Las tropas japonesas irrumpieron en el continente al grito de "Asia para los asiáticos". El lema tenía por objetivo despertar el nacionalismo latente y volverlo contra los occidentales que colonizaban de una u otra forma esa zona del mundo. Figuras como Ho Chi Minh en Indochina o Sukarno en Indonesia surgieron de este sentimiento nacionalista que los japoneses avivaron. Sin embargo, la mayoría de estos pueblos, cuando se dieron cuenta de que los japoneses tan sólo querían sustituir la explotación europea por la propia, se rebelaron... y ya no hubo forma de detener al nacionalismo asiático.
Este esquema se cumplió también en China. El gigante oriental vivía una profunda crisis desde el fracaso de la rebelión de los bóxers, en 1900. Cuando llegaron los japoneses en 1937, Chiang Kai-shek y su Partido Nacionalista Chino, el Kuomintang, estaban a punto de hacerse con el poder tras haber obligado al Partido Comunista Chino (PCC) a huir hasta Yenán, en lo que en la mitología maoísta se conoce por la Larga Marcha. Los japoneses, por su parte, obligaron a Chiang a huir hacia el Sur.
Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941) arrastró a los estadounidenses al escenario chino. Aquí, la principal preocupación de Roosevelt fue la de lograr que nacionalistas y comunistas unieran sus fuerzas y se coordinaran para combatir al enemigo común. Esta política de entendimiento no era compartida por todos los norteamericanos. Para los integrantes del conocido lobby chino, con grandes intereses comerciales en el viejo imperio oriental, tan esencial era derrotar a los japoneses como que el Kuomintang venciera a los comunistas. Naturalmente, sus exigencias se hicieron más vehementes conforme la guerra se acercó a su fin.
Al tiempo que medio establishment norteamericano se fue haciendo más pronacionalista, otra parte del mismo, influido por los resultados de una misión norteamericana enviada a Yenán, se hizo, si no comunista, sí favorable a que comunistas y nacionalistas se entendieran. Ayudaron no poco las noticias que llegaban de Chunking acerca de la corrupción, brutalidad y nepotismo del gobierno de Chiang Kai-shek. En estos años tienen su origen las muchas acusaciones, en su mayoría falsas, de las que fueron objeto algunos funcionarios del Departamento de Estado de ser maoístas por simpatizar con los comunistas chinos.
En septiembre de 1944 el presidente Roosevelt envió a Patrick Hurley con la misión de cerrar el ansiado acuerdo entre comunistas y nacionalistas. Hurley, sin embargo, se puso abiertamente del lado del Kuomintang y apoyó todas las exigencias de Chiang Kai-shek. Los comunistas, en situación de extrema debilidad, eran proclives al acuerdo, pero no pudieron aceptar las exigencias de Chiang, que incluían el desmantelamiento de su ejército.
En Yalta, en febrero de 1945, Stalin se comprometió con Roosevelt a respaldar a los nacionalistas y abandonar a los comunistas a cambio del control de la red de ferrocarriles de Manchuria. Sabemos que Stalin en 1945 estaba más preocupado por lograr seguridades para la URSS que en propagar el comunismo por el mundo. Conocía la gran cantidad de intereses que las potencias imperialistas tenían en China. Lo que más temía en aquel momento era la posibilidad de que, al final de la guerra, todas ellas se aliaran contra el comunismo. Esperaba en cambio que sus ambiciones y las contradicciones del capitalismo las hiciera enfrentarse unas a otras y beneficiarse de ello. Provocarlas en China contradecía sus planes. De modo que prefirió participar, en la medida de lo posible, del botín. Su pedazo de pastel era Manchuria, y los norteamericanos lo entregaron sin problemas.
El 8 de agosto de ese año la URSS declaró la guerra al Japón, y tropas soviéticas entraron en la provincia. El imperio nipón se rindió el 15 de ese mismo mes. El día anterior, Stalin y el cuñado de Chiang, que era primer ministro, firmaron el tratado de amistad y alianza sino-soviético. Stalin reconocía al del Kuomintang como el único gobierno legítimo de China, y Chiang otorgó a Stalin el derecho a explotar la red de ferrocarriles de Manchuria, el puerto comercial de Dairen y la construcción de una base militar naval en Port Arthur. Además, Chiang reconoció la independencia de Mongolia, antigua provincia china convertida en satélite soviético.
Stalin no hizo en China otra cosa que aplicar la política de esferas de influencia puesta en práctica en Europa del Este. Su actitud respecto al PCCh no distaba de la que mantuvo respecto a los comunistas griegos. Daba por hecho que los nacionalistas, con la ayuda de los Estados Unidos, se harían con el control de todo el país, y no le mereció la pena arriesgar un enfrentamiento con los norteamericanos por apoyar a unos comunistas a los que veía con muy pocas posibilidades de vencer.
Por su parte, a los norteamericanos la política de esferas de influencia les era totalmente desconocida. Desde luego, querían evitar que los comunistas vencieran a los nacionalistas, pero antes que empujar a Chiang a aniquilar a sus enemigos preferían que comunistas y nacionalistas llegaran a un acuerdo y compartieran el gobierno y evitaran, así, prolongar la guerra civil. Sin embargo, Hurley, abiertamente escorado a favor de los intereses de Chiang, saboteó el pacto. Truman lo sustituyó por Marshall, quien se esforzó cuanto pudo para limar diferencias. Mao, con un ejército muy inferior y sin apenas ayuda de los soviéticos, decidió que la única oportunidad de sobrevivir que tenía su movimiento era pactar.
Viendo Stalin que los norteamericanos, lejos de imponer a su protegido, trataban de obligarle a negociar con su adversario, ayudó bajo mano a los comunistas chinos; lo que pudo sin que se notara, permitiéndoles hacerse, por ejemplo, con las armas que los japoneses abandonaron en Manchuria. Comenzó así un doble juego, de apoyo formal a los nacionalistas y de respaldo oculto al PCCh, que duró hasta el final de la guerra civil.
En cuanto a Chiang, conforme las tensiones entre la URSS y los Estados Unidos se fueron incrementando, y viendo los poderosos apoyos de que disponía en Washington, trató de tensar la cuerda: fue elevando sus exigencias y acosó a los comunistas militarmente porque creía que, en última instancia, los norteamericanos tomarían partido por él. Se equivocó. Los comunistas, apoyados más en proclamas nacionalistas que en principios marxista-leninistas, contando con el odio que despertaban los corruptos funcionarios del Kuomintang, con la relativa ayuda de Stalin y el escaso interés de los norteamericanos por comprometerse, fueron capaces de resistir a un ejército nacionalista cada vez menos motivado. Muchos desertores del Kuomintang se integraron en el ejército comunista.
Truman, harto de la doblez de Chiang y de su corrupto gobierno, dejó de prestarle ayuda. Si no pudo hacerlo del todo fue por las presiones de los republicanos, que le acusaron de abandonar China a los comunistas. Pero, en todo caso, la escasa ayuda prestada a regañadientes fue insuficiente para impedir la derrota.
Puede afirmarse que la actitud de Stalin fue la misma que en Italia o Francia. No intervendría directamente para apoyar a sus correligionarios porque así lo exigían los acuerdos que había suscrito con sus aliados durante la guerra, pero no pondría impedimentos a aquellos comunistas que fueran capaces por sí solos de imponerse en sus respectivos países. Los comunistas italianos y franceses no fueron capaces de hacerlo. Los chinos sí. Se cuenta que Stalin intentó frenar el avance de Mao porque prefería una China dividida, y que Mao con gran coraje se negó en redondo. Recientes investigaciones demuestran que es una leyenda para engrandecer la figura del chino.
Proclamada la República Popular China el 1º de octubre de 1949, reducido el territorio controlado por el Kuomintang a la isla de Formosa, el problema de Mao era cómo hacer frente a los desafíos impuestos por un país devastado por la Segunda Guerra Mundial y la guerra civil. Para Stalin, la cuestión era cómo conseguir que los comunistas respetaran los privilegios concedidos a la URSS por el Kuomintang. Las negociaciones se prolongaron hasta 1950, poco antes del inicio de la Guerra de Corea, pero al final China y la URSS se convirtieron en aliadas.
Alguna vez se ha sugerido que, al final de la guerra, Mao podía haber intentado solicitar la ayuda de los norteamericanos, o éstos habérsela ofrecido. Tal posibilidad era en realidad inaceptable. Si los comunistas vencieron fue porque enarbolaron la bandera nacionalista contra siglos de explotación por parte de las potencias occidentales. Ningún chino hubiera entendido que, tras años de conflicto, el nuevo gobierno se entregara a los Estados Unidos. Por su parte, la URSS siempre temió que los norteamericanos acabaran por intervenir en China y se negó a firmar ningún acuerdo con el PCCh durante la guerra. Pero, una vez terminada ésta, no tenía sentido prolongar la apariencia de un distanciamiento que sólo había sido formal. China podía convertirse en un nuevo satélite soviético, y sus desesperadas peticiones de ayuda ofrecían una oportunidad que no debían desaprovecharse. De hecho, Mao, en su discurso inclinado hacia un lado, aduló cuanto pudo al régimen soviético, reconociéndole la dirección del movimiento comunista mundial. Luego, una vez que el régimen chino se consolidó y se superó la amenaza de una intervención norteamericana, que a punto estuvo de producirse durante la Guerra de Corea, Mao independizó su régimen del soviético y caminó en solitario.
Las reacciones occidentales a la proclamación del nuevo Estado comunista fueron diversas. Gran Bretaña se apresuró a reconocer al nuevo régimen a cambio de que éste respetara Hong Kong. Los franceses se negaron a hacerlo por la ayuda que los comunistas chinos estaban prestando al Vietminh en Indochina. Y Truman tranquilizó a los chinos diciéndoles que el reconocimiento llegaría cuando se aplacaran las protestas republicanas y del lobby chino en Washington.
Se ha discutido mucho si Truman pudo evitar que China se convirtiera en un país comunista, aprovechando que Stalin no estaba dispuesto, ni mucho menos, a echar toda la carne en el asador. Para lograrlo habría tenido que respaldar sin fisuras al corrupto e ineficaz régimen de Chiang Kai-shek, de modo parecido a como años más tarde hizo con el de Vietnam del Sur. No es posible contestar a la pregunta, pero, visto lo ocurrido en Indochina, lo menos que puede decirse es que la decisión de Truman no fue descabellada. En cualquier caso, con razón o sin ella, los norteamericanos casi nunca (Cuba es la excepción) volvieron a mostrarse pasivos cuando se vislumbró la posibilidad de que el comunismo fuera a triunfar en alguna otra parte del mundo. Lo demostrarían enseguida en Corea.
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