Hitler, Stalin había establecido bases militares en los países bálticos, con lo que eliminó en la práctica su independencia. El pretexto para atacar Finlandia fue un supuesto peligro de agresión finesa a Leningrado. El objetivo real se puso de relieve cuando Moscú organizó un gobierno títere presidido por su agente comunista Kuusinen.
La causa finlandesa desató una oleada de simpatía en Europa Occidental; numerosos voluntarios fueron a luchar al país nórdico (en España hubo alguna iniciativa de este tipo, que no llegó a cuajar), se expulsó a la URSS de la Sociedad de Naciones, y Londres y París planearon atacar el petróleo del Cáucaso y mandar un ejército expedicionario a través de Noruega y Suecia: el proyecto fracasó cuando estos dos países, traicionando la solidaridad escandinava, prohibieron el tránsito a los anglo-franceses. Hubo intención de forzar el paso, pero todo quedó en nada ante la pronta capitulación finesa, en marzo del 40. El envío del ejército anglofrancés habría entrañado la guerra con la URSS y dado lugar a una guerra mundial muy distinta de la que conocemos.
La URSS ocupó un 10% del territorio de Finlandia y gran parte de su industria, pero no pudo imponer un régimen satélite, y la victoria le salió muy cara: unos 130.000 muertos contra 26.000 finlandeses (más bajas mortales en poco más de tres meses que en casi tres años de guerra civil en España). En cuanto a los alemanes, sacaron la errónea conclusión de que el ejército soviético no era un gran enemigo.
Pese al pacto entre Berlín y Moscú, el gran designio de Hitler consistía en apoderarse de Rusia como espacio vital para su III Reich. Pero antes debía asegurar su retaguardia al oeste, para evitar luchar en dos frentes como en la I Guerra Mundial. Por ello tomó la iniciativa contra Francia y Reino Unido en el conflicto que tanto temía Franco –y mucha otra gente–, convencido como estaba de un empate desastroso entre las tres potencias.
Mas no ocurrió lo racionalmente esperable. Las fulgurantes victorias de la Wehrmacht sobre los ejércitos danés, noruego, belga, holandés, francés y británico cambiaron radicalmente las ideas estratégicas y políticas previas: ni gran mortandad, ni destrucciones ni movimientos revolucionarios. Stalin no tuvo tiempo de aprovechar la situación para impulsar un movimiento revolucionario o atacar por la espalda a Hitler; por el contrario, su país y los partidos comunistas contribuyeron a la victoria nazi.
El nuevo escenario difería de todo lo imaginado, incluso de lo imaginable: parecía asentarse en Europa Occidental un nuevo orden al gusto de Berlín, en el que a España le convenía participar por todos los motivos, el menor de los cuales no era la posibilidad de que Hitler se disgustase por una eventual actitud ingrata de Franco e invadiese España. El Caudillo se apresuró a felicitar a Hitler y ponerse a su disposición, aunque de modo inconcreto. Mussolini, por el contrario, entró de hoz y coz en la lucha, cometiendo el mayor error de su vida, nefasto para él y para su amigo el Führer.
Al comenzar el verano de 1940, Hitler creía haber ganado la partida: Inglaterra no tendría más remedio que aceptar la paz que le ofreció. Se equivocó, lo que dio lugar a la Batalla de Inglaterra, en la que los alemanes no pudieron doblegar a los ingleses. Pese a ello, Inglaterra, aun con todo el potencial de su imperio y su propio poder industrial, en nada inferior al alemán, no tenía la menor esperanza de derrotar al III Reich, por lo que Churchill basó su estrategia en atraer a Usa a la contienda, momento en el que ambos países podrían contar con una superioridad material abrumadora.
Franco seguía atentamente aquellos giros de la historia, y debió de llegar a la conclusión de que se imponía una actitud prudente, tanto más fácil al principio cuanto que Hitler tenía poco interés por el área del Mediterráneo, que dejaba a Mussolini. Pero la resistencia inglesa volvió a cambiar dramáticamente las estrategias: Hitler había fracasado en su plan de asegurarse la retaguardia occidental antes de lanzarse sobre la URSS, y por tanto el Mediterráneo se convertía en un escenario bélico de primer orden, en el que Gibraltar desempeñaba un papel clave. Inglaterra podía sufrir allí un golpe de enorme trascendencia antes de que Usa se aventurase a intervenir. Escenario tanto más importante cuanto que los ingleses estaban derrotando estrepitosamente en Libia a los italianos, afirmando su dominio del Mediterráneo y amenazando desde el sur a la propia Italia.
En ese momento la actitud española empezó a pesar muy seriamente en el posible curso de la guerra, como apreció vívidamente Hitler. Para Franco, resuelto neutralista en 1938 y 1939, atento y cauteloso seguidor de los giros bélicos hasta el otoño de 1940, se abría una nueva situación, en la que era muy difícil vislumbrar el futuro.
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