Se le conoce como "el incidente del equinoccio de otoño", y constituye el mejor ejemplo de los riesgos que conlleva la tensión nuclear entre dos grandes potencias. Los hechos, que se mantuvieron en secreto durante mucho tiempo, ocurrieron de la siguiente manera.
El 26 de septiembre de 1983 el teniente coronel del Ejército Rojo Stanislav Petrov se encontraba de guardia en el Serpukhov-15, un búnker subterráneo a 50 kilómetros de Moscú. En el Serpukhov-15, sede del mando de las Fuerzas de Defensa Aérea, se controlaba todo el espacio aéreo soviético. Una de las misiones de los técnicos del búnker era vigilar al enemigo 24 horas al día los 365 días del año. La vigilancia se llevaba a cabo mediante un complejo sistema de satélites que detectaba el lanzamiento de misiles balísticos con destino la URSS y avisaba al Serpukhov para que el oficial de guardia tomase las medidas pertinentes: éstas consistían en informar de inmediato al oficial superior, para que, acto seguido, y hechas las comprobaciones, se iniciara el contraataque.
Durante décadas el sistema había permanecido en el más absoluto silencio. Las guardias eran largas y tediosas, no muy diferentes a las de un recluta en la garita de un cuartel. Pero aquel día, poco antes de la medianoche, el sistema notificó que un misil proveniente de Norteamérica se dirigía directo hacia Moscú. Petrov revisó los datos de la computadora y, aunque aparentemente eran correctos, lo tomó como una falsa alarma. Ni él ni ninguno de los oficiales del Serpukhov-15 se fiaban demasiado de aquel ordenador, así que evitó siquiera levantarse de su puesto y se mantuvo a la espera de novedades en la pantalla, que, casi con toda seguridad, no se producirían.
Se equivocaba. Unos minutos después, el ordenador volvió a avisar. Esta vez eran cuatro los misiles que se acercaban. Como para pensárselo. A un misil balístico intercontinental de la clase Minuteman le llevaría unos 20 minutos recorrer los 7.000 kilómetros de distancia entre Dakota del Norte –sede de sus silos– y el centro de San Petersburgo. Si el ataque era real, el primero de los misiles haría contacto antes de que a nuestro hombre le diese tiempo a apagar el cigarrillo. Luego caerían cuatro más, probablemente en lugares estratégicos, como bases aéreas o instalaciones de lanzamiento de misiles. La Unión Soviética tendría que responder, pero ya sería tarde: los norteamericanos llevarían cinco misiles de ventaja y seguirían lanzando proyectiles sin cesar a lo largo de la madrugada.
Pero Petrov ni se inmutó. Siguió fumando tranquilamente, en espera de que se produjese alguna anomalía más y, especialmente, de que terminase su turno para poder irse a casa. Por un momento pensó en comunicárselo a sus superiores, pero eliminó esa posibilidad en el acto. Era tarde y tendría que sacarlos de la cama. Luego se armaría la marimorena en el búnker, y cabía la posibilidad de que el asunto, un simple error informático, se fuese de las manos y terminase estallando una guerra nuclear de verdad, aunque esta vez provocada por el nerviosismo soviético.
La pregunta que muchos se hicieron cuando el incidente saltó a la luz pública fue por qué Petrov no hizo nada. Él mismo se encargó de darle respuesta. Muy simple, puro sentido común. Por un lado, el sistema de alerta fallaba más que una escopeta de feria; todos estaban al tanto de ello, incluidos los generales. Por otro, y más importante: nadie en su sano juicio empezaría una guerra atómica lanzando sólo cinco misiles. Los norteamericanos, a pesar de la machacona propaganda soviética, estaban en pleno uso de sus facultades mentales, y su arsenal nuclear estaba en manos de gente tan sensata como el propio Petrov.
Ese tipo de guerra nunca se había declarado, pero en los dos lados sabían que, de desencadenarse, se haría a lo grande, es decir, con el lanzamiento simultáneo de centenares de cabezas. Tras el primer golpe certero, la capacidad de defensa del enemigo quedaría seriamente comprometida. Una suerte de Blitzkrieg con artefactos muy destructivos. Tras el primer lanzamiento, el mando aéreo estratégico completaría el trabajo arrojando una lluvia de fuego nuclear desde los B-52 que patrullaban los cielos de Europa todos los días del año.
Nada de eso se produjo aquella noche de otoño. Más tarde, cuando Petrov elevó el caso a sus superiores, se supo que, efectivamente, se trataba de un error. Una extraña conjunción entre la atmósfera, el sol y la posición del satélite soviético de alerta temprana había ocasionado el error en cadena. Pese a ello, el alto mando castigó a Petrov degradándole. Como no podía ser menos, tratándose de la URSS, se borró el incidente de todos los registros. La verdad se ocultó durante diez años, los necesarios para que la Unión Soviética desapareciese del mapa y los enemigos se transformasen en amigos.
Fue entonces cuando el general Yuri Votintsev, el mismo que se había ensañado con Petrov años antes, publicó un libro de memorias. Escondido en sus páginas se encontraba el incidente. Stanislav Petrov, ya retirado del ejército, adquirió cierta fama y fue reclamado en Estados Unidos como héroe de la paz. Después de tantos sinsabores, Petrov se dejó querer, viajó a los Estados Unidos y recibió un premio y 1.000 dólares en metálico, una auténtica fortuna para un jubilado ruso.
Años después, con motivo de un documental sobre su hazaña, se limitó a quitarse méritos:"Simplemente hice mi trabajo", afirmó; "mi mujer nunca supo nada del tema. Cuando se enteró me preguntó qué es lo que había hecho. 'Nada', le contesté, 'no hice nada'".
Así fue, el heroísmo de Petrov consistió en no perder los estribos y aplicar la Navaja de Occam. A fin de cuentas, nadie empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles.
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