El diagnóstico era correcto. Los metales preciosos que llegaban a espuertas desde América caían sobre España como el agua cae sobre un tejado: la tocaban, pero automáticamente salían disparados hacia otros lugares. Esto era así porque la política imperial del rey era carísima de mantener y porque España, como un nuevo rico, gastaba mucho más de lo que podía producir, de modo que se veía obligada a importar casi todo. La plata y el oro, que entonces eran dinero contante y sonante, ejercieron como medio de pago de tanto derroche, que imposibilitó el desarrollo del país en aquellos siglos que precedieron a la Revolución Industrial.
Los españoles se encontraron con un cofre de monedas abandonado en un mundo en el que apenas había monedas. El mundo era la Europa medieval, con su crónica escasez de metales preciosos, y el cofre de monedas, dos inesperados descubrimientos que tuvieron lugar en América. Tal fue la suerte y la desdicha de nuestros antepasados.
Por pura casualidad, a mediados del siglo XVI se descubrió un inmenso filón de plata en una montaña de los Andes. Era un rincón perdido donde nadie, ni siquiera los incas, había parado jamás. Los españoles, con Juan de Villarroel al frente, fundaron una ciudad en el lugar y acometieron con decisión la labor de extraer hasta el último gramo de plata. A la ciudad la llamaron Potosí, y a la montaña, Cerro Rico. Todavía hoy se siguen llamando así, y sus habitantes continúan excavando las entrañas de la tierra en busca del preciado metal.
A ese primer milagro se sumó un segundo: un año después, Juan de Tolosa encontró un nuevo y gigantesco yacimiento argentífero en Zacatecas, mientras exploraba con un pequeño grupo de hombres el virreinato de Nueva España.
Una década más tarde, Potosí y Zacatecas producían plata a pleno rendimiento, y el Gobierno de la colonia enviaba el metal por toneladas a la Madre Patria a bordo de las flotas de la carrera de Indias que patrocinaba la Corona. Nunca había llegado al Viejo Mundo, y menos aún a España, tal cantidad de metal en tan poco tiempo. Lo primero que sucedió fue que los precios se dispararon: las ondas inflacionarias partían de Sevilla, puerta de entrada a Europa de todas las mercancías americanas.
Lo que se acuñaba en las cecas americanas era el llamado real de a 8, una moneda fea y mal cortada pero que pesaba más de 27 gramos y estaba compuesta de plata en su práctica totalidad. Era, además, muy abundante, más que ninguna otra moneda en el mundo. Gracias a ella, a la liquidez que proporcionó durante dos siglos, el comercio internacional se activó hasta alcanzar niveles desconocidos. Los españoles encargaban continuas emisiones porque sabían que todos querían esas monedas, especialmente los acreedores, encantados de poder contar con un instrumento de pago que, por vez primera desde los tiempos de Roma, era aceptado en todo el mundo civilizado.
Los comerciantes españoles que compraban plata acuñada en reales podían emplearla en importar cualquier cosa, desde paños de Holanda hasta vinos italianos. Los castellanos podían permitírselo casi todo; pero, paradójicamente, España, que estaba ahíta de dinero en efectivo, se empobreció durante todo ese tiempo. La razón es fácil de entender. Las manufacturas nacionales, que las había, perdieron competitividad por la escalada de precios que sucedió a la llegada masiva de metales preciosos desde las Indias. Así, si un importador de Portobelo o Lima pedía mantas de lana, herramientas o armaduras, al exportador sevillano le era mucho más económico importar esos bienes de Francia, Flandes o Italia, donde los precios no estaban tan distorsionados como en España y las industrias se desvivían por conseguir reales españoles.
El reino vivía por encima de sus posibilidades, empezando por el propio Gobierno, que andaba siempre endeudado para costear su ambiciosa política exterior. Los reyes pedían anticipos a los banqueros para cubrir los gastos de las continuas guerras en las que la nefasta dinastía Habsburgo se metió durante 200 años. Primero fueron los Fúcares de Augsburgo, luego los banqueros genoveses y, cuando ya nadie daba crédito al rey de España, los judíos portugueses, especializados en los préstamos arriesgados de la época. Porque el nuestro era un rey sub-prime. Al monarca le pertenecía un quinto de toda la plata que llegaba a Sevilla, pero muchas veces ni una sola moneda llegaba a Madrid, ya que se pagaba a los acreedores en el mismo muelle.
España se depauperó conforme entraba más y más plata. Muy poca se quedó aquí, porque el reino era cada vez más dependiente del exterior y todo lo que necesitaba lo pagaba con plata. Durante siglo y medio, desde mediados del XVI a finales del XVII, la principal exportación española fue la moneda de plata, o la misma plata en forma de panes, que después se fundía en las cecas del resto de Europa. En multitud de ocasiones, el metal ni siquiera llegaba a tocar suelo español: en el mismo puerto de Sevilla cambiaba de barco rumbo a puertos como Amberes o Génova.
A partir de 1550, los reales españoles están en todas partes. En 1551 aparecen en Milán, en 1552 en Florencia, en 1554 en Londres, en 1570 en Argel, en 1585 en Venecia; a principios del siglo XVII ya han llegado a los rincones más septentrionales de Europa, como Narva, en el Golfo de Finlandia, Suecia o Tallin, en la remota Estonia. Pero el mercado donde mejor se recibía a los reales era China. Hasta allí llegaban por tres vías: por el Pacífico, a bordo del Galeón de Manila, desde algún puerto europeo o por vía terrestre, atravesando la antigua Ruta de la Seda. Sólo la primera de ellas era legal.
Los chinos tenían un sistema monetario muy peculiar. Jamás acuñaban monedas de oro o plata. Todas las transacciones se realizaban en sencillas monedas de bronce, y sólo se recurría a los metales preciosos para librar grandes deudas o para el comercio internacional. En esos pagos no se empleaban monedas, sino plata u oro alingotados. Si un comerciante chino de Macao compraba algo en Indochina, pagaba cortando un lingote de plata y pesándolo hasta que alcanzara el precio requerido por el vendedor. Cuando los reales de a 8 llegaron al Mar de la China provocaron una revolución: los chinos se volvían locos por ellos; pero no para usarlos como moneda, sino para fundirlos y hacer lingotes. Entusiasmados con la abundancia infinita de plata de la que hacían gala los españoles, dieron en llamar al monarca que aparecía esculpido sobre las monedas "el rey de la plata".
Tal era la pasión oriental por los reales, que un mercader portugués llegó a decir en 1621: "La plata va peregrinando por todo el mundo para acabar finalmente en la China, y allí se queda como si fuera su lugar natural". Y era cierto: China fue durante siglos un sumidero de metales preciosos: lo que en ella entraba jamás salía. Los chinos importaban poco y exportaban mucho. La razón de ser del Galeón de Manila, que hacía la ruta regular entre México y las Filipinas, era proveer a España y sus colonias de productos chinos. Pero no era el único medio. Los comerciantes holandeses y portugueses traían sus barcos repletos de mercaderías orientales, que siempre encontraban comprador en Europa, muchas veces en la propia España, en el mismo puerto de Sevilla, donde el pago se realizaba con plata calentita, recién llegada de la ceca de Ciudad de México.
La España del Siglo de Oro es una lección magistral de cómo la abundancia de dinero puede conducir a la pobreza. Con toda aquella plata circulando a raudales era imposible que el país se convirtiese en un inmenso emporio industrial y productivo: simplemente no había incentivos para ello. Cuando, en 1675, ya en plena decadencia, Alonso Núñez de Castro, hombre de letras y regidor vitalicio de Guadalajara, alardea de las importaciones españolas porque "lo único que eso prueba es que todas las naciones trabajan para Madrid y que Madrid es la reina de los parlamentos, porque todo el mundo la sirve a ella y ella no sirve a nadie", parece desconocer que el país está devastado y su estructura productiva asfixiada.
La plata de la Indias, en fin, acabó enriqueciendo a otros, que en muy poco tiempo se hicieron los dueños del mundo.
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Los españoles se encontraron con un cofre de monedas abandonado en un mundo en el que apenas había monedas. El mundo era la Europa medieval, con su crónica escasez de metales preciosos, y el cofre de monedas, dos inesperados descubrimientos que tuvieron lugar en América. Tal fue la suerte y la desdicha de nuestros antepasados.
Por pura casualidad, a mediados del siglo XVI se descubrió un inmenso filón de plata en una montaña de los Andes. Era un rincón perdido donde nadie, ni siquiera los incas, había parado jamás. Los españoles, con Juan de Villarroel al frente, fundaron una ciudad en el lugar y acometieron con decisión la labor de extraer hasta el último gramo de plata. A la ciudad la llamaron Potosí, y a la montaña, Cerro Rico. Todavía hoy se siguen llamando así, y sus habitantes continúan excavando las entrañas de la tierra en busca del preciado metal.
A ese primer milagro se sumó un segundo: un año después, Juan de Tolosa encontró un nuevo y gigantesco yacimiento argentífero en Zacatecas, mientras exploraba con un pequeño grupo de hombres el virreinato de Nueva España.
Una década más tarde, Potosí y Zacatecas producían plata a pleno rendimiento, y el Gobierno de la colonia enviaba el metal por toneladas a la Madre Patria a bordo de las flotas de la carrera de Indias que patrocinaba la Corona. Nunca había llegado al Viejo Mundo, y menos aún a España, tal cantidad de metal en tan poco tiempo. Lo primero que sucedió fue que los precios se dispararon: las ondas inflacionarias partían de Sevilla, puerta de entrada a Europa de todas las mercancías americanas.
Lo que se acuñaba en las cecas americanas era el llamado real de a 8, una moneda fea y mal cortada pero que pesaba más de 27 gramos y estaba compuesta de plata en su práctica totalidad. Era, además, muy abundante, más que ninguna otra moneda en el mundo. Gracias a ella, a la liquidez que proporcionó durante dos siglos, el comercio internacional se activó hasta alcanzar niveles desconocidos. Los españoles encargaban continuas emisiones porque sabían que todos querían esas monedas, especialmente los acreedores, encantados de poder contar con un instrumento de pago que, por vez primera desde los tiempos de Roma, era aceptado en todo el mundo civilizado.
Los comerciantes españoles que compraban plata acuñada en reales podían emplearla en importar cualquier cosa, desde paños de Holanda hasta vinos italianos. Los castellanos podían permitírselo casi todo; pero, paradójicamente, España, que estaba ahíta de dinero en efectivo, se empobreció durante todo ese tiempo. La razón es fácil de entender. Las manufacturas nacionales, que las había, perdieron competitividad por la escalada de precios que sucedió a la llegada masiva de metales preciosos desde las Indias. Así, si un importador de Portobelo o Lima pedía mantas de lana, herramientas o armaduras, al exportador sevillano le era mucho más económico importar esos bienes de Francia, Flandes o Italia, donde los precios no estaban tan distorsionados como en España y las industrias se desvivían por conseguir reales españoles.
El reino vivía por encima de sus posibilidades, empezando por el propio Gobierno, que andaba siempre endeudado para costear su ambiciosa política exterior. Los reyes pedían anticipos a los banqueros para cubrir los gastos de las continuas guerras en las que la nefasta dinastía Habsburgo se metió durante 200 años. Primero fueron los Fúcares de Augsburgo, luego los banqueros genoveses y, cuando ya nadie daba crédito al rey de España, los judíos portugueses, especializados en los préstamos arriesgados de la época. Porque el nuestro era un rey sub-prime. Al monarca le pertenecía un quinto de toda la plata que llegaba a Sevilla, pero muchas veces ni una sola moneda llegaba a Madrid, ya que se pagaba a los acreedores en el mismo muelle.
España se depauperó conforme entraba más y más plata. Muy poca se quedó aquí, porque el reino era cada vez más dependiente del exterior y todo lo que necesitaba lo pagaba con plata. Durante siglo y medio, desde mediados del XVI a finales del XVII, la principal exportación española fue la moneda de plata, o la misma plata en forma de panes, que después se fundía en las cecas del resto de Europa. En multitud de ocasiones, el metal ni siquiera llegaba a tocar suelo español: en el mismo puerto de Sevilla cambiaba de barco rumbo a puertos como Amberes o Génova.
A partir de 1550, los reales españoles están en todas partes. En 1551 aparecen en Milán, en 1552 en Florencia, en 1554 en Londres, en 1570 en Argel, en 1585 en Venecia; a principios del siglo XVII ya han llegado a los rincones más septentrionales de Europa, como Narva, en el Golfo de Finlandia, Suecia o Tallin, en la remota Estonia. Pero el mercado donde mejor se recibía a los reales era China. Hasta allí llegaban por tres vías: por el Pacífico, a bordo del Galeón de Manila, desde algún puerto europeo o por vía terrestre, atravesando la antigua Ruta de la Seda. Sólo la primera de ellas era legal.
Los chinos tenían un sistema monetario muy peculiar. Jamás acuñaban monedas de oro o plata. Todas las transacciones se realizaban en sencillas monedas de bronce, y sólo se recurría a los metales preciosos para librar grandes deudas o para el comercio internacional. En esos pagos no se empleaban monedas, sino plata u oro alingotados. Si un comerciante chino de Macao compraba algo en Indochina, pagaba cortando un lingote de plata y pesándolo hasta que alcanzara el precio requerido por el vendedor. Cuando los reales de a 8 llegaron al Mar de la China provocaron una revolución: los chinos se volvían locos por ellos; pero no para usarlos como moneda, sino para fundirlos y hacer lingotes. Entusiasmados con la abundancia infinita de plata de la que hacían gala los españoles, dieron en llamar al monarca que aparecía esculpido sobre las monedas "el rey de la plata".
Tal era la pasión oriental por los reales, que un mercader portugués llegó a decir en 1621: "La plata va peregrinando por todo el mundo para acabar finalmente en la China, y allí se queda como si fuera su lugar natural". Y era cierto: China fue durante siglos un sumidero de metales preciosos: lo que en ella entraba jamás salía. Los chinos importaban poco y exportaban mucho. La razón de ser del Galeón de Manila, que hacía la ruta regular entre México y las Filipinas, era proveer a España y sus colonias de productos chinos. Pero no era el único medio. Los comerciantes holandeses y portugueses traían sus barcos repletos de mercaderías orientales, que siempre encontraban comprador en Europa, muchas veces en la propia España, en el mismo puerto de Sevilla, donde el pago se realizaba con plata calentita, recién llegada de la ceca de Ciudad de México.
La España del Siglo de Oro es una lección magistral de cómo la abundancia de dinero puede conducir a la pobreza. Con toda aquella plata circulando a raudales era imposible que el país se convirtiese en un inmenso emporio industrial y productivo: simplemente no había incentivos para ello. Cuando, en 1675, ya en plena decadencia, Alonso Núñez de Castro, hombre de letras y regidor vitalicio de Guadalajara, alardea de las importaciones españolas porque "lo único que eso prueba es que todas las naciones trabajan para Madrid y que Madrid es la reina de los parlamentos, porque todo el mundo la sirve a ella y ella no sirve a nadie", parece desconocer que el país está devastado y su estructura productiva asfixiada.
La plata de la Indias, en fin, acabó enriqueciendo a otros, que en muy poco tiempo se hicieron los dueños del mundo.
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