Ni el 2 de mayo de 1808, ni la victoria de Bailén –el 19 de julio de ese año– ni la reunión del primer gobierno nacional, la Junta Central –en septiembre–, fueron para Toreno el momento fundacional del proceso revolucionario. La razón es que los liberales –decía– sólo pudieron hacer la revolución en las Cortes, desde donde empezaron a cambiar la estructura política, social y económica de España. Pues bien, las Cortes echaron a andar el 24 de septiembre.
El liberalismo era entonces una cuestión de minorías, lo defendían personas ilustradas y trabajadoras conscientes de su debilidad. No tenían apoyo militar ni administrativo; ni siquiera eran queridos por el pueblo, según quedó demostrado en el motín sevillano de enero de 1810 contra la Junta Central. ¿Qué tenían a su favor? Sólo podían contar con la fuerza de su organización y con la esperanza de ir modelando la opinión pública a través de la prensa y de los engranajes del poder.
Recluidos en Cádiz, los patriotas de la Junta Central promulgaron un último decreto el 29 de enero: la convocatoria de dos cámaras, una popular y otra en la que estuvieran representados los grandes de España y el clero. En cuanto al decreto para reunir una cámara representativa de los Estados Generales, se dio con fecha 1 de enero. La dilación en reunir la Cámara Alta, así como el extravío, quizá accidental, del decreto del 29 de enero, que establecía dos cámaras reformadoras, no constituyentes, asentó el hecho del unicameralismo. De todas maneras, casi nadie se sintió agraviado, pues la aristocracia y el clero se creyeron bien representados en las Cortes. Sólo quedaba reunirlas, a lo que se oponía la Regencia, sucesora de la Junta Central como Gobierno de España.
El asedio de Cádiz benefició los planes liberales; o, si se quiere, digamos que los liberales se adaptaron políticamente mejor a la reclusión gaditana. Frente a una Regencia tradicionalista, decidida a no convocar las Cortes en espera de que un milagro sentara otra vez a Fernando VII en el trono, los liberales actuaron con contundencia. Movilizaron a los habitantes de la ciudad sitiada, crearon opinión favorable a la reunión de las Cortes y contaron con el auxilio decisivo de la Junta de Cádiz y del Consejo Reunido. Los regentes cedieron, y consintieron en que el decreto del 1 de enero había llamado a toda la nación, por lo que convocaron las elecciones de suplentes americanos y de las provincias ocupadas.
Los liberales se organizaron, y reunieron a personajes que destacaron luego en las sesiones parlamentarias, como Muñoz Torrero y Juan Nicasio Gallego, dirigidos por Argüelles y Toreno. Conocían el poder y la influencia de los realistas, y eran conscientes de su propia debilidad fuera de Cádiz. La organización de Argüelles y Toreno dio sus frutos, y la mayor parte de los suplentes electos fueron liberales. He aquí la clave de la mayoría parlamentaria liberal para que se iniciara la revolución: de los 95 diputados con que se abrieron las Cortes, 52 eran suplentes. El historiador José Luis Comellas escribió en 1962 que en aquel momento, "aunque nadie se diese cuenta, había caído en España el Antiguo Régimen".
La apertura de las Cortes se produjo el 24 de septiembre en un teatro habilitado para la ocasión. La escena fue descrita así por el Diario Mercantil de Cádiz:
Entre vivas y aclamaciones de un concurso numeroso y lucido se instaló hoy en la real Isla de León el augusto y majestuoso congreso de las Cortes, en que cifra la nación las esperanzas de su independencia y felicidad futura. En la fusión de los tiernos sentimientos que animaban a los espectadores resonaron por todas partes los gritos de ¡Viva España!, ¡Vivan los padres de la patria!
El sacerdote liberal Diego Muñoz Torrero abrió la sesión con un discurso para apoyar una proposición que recogía, entre otras cosas, el reconocimiento de la soberanía nacional y de las Cortes como su representación, la legitimidad de Fernando VII, la separación de poderes y la preeminencia del Legislativo (las Cortes) sobre el Ejecutivo (la Regencia). Los liberales diseñaron así un régimen de Convención, tal y como señaló en su día Jovellanos, donde el verdadero poder recaía en unas Cortes que ordenaban el país y que se escapaban a cualquier control o contrapeso. Todo el poder quedó en manos de los liberales, que acudían a las sesiones parlamentarias con el trabajo hecho y las proposiciones resueltas. Los serviles, o realistas, tardaron en comprender que la organización y la rapidez de sus rivales eran dos enemigos formidables, y perdían una tras otra las votaciones.
Los tres primeros meses de las Cortes dividieron definitivamente al bando patriota entre liberales y realistas. El sustantivo liberal procede de la vida parlamentaria que se inició aquel 24 de septiembre, pues hasta ese momento la palabra era empleada sólo en función adjetiva, y designaba al grupo de defensores de las libertades. El servil, por contraposición, era el amigo de la servidumbre.
Hasta enero de 1811 los liberales pusieron las bases del Nuevo Régimen y se dedicaron a esperar la elaboración del proyecto constitucional. Parecía que la revolución parlamentaria liberal había concluido.
Los realistas se modernizaron, y comenzaron a agitar la opinión como en 1795, vinculando la identidad española a la religión tanto como a un rey y a las Leyes Fundamentales –no a la Constitución–, fijando así la lealtad a ambas instituciones como piezas constitutivas del patriotismo. Todos los que no comulgaban con esto, ya fueran franceses o liberales, eran traidores o enemigos, o, en el mejor de los casos, obstáculos en la senda de la patria.
Los realistas acabaron ganando. Las elecciones ordinarias de 1813, con gran parte del territorio nacional ya liberado, les dieron la mayoría, y asumieron la presidencia de las Cortes. La batalla no había hecho más que empezar.
Toreno fechó el inicio de la revolución el 24 de septiembre de 1810; no obstante, los liberales de entonces, y con ellos el resto de patriotas, entendieron que la revolución nacional había arrancado en mayo de 1808, y que se extendió a toda España con las Juntas populares, que acabaron dando paso al primer gobierno nacional, la Junta Central, también un 24 de septiembre, pero de ese año de 1808. Así también lo ve la historiografía actual, que comprende el proceso constituyente en el marco de la Guerra de la Independencia.