Cicerón divulgó para los romanos lo decisivo de la cultura griega. Ubicado en una encrucijada de su época, representa la continuidad histórica; y entre sus contemporáneos es el gran mediador entre los extremos. Nació en Arpino y pertenecía a la clase de los caballeros rurales. Se crió en una familia de bienestar modesto y espíritu conservador. En Roma recibió su formación superior. Y por Roma peleó denodadamente contra las fuerzas que destruían la política en la ciudad que amaba por encima de todo, un amor que parece haber descubierto él y al que damos hoy el nombre desprestigiado de patriotismo.
Entendía que la política en la ciudad de Roma no era cosa añadida, sino la condición misma de su existencia como república, es decir como asunto que es de todos los ciudadanos y por eso mismo merece el respeto más grande. La ciudad para Cicerón no tiene tamaño, tiene grandeza, y es esta calidad la que debe habilitarnos a la participación, en la medida en que podemos ser o llegar a ser grandes para engrandecer la ciudad a la que nos debemos. El político romano tiene estas medidas de aquel tiempo, lo cual hace que nos suenen antipáticas e incómodas sus reclamaciones de reconocimiento. Si tenemos en cuenta la dimensión de la grandeza, volcada al tiempo de la eternidad y al espacio del imperio, podremos vislumbrar cuán infinitamente mayor debió de ser el desencanto de Cicerón cuando constató que la república estaba perdida, ya casi con el pie en el estribo. Él había servido durante toda su vida a la república como político, lo que quiere decir en primer lugar como ciudadano ejemplar, y eso de asistir a su muerte tuvo que ser realmente desolador.
La grandeza de Cicerón podemos medirla hoy de manera más ajustada, porque la medimos históricamente. Lo que él pudo ver como fracaso, tanto más desolador por haber empezado con un triunfo, no puede verse hoy sino como un triunfo para el que lamentablemente no puede desfilar como él hubiera querido: él es a la vez una figura de la historia, vivida con peligro en el trance de ser Roma o no ser, es decir, de ser república o tiranía, un trance histórico cuya actualidad no pasa; es un hito en el arte de hablar bien y convincentemente en público; y, en fin, last but not least, es un filósofo original por haber pensado su patria y por haberla dotado de un pensamiento a la altura de los problemas que la historia destila. Siempre estuvo atento a todos los argumentos, o sea, a los propios y a los del contrario; acaso por eso, por el afán de extraer lo mejor del diálogo, fue un seguidor apasionado del Platón de los diálogos menos concluyentes, es decir, no del defensor de la sabiduría sino del deseo de saber. Cicerón nos legó el Platón más escéptico, siempre cercano a los estoicos, a la hora de mediar entre extremos. En todos sus escritos hacía política y era consciente de ello.
Como protagonista de la historia están y estarán siempre sub iudice su perspicacia, su honradez y su sentido de la oportunidad, pero es difícil quitarle un ápice de mérito. Por su origen de clase, tenía que ganarse el acceso a la política de una manera esforzada. Empeñó en ello mucho estudio y dedicación con maestros a los que guardó reconocimiento permanente, y consiguió muy pronto entrar en el camino que llevaba a lo más alto, el consulado que consiguió en cuanto tuvo edad para ello. Convencido de que las pruebas garantizan el mérito y la valía, nunca dejó de señalar que la distinción entre gentes de calidad y vulgo es vital para una república; he ahí un pensamiento antipático a la retórica al uso hoy día, que soporta una clase política carente de mérito alguno y tan exclusivista como la romana, que al menos no era cínica al respecto. En una época de hombres fuertes al mando de ejércitos y capaces de cualquier cosa, Cicerón proclamaba que el político es otra cosa que un general con dotes de mando.
El político es, por encima de todo, un orador, y el orador tiene algo de sabio por la extensión de sus conocimientos y la inteligencia de saber aplicarlos a la ocasión. Es un conocedor profundo de su ciudad, de sus valores y su historia que sabe ver también con cierta distancia, y para ello tenía Cicerón la filosofía que él estudió en una lengua que conocía bien, el griego. Pero todos los conocimientos, los planes y las previsiones se quedan cortos ante los imprevistos inacabables de la historia. En su consulado Cicerón se enfrentó a la conjura más despreciable de unos romanos contra Roma, y su victoria le valió la gloria y el oprobio: las medidas de excepción que tomó para acabar con la conspiración de Catilina le valieron el título de salvador de la patria y pudieron encarnar un ideal de consenso en torno a lo realmente común, la grandeza de una Roma libre, pero también el destierro, a instigación de sus enemigos más cordiales. La grandeza de Cicerón es plenamente histórica, se juega en la indeterminación de los sucesos y abre la historia a una reflexión que no cesa, porque lo que se juega en ella es la libertad en alguna de sus formas.
Cicerón nos llega a través de sus discursos, que enfrentan una temible cantidad de situaciones difíciles, donde hay que saber contemporizar. Nos llega en sus cartas, que nos dan a veces hasta el día a día de sus inquietudes. Y, en fin, Cicerón nos llega a través de sus escritos dedicados a las dos artes hermanas y rivales de la oratoria y la filosofía. Es difícil elegir, pero nos quedamos con y sugerimos la lectura de los textos que abordan el problema del político, que nuestro personaje aborda con sutileza filosófica en una coyuntura de crisis en la que justamente los romanos que merecen por rango y cualidades dedicarse al bien común, y recibir por supuesto los correspondientes honores, se dedican a matarse entre sí y llevar a la ruina a sus conciudadanos. La política se ha convertido en una rebatiña por el poder entendido de manera tiránica, como algo que no se puede compartir más que a costa de la vida propia.
En el plan del escrito Sobre la República se encontraba contemplado un amplio tratamiento del hombre de Estado que lamentablemente hemos perdido. Conservamos, sin embargo, la reflexión última en el libro, que termina poco antes de ser asesinado y que dedica a su hijo. César ha muerto en marzo de ese año y Cicerón empieza a implicarse en la política de nuevo: ha pronunciado la primera filípica contra Antonio y circula manuscrita la segunda como un libelo. En diciembre del 44 a. C., termina Sobre los deberes. Es el último gran libro de Cicerón, dedicado a su hijo Marcus, que había viajado a Atenas en el 45 a. C. para proseguir sus estudios de filosofía, y ofrece un significativo cambio de estilo a la hora de dirigirse a sus lectores; ahora Cicerón escribe de modo más cercano e intimista, pero eso no significa que el político estuviera desengañado de la cosa pública y se aproximara a la consigna de Epicuro: "Láthe biósas", vive tranquilo. La torre de marfil no era para Cicerón. Escribe de modo sencillo y directo. Su tono simple y confidencial persuade a sus lectores, pero su humanitas no es otra que la del gran político.
Pocos libros han sido más leídos en la historia de la cultura europea, y con toda razón. Es un excelente manual de virtudes y vicios que ha sabido hacerse intemporal de puro ser producto de una inquietud urgente, la de explorar lo que se debe exigir a quien se dedique con rigor a la cosa pública. En tiempos de crisis no viene mal recordar la historia. Después de escribirlo volverá Cicerón al Senado para su última batalla con las palabras por armas. Cicerón fue un genuino político, un mediador entre hombres en conflicto permanente, cuya principal lección sigue vigente: el primer cuidado de quienes administran la nación es "ocuparse de que cada uno tenga lo que le pertenece, y que los ciudadanos privados no sufran invasión de sus derechos de propiedad por actos estatales".