Para dar con el origen de un vuelco tan extraño y repentino hay que remontarse quince meses. En enero de 1930 el general Primo de Rivera presentó su renuncia al Rey. El dictador consideraba que su etapa al frente del Gobierno tocaba a su fin, que España ya no le necesitaba y que había llegado la hora de volver a la Monarquía parlamentaria, interrumpida bruscamente en septiembre de 1923. Lo cierto es que Primo estaba hasta la coronilla de tanta intriga y tanta traición, empezando por la del propio monarca, que le había borboneado sin piedad durante años.
Más que dimitir, le dimitieron desde el Palacio Real. El Rey veía ya en Primo un lastre, si bien reconocía que había sido de gran utilidad para acabar con la conflictividad social y con la guerra de Marruecos –tras el innombrable desastre de Annual–. Cumplidos ambos objetivos, lo único que traía el temperamental militar era mala fama a la Monarquía y al sistema de turnos, que el propio monarca había dinamitado asumiendo el golpe del 23.
El Rey encargó el Gobierno a otro militar, el también general Dámaso Berenguer, que tenía tan poca voluntad de poder que los españoles pronto denominaron su régimen "la dictablanda". Berenguer no quería problemas, con lo que la incontestable dictadura de Primo derivó en un circo al que le crecían los enanos por doquier. El remate se produjo en diciembre de ese año –1930–, cuando tuvieron lugar dos sublevaciones militares de corte republicano: una en el aeródromo madrileño de Cuatro Vientos y la otra en el destacamento pirenaico de Jaca.
El Rey aceptó la espantada de Berenguer –sólo un año después de su nombramiento– y colocó en su lugar al almirante Juan Bautista Aznar, un marino de 70 años que, a decir de Maura, "procedía geográficamente de Cartagena y políticamente de la luna". También en la luna demostraba estar el Rey. España seguía siendo monárquica, aunque fuese por pura inercia, pero en las ciudades la situación era muy otra. Los intelectuales, y no sólo los socialistas, apelaban a la República. El moderado Ortega hablaba de acabar con la Corona. Otros, a derecha e izquierda, pactaban un programa de mínimos para instaurar cuanto antes una República burguesa que sustituyera al sistema de la Restauración, al que todos ya daban por periclitado.
En el Gobierno se sabía del malestar generalizado entre los intelectuales y del envalentonamiento de los republicanos. Para neutralizarlos y sortear la crisis de legitimidad de la Monarquía, Aznar planteó elecciones que devolviesen la credibilidad al régimen y sofocasen el brote republicano por la vía de los hechos. La primera, que habría de celebrarse el 12 de marzo, cambiaría la cara a los ayuntamientos. La segunda, prevista para el 3 de mayo, renovaría las diputaciones provinciales. Por último, a modo de remate, en junio se celebrarían elecciones a Cortes Constituyentes, al objeto de redactar una nueva Constitución, que sustituyera a la de 1876.
Sólo se pudo llegar al primero de los comicios previstos. Los candidatos monárquicos arrasaron en los pueblos, pero perdieron en las capitales. En algunas ciudades, como Madrid y Barcelona, salieron elegidos tres o cuatro concejales republicanos por cada monárquico. De las cincuenta capitales de provincia, sólo diez quedaron en manos monárquicas. En el resto del país, sin embargo, el panorama era el opuesto. La España rural seguía siendo monárquica hasta el tuétano. Los republicanos se apresuraron a decir que aquellos eran burgos podridos, repletos de analfabetos, en los que mandaban el cacique y el cura de turno. Evidentemente, un análisis tan simple no era del todo cierto.
A pesar de que las municipales no eran un plebiscito sobre la República, y de que el cómputo global favorecía a los monárquicos, las altas esferas del poder se empezaron a inquietar tras conocerse los primeros resultados. Aznar dimitió y la camarilla del Rey se replegó sobre sí misma, dando por hecho que las elecciones marcaban indefectiblemente el fin de la Monarquía. Nadie quería asumir el mando. Romanones pensó que lo mejor era tirar la toalla y buscar una salida digna para el monarca, antes de que un comité de republicanos fuese a apresarlo a Palacio.
Eran simples ensoñaciones. El Rey no corría el menor peligro y el país estaba tranquilo. Los líderes republicanos, sabedores de la debilidad de Don Alfonso, sacaron la gente a la calle el día 14 por la mañana. Romanones fue el que transmitió a los republicanos que el monarca quería irse; horas antes, el conde había hablado con Alcalá-Zamora de la seguridad e integridad de la real persona. El comité revolucionario se sirvió de esta información para proclamar la legitimidad de facto de la República.
En algunos lugares, como la pequeña ciudad guipuzcoana de Éibar, la República ya había sido proclamada horas antes. Alfonso XIII, un hombre de sólo 44 años, enjuto y temeroso, envejecido prematuramente por el tabaco e incontables vicios públicos y privados; un hombre que había nacido Rey, que había recibido la Corona de España como un regalo con poco más de 15 años, se acojonó, ciertamente, y puso tierra de por medio.
Las elecciones municipales habían sido una simple excusa que había sacado a la luz la cobardía de la camarilla del monarca y la carcoma de un régimen en el que ya no creían ni sus garantes. Luego resultó que la República que tan alegremente se celebraba aquel día en las calles de todas las ciudades españolas fue infinitamente peor. Peor e infinitamente más inestable. La Restauración, con todas sus pegas –que las tuvo, y muchas–, había durado más de medio siglo. La República sólo conseguiría mantenerse en pie cinco años, y desembocaría en una guerra civil.
El problema de los republicanos fue que la República les había tocado en una rifa. Además, cada uno de ellos quería una República a su medida, si no rompían la baraja, que es lo que terminaron haciendo todos. Eso, claro, no se podía ni imaginar aquel 12 de abril del año 31, día de municipales...